David Cortava, The New Yorker, 3 octubre 2022
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

David Kortava es un periodista georgiano-estadounidense que forma parte de la redacción de The New Yorker, donde escribe sobre diversos temas culturales. Kortava nació en Tiflis, creció principalmente en Nueva Jersey, estudió asuntos internacionales en la Universidad de Columbia y sirvió en el Cuerpo de Paz en Sudáfrica. Vive en Brooklyn. Email: david_kortava@newyorker.com
En la mañana del 13 de abril, cuarenta y siete días después de que Rusia comenzara su asedio a la ciudad portuaria ucraniana de Mariupol, un hombre de poco más de veinte años al que llamaré Taras escuchó a su perro ladrar en el patio delantero. Dos días antes, el presidente de Ucrania, Volodymyr Zelensky, había declarado que Mariupol estaba «completamente destruida». Las fuerzas rusas habían bombardeado o dañado de alguna manera el 90% de los edificios, incluyendo docenas de escuelas y un hospital de maternidad. El alcalde estimó que al menos 21.000 residentes habían muerto. Taras había pasado la mayor parte del asedio con su familia en un pequeño sótano, sin electricidad ni agua corriente. Salía a la superficie de forma intermitente para recoger cubos de lluvia para beber o para preparar comidas de gachas de trigo sobre un fuego de leña. No funcionaba ninguna de las torres de telefonía móvil. Pero Taras se había enterado a través de un conocido de que un amigo íntimo de un barrio adyacente seguía vivo, e invitó a su amigo a venir «a emborracharse y llorar un poco». Cuando Taras oyó el ladrido del perro, supuso que su amigo había llegado y salió corriendo a recibirlo.
En la puerta había dos hombres con uniforme militar que portaban rifles de asalto. Taras pudo saber que eran rusos por las bandas blancas que llevaban sobre las rodillas y los codos, que el ejército de ocupación utilizaba para evitar el fuego amigo. También había diferencias en sus acentos; los hombres aplicaban una «g» dura donde los ucranianos usan una «h» ligera en palabras como govori, o «hablar».
«¿Quién vive aquí?», preguntó uno de los soldados.
«Yo y mi familia», dijo Taras.
Los hombres pasaron junto a él y comenzaron a registrar la casa, habitación por habitación. Anotaron el nombre completo de Taras. Anotaron la marca y el modelo de su coche. Uno de los soldados estudió la matrícula del vehículo de Taras y observó que en ella figuraba una dirección diferente. Taras intentó explicar que antes del asedio había tenido un apartamento al otro lado de la ciudad. «¡Fuera!», gritó el soldado. «Debe pasar por la inspección».
Taras había oído que en algunos barrios estaban desapareciendo hombres. Preguntó nervioso al soldado: «¿Cuánto tiempo va a tardar?».
«Dos horas».
Taras sintió una punzada de hambre: no había comido nada desde el día anterior. Se puso las zapatillas de deporte, los bluejeans y una chaqueta ligera. Los rusos le acompañaron hasta un cruce. No estaba solo: seis de sus vecinos, todos ellos en edad de ser reclutados, habían sido reunidos y estaban custodiados por un grupo de soldados. Mirando a lo largo de la manzana, Taras vio a más rusos que iban de casa en casa, sacando a jóvenes ucranianos a la calle. Finalmente, reunieron con Taras a unos cuarenta hombres.
Un autobús blanco se detuvo y Taras y sus vecinos recibieron instrucciones de subir. Cuando subieron y se cerraron las puertas, uno de los rusos se levantó y dijo: «Ustedes no nos conocen y nosotros no los conocemos. Confiamos en ustedes exactamente tanto como ustedes confían en nosotros». Y lanzó una única regla de juego: «Si os portáis mal, limpiaremos el suelo con vosotros. ¿Lo entienden todos?»
Mientras el autobús se alejaba, Taras miró por la ventana. La colosal planta siderúrgica de Illich, con sus chimeneas ondulantes, sus cintas transportadoras y sus altos hornos, se hacía cada vez más pequeña. El día anterior, Rusia afirmó que mil veintiséis soldados ucranianos se habían rendido a su sombra. Taras vio grandes edificios de apartamentos reducidos a escombros, casas a las que les faltaban paredes y techos. Vio tumbas excavadas toscamente en los patios y, tirados bajo un puente, tres cuerpos humanos en descomposición. No queda nada, pensó. Los hombres del autobús contemplaron las ruinas.
Después de media hora de viaje hacia el noreste, el autobús se detuvo frente a un salón de banquetes en mal estado, en un asentamiento semiurbano llamado Sartana, a orillas del río Kalmius. Los soldados recogieron los documentos de identidad de los hombres y los metieron dentro. Allí, un soldado decía el nombre de un cautivo y lo llevaba a una oficina, una especie de sala de interrogatorios improvisada. Cuando llamaron el nombre de Taras, entró en la oficina y se encontró con doce soldados sentados en varias mesas.
«¿Has hecho el servicio militar?», le preguntó uno de ellos.
«No».
«¿Por qué no?»
«Tengo un billete blanco», dijo Taras, refiriéndose a un pase gubernamental que denotaba una condición médica que lo incapacitaba para el servicio militar. Taras, de rasgos aniñados y pelo rubio desgreñado, había sufrido problemas de rodilla tras romperse el menisco jugando al fútbol. La exención fue una decepción; había pensado que se alistaría en el ejército, como había hecho su padre, y su padre antes que él. Ahora simplemente dijo: «Una lesión deportiva».
«Desvístete», exigió otro soldado.
Taras se desnudó hasta la ropa interior. Desde sus asientos, los hombres le examinaron en busca de tatuajes y de cualquier marca que pudiera indicar que había entrado en combate recientemente: callos en las manos, rozaduras en el cuello por el chaleco antibalas, magulladuras en el hombro por el retroceso de un arma de fuego.
Uno de los interrogadores le preguntó: «¿Dónde piensa servir?».
«En ningún sitio».
A mediodía, los cautivos fueron llevados al exterior. Había nieve en el suelo. La mañana había estado nublada y ahora empezaba a llover, agravando el frío. Llegaron cuatro autobuses más y Taras se quedó esperando mientras procesaban a unos ciento cincuenta cautivos más. Cuando volvió a subir al autobús, su chaqueta y sus zapatillas estaban empapadas. Estaba temblando.
Los autobuses continuaron hacia el noreste, cruzando hacia la autoproclamada República Popular de Donetsk, una región escindida cuya independencia Ucrania no reconoce. Se detuvieron en el pueblo de Kozatske, que había caído en manos de los separatistas apoyados por Rusia hace años. Allí, en la cafetería de una antigua escuela primaria, cada hombre recibió una pequeña porción de sopa aguada.
Al caer la noche, los cautivos se acostaron en filas apretadas de finas esteras en las aulas y los pasillos. Todos los detenidos parecían ser civiles del barrio obrero de Taras, hombres que habían pasado las semanas anteriores preocupados no por ganar batallas sino por mantener a sus familias con vida, día a día, en condiciones de extrema privación. El propio Taras ya había perdido más de seis kilos en menos de dos meses de asedio, un descenso llamativo en su ya de por sí flaca complexión. Había desarrollado un dolor crónico en el pecho, que suponía que era por respirar el aire viciado del sótano o por dormir sobre el cemento.
Taras arrastró su estera hasta el pasillo. Su estómago gruñía, y su ropa estaba todavía húmeda por la lluvia. Hambriento, con frío y agotado, se hizo un ovillo y cayó en un sueño inquieto. Todavía no había oído un término que pronto le resultaría familiar: «campo de filtración».
La filtración, entendida en sentido amplio como el proceso por el que un gobierno en tiempos de guerra o un actor no estatal identifica y secuestra a los individuos que considera una amenaza, no viola en sí misma el derecho internacional humanitario. Un reciente informe de investigadores de Yale sobre la ocupación rusa del este de Ucrania señala que «las potencias ocupantes en los conflictos internacionales tienen derecho a registrar a las personas que se encuentran en su zona de control; la fuerza que ejerce el control puede incluso detener a civiles en determinadas circunstancias limitadas». El sistema puede comprender varios puestos de control, instalaciones de registro, centros de retención y campos de detención. En una reunión del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas a principios de este mes, el embajador ruso ante la ONU, Vasily Nebenzya, llegó a describir su programa de filtración como un «procedimiento militar normal». Que la filtración sea un procedimiento normal o algo peor depende de cómo se ejecute y con qué fin.
En 1994 Rusia lanzó una invasión militar a gran escala para retomar Chechenia, un enclave separatista que había declarado su independencia tres años antes. Al día siguiente de la entrada de los tanques rusos, el Ministerio del Interior ruso emitió la Directiva nº 247: «Establecer puntos de filtración para la identificación de las personas detenidas en las zonas de operaciones de combate y su participación en las actividades de combate». (En Rusia, el término «punto de filtración» entró en circulación durante la Segunda Guerra Mundial, cuando las autoridades soviéticas empezaron a buscar lo que Lavrentiy Beria, jefe de la policía secreta de Stalin, llamaba «elementos enemigos» en el territorio liberado de los alemanes). El primer campo en la capital de Chechenia, Grozny, se abrió el 20 de enero de 1995. Al año siguiente, los investigadores de Human Rights Watch concluyeron que las fuerzas rusas estaban golpeando y torturando a los hombres chechenos retenidos allí. Posteriormente, muchos fueron utilizados como «escudos humanos» en los combates y como «rehenes para ser intercambiados por detenidos rusos».
Tres años después, durante la segunda guerra de Chechenia, el general ruso Victor Kazantsev amplió la filtración, imponiendo un «régimen de verificación de identidad» en las «zonas liberadas» y pidiendo el «endurecimiento de los procedimientos de registro en los puestos de control». Los civiles chechenos fueron detenidos arbitrariamente en un número aún mayor; a menudo fueron dados de alta sin sus documentos de identidad, lo que limitaba su libertad de movimiento y los exponía a volver a ser detenidos en los puestos de control. Un informe de la H.R.W. esbozaba lo que se había convertido en una estrategia habitual: Las fuerzas rusas bombardeaban las comunidades chechenas y luego llevaban a cabo una «redada» en la que los soldados iban casa por casa arrestando a los hombres, y a veces a las mujeres, sospechosos de tener vínculos con las fuerzas rebeldes.
Los investigadores describieron el proceso de filtración en Chechenia como una forma de «castigo colectivo» impuesto no solo a los desaparecidos sino también a sus familias. Una mujer, refiriéndose a un pariente varón al que se habían llevado, dijo a los investigadores: «No está en ninguna parte, ni entre los vivos ni entre los muertos». El destacado grupo de derechos humanos Memorial, que el Tribunal Supremo de Rusia clausuró a principios de este año, estimó que durante las dos guerras de Rusia en Chechenia perecieron al menos setenta mil civiles y más de doscientos mil chechenos pasaron por campos de filtración.
A principios de 2014, las fuerzas rusas invadieron y anexionaron Crimea. Varios meses más tarde, un «convoy humanitario» ruso, compuesto finalmente por unos doce mil soldados, entró en el Donbás, en el este de Ucrania, en apoyo de la RPD y de la llamada República Popular de Luhansk. El invierno siguiente, el parlamento ucraniano encargó a quince organizaciones de derechos humanos internacionales y ucranianas la elaboración de un informe sobre los lugares de detención ilegal en las zonas ocupadas del Donbás. El informe, publicado en 2015, identificó setenta y nueve instalaciones administradas por fuerzas rusas y grupos armados afiliados a Rusia. Basándose en extensos testimonios, los autores encontraron «una práctica generalizada de tortura y trato cruel a los civiles y militares detenidos ilegalmente”.
Los supervivientes presentaron relatos detallados de palizas, privación del sueño, trabajos forzados, ejercicios obligatorios, simulacros de ejecución, disparos no provocados sobre las extremidades de los detenidos y amenazas de hacer daño a sus familias. Un superviviente dijo a los investigadores: «Me tocaron la cabeza y los genitales con una barra de metal cargada de electricidad. Me golpearon con una varilla. Me colgaron del techo, me echaron agua fría a temperaturas bajo cero».
Los investigadores descubrieron que la severidad de los castigos que aplicaban los guardias del campo dependía de una serie de variables, como los antecedentes militares y, sobre todo, las «opiniones políticas» del detenido, concretamente el grado en que expresaba su «apoyo a la soberanía del Estado». Una de las tácticas, denominada «el elefante», consistía en colocar una máscara de gas sobre la cabeza del detenido y bloquear el flujo de aire. Dos hombres fueron castrados delante de otros detenidos. En un centro, los guardias del campo grabaron la palabra «bandera» -por Stepan Bandera, nacionalista ucraniano y colaborador nazi ejecutado por la K.G.B. en 1959- en el pecho de un detenido, antes de matarlo. Tanya Lokshina, investigadora principal de H.R.W., me dijo que, basándose en los relatos de civiles ucranianos que han sido retenidos en catorce lugares durante el actual conflicto, «hay fuertes razones para creer que los hombres están siendo torturados en instalaciones similares hoy en día.»
El 21 de marzo de este año, el vigésimo quinto día de la actual invasión, la embajada rusa en Washington, D.C., emitió una declaración: «Hemos prestado atención a las afirmaciones de las autoridades ucranianas, que están circulando en los medios de comunicación estadounidenses, sobre la supuesta creación de «campos de filtración» por parte de nuestros militares». Las historias de detenciones arbitrarias y desapariciones que surgen de Mariupol son una «invención», según el comunicado. Describe los campos de filtración como meros «puntos de control para los civiles que abandonan la zona de hostilidades activas», y sostuvo que los rusos estaban «ayudándoles a mantenerse con vida, proporcionándoles alimentos y medicinas».
Taras se despertó al amanecer con el sonido de los soldados rusos ordenando a todos que salieran al exterior. Esa mañana los llevaron en autobús a otro campo, en la cercana aldea de Bezimenne (que en ruso significa «sin nombre»), donde las fuerzas rusas y de la RPD mantenían a otros seiscientos detenidos, entre ellos algunas mujeres. Al llegar al campamento, Taras vio un grupo de tiendas de campaña azules y blancas. El mes anterior, el periódico estatal ruso Rossiskaya Gazeta había reconocido la existencia del campo, afirmando que los ucranianos eran conducidos allí para evitar que «se infiltraran en Rusia a través de los campos o se disfrazaran de refugiados para evitar el castigo».
En Bezimenne, cada detenido era fotografiado por los cuatro costados, se le tomaban las huellas dactilares y se le sometía a otro cacheo al desnudo. Todos los que tenían un teléfono móvil debían entregarlo y proporcionar la clave de acceso; los funcionarios del campo revisaban las fotografías, los mensajes de texto y los historiales de navegación. Conectaban los dispositivos a un ordenador y registraban sus números de serie de quince dígitos.
En una tienda de campaña, Taras fue interrogado por miembros del Servicio Federal de Seguridad de Rusia, el principal sucesor de la KGB. ¿Qué opina del gobierno de Kiev? ¿Sobre las autoridades locales de Mariupol? ¿Tenía familiares que sirvieran en el ejército ucraniano? ¿En los batallones de voluntarios? ¿Tenía algún conocido en Rusia? Taras respondió a cada pregunta con tacto pero con la verdad. Dijo a sus interrogadores que creía que Mariupol había prosperado antes de la «operación especial» de Rusia, y que nunca había conocido a un fascista en su vida.
De vez en cuando, un interrogador, por lo que parecía ser frustración o aburrimiento, se salía del guión. Y a veces incluso la respuesta aparentemente correcta no era suficiente. Si un detenido decía que no aprobaba el gobierno de Kiev, su interrogador podía insistir en que explicara por qué no lo aprobaba. Taras no podía entender lo que estaba sucediendo. ¿Estaban estos interrogatorios destinados a obtener información fiable? ¿O todo este humillante procedimiento era una especie de escrutinio ideológico?
Después, un funcionario del campo le entregó un trozo de papel azul con el sello «P.F. Bezimenne». P.F. significaba Punto de Filtración. Taras supuso que había «superado» la filtración y que podía volver a casa. En cambio, los hombres fueron enviados de vuelta a la prisión improvisada de Kozatske. Les quitaron los recibos de filtración.
Las semanas siguientes adquirieron un ritmo sombrío. Los detenidos solo tenían la ropa que llevaban puesta el día en que fueron detenidos. Aparecieron casos de lo que parecía ser neumonía o COVID, pero los soldados no les proporcionaron ayuda ni medicamentos. Cuando uno de los detenidos enfermos empezó a desmayarse, los demás suplicaron que se llamara a una ambulancia, sin éxito. Varias horas después, el hombre estaba muerto. Los guardias ordenaron a dos detenidos que trasladaran el cuerpo al gimnasio.

(Foto de Tako Robakidze para The New Yorker)
Los guardias no explicaban nada. Los detenidos que insistían demasiado en sus preguntas eran golpeados. Un hombre especialmente angustiado suplicó que lo dejaran en libertad por su madre, de la que dijo que estaba paralizada y sola en casa. Más tarde se enteró de que había muerto, probablemente de hambre. Los guardias tampoco permitieron que su hijo saliera del campo para asistir a su funeral.
Uno de los hombres utilizaba un trozo de tiza para marcar cada día que pasaba. La comida se servía una vez por la mañana y otra por la tarde. En mesas comunales destinadas a los niños, los hombres comían un simple arroz o macarrones, que un detenido dijo más tarde que «parecían pegamento». El ajo silvestre crecía alrededor del perímetro del edificio, y Taras empezó a comer bulbos enteros como si fueran manzanas. El agua, que había que llevar al campo, se distribuía cada dos días. A menudo no había suficiente para todos. En las aulas, los detenidos utilizaban un truco carcelario de la época soviética para hervirla y descontaminarla, colocando un extremo de un cable metálico en una jarra de agua e introduciendo el otro en una toma de corriente. Aun así, la diarrea se extendió por el campo.
Al no haber retretes en funcionamiento, los detenidos hacían sus necesidades en un campo. De vez en cuando, alguno hacía de las suyas o intentaba huir. Según Taras, ninguno de los intentos de fuga tuvo éxito. A veces los soldados tiraban a un hombre al suelo y le ataban las muñecas a la espalda con cinta adhesiva. A la vista de los demás, lo arrastraban hasta un coche y se lo llevaban. Con el tiempo, los guardias permitieron a algunos de los hombres salir del campo durante el día, para trabajar en las granjas cercanas y así poder comprar comida y cigarrillos adicionales en una tienda local. Por la noche, siempre regresaban; había puestos de control militares en todas las direcciones y, en la RPD, un ucraniano capturado sin documentación se arriesgaba a un destino peor que la detención indefinida.
Inexplicablemente, los teléfonos móviles de los detenidos les eran devueltos tras la inspección. Taras pasó el tiempo mirando viejas fotos de días mejores: selfis con su novia, a la que había conocido en Instagram dos años antes; instantáneas de un viaje a París. No había forma de contactar directamente con los familiares en Mariupol, que seguía sin servicio de telefonía móvil. Pero la escuela tenía Wi-Fi y los hombres podían seguir las noticias. Algunos tenían conexiones con el gobierno de la RPD. Llamaban para intentar obtener respuestas. «Te liberarán pronto», le dijeron a uno. A otro le informaron de que «te trasladarán a Rusia», y a otro de que las fuerzas armadas de la RPD «te movilizarán y te enviarán al frente». Uno de los cautivos incluso hizo una llamada a las autoridades de la RPD «Me han robado el pasaporte», escuchó decir Taras al hombre. «Me retienen contra mi voluntad». Pasaron varias horas. Llegó un coche de la policía local. Los guardias del campo llamaron al detenido.
«¿Presentaste una denuncia?», preguntó tranquilamente un agente de policía.
«Lo hice», respondió el detenido.
Un soldado ruso se acercó y le entregó al detenido su pasaporte.
«Bueno, ¿tiene usted su pasaporte?», le preguntó el oficial.
El detenido dudó. «Sí».
«¿Quiere saber por qué está aquí?», dijo el oficial. «Ahora irás a un lugar donde te explicarán todo lo que necesitas saber».
Cuatro días después, la policía local devolvió al hombre al campamento. Los otros detenidos lo acribillaron a preguntas. ¿Adónde había ido? ¿Qué le dijeron? ¿Cómo lo trataron? No tenía marcas físicas de abusos, pero estaba claramente conmocionado. Por fin, dijo que lo habían llevado a una prisión en algún lugar de Donetsk y que lo habían dejado en una celda con un solo trozo de pan. Guardó silencio, negándose a responder más preguntas, y se retiró a su colchoneta.
Más de dos semanas después de la detención de los hombres, Taras llamó a la línea de atención a personas desaparecidas del Departamento de Policía.
«¿Cuál es el nombre de la persona desaparecida?», preguntó el operador.
Taras dio su propio nombre, fecha de nacimiento y ciudad de residencia. Oyó cómo la operadora introducía la información. Respiró profundamente y los músculos de su mandíbula se tensaron.
Tras un minuto de búsqueda, el operador respondió: «El individuo pasó por la filtración el 14 de abril y fue devuelto a Mariúpol».
El pánico se apoderó de Taras y su corazón se aceleró. Le contó la llamada a un compañero, que quiso que preguntó por él. El operador le informó de que él también había pasado la filtración y había sido liberado.
Otro detenido llamó. Luego otro. En total, media docena de hombres llamaron a la línea directa de personas desaparecidas y recibieron la misma respuesta. Todos habían pasado la filtración el 14 de abril. Habían sido liberados y devueltos sanos y salvos a sus comunidades en Mariúpol.
A mediados de junio, en un café al aire libre en Tiflis, la capital de Georgia, conocí a Tanya Lokshina, investigadora principal de Human Rights Watch y última directora de su oficina en Moscú. Dos meses antes, el Ministerio de Justicia ruso había «cancelado» la organización. Lokshina, que tiene un pelo rojo radiante, llevaba una blusa bordada y pulseras de cuentas, dando la impresión de ser una profesora de una universidad de artes liberales. Había supervisado la oficina durante nueve de sus treinta años de funcionamiento y, como el resto de sus colegas, vivía y trabajaba en el exilio.
Mientras tomaba un café turco y fumaba cigarrillos locales, Lokshina me contó que, el 24 de febrero -apenas unas horas antes de que Vladimir Putin lanzara su invasión, cuando gran parte del mundo aún creía que iba de farol-, preparó una «pequeña maleta llena de trajes de baño» y tomó un vuelo con destino a Cancún, un viaje de vacaciones de invierno largamente planeado para su hijo de nueve años. Cuando el avión aterrizó, encendió su teléfono y se enteró de que los tanques rusos habían entrado en Ucrania. La playa tendría que esperar. Lokshina y su hijo volaron al norte de California. Él se quedó allí con unos parientes, y ella pasó las siguientes treinta y seis horas viajando a Polonia para recopilar testimonios de refugiados ucranianos. Continuó sus entrevistas en la frontera de Moldavia con Ucrania. En abril, hizo un breve viaje a Moscú para desmantelar la oficina de H.R.W., antes de dirigirse a Kiev y Lviv, en el oeste de Ucrania, para reunirse con personas que habían sido sometidas a filtraciones en los territorios ocupados. Tras varias semanas, recogió a su hijo y se trasladó definitivamente a Tiflis.
Lokshina cree que la red rusa de centros de filtración sirve a múltiples imperativos estratégicos relacionados, entre ellos, con procesar a los civiles para su traslado a Rusia, detectar combatientes y saboteadores, recopilar inteligencia militar, solicitar falsos testimonios de crímenes de guerra cometidos por soldados ucranianos, recopilar datos personales de la población civil y purgar los territorios ocupados de residentes insuficientemente leales a Moscú.
Un portavoz del Servicio Federal de Seguridad de Rusia ha declarado que la filtración tiene una intención más estrecha: capturar a «fugitivos de la justicia». El Ministerio del Interior de la RPD dijo que las «medidas de filtración» eran necesarias para interceptar a «personas afiliadas a las fuerzas de seguridad de Ucrania, participantes en batallones nacionalistas, miembros de grupos de sabotaje y reconocimiento, así como a sus cómplices».
Estas justificaciones oficiales no son del todo espurias. En agosto, el Times entrevistó a varios «partisanos» ucranianos, combatientes que operan en los territorios ocupados. En todo menos en el nombre y el atuendo, son soldados en activo, que trabajan en células clandestinas que se desconocen incluso entre sí. En Crimea, los partisanos ayudaron a volar una base aérea rusa. En Zaporizhzhia, envenenaron a un grupo de unos quince soldados rusos. Según el Times, «los combatientes atacan sigilosamente en entornos que conocen íntimamente, utilizando coches bomba, trampas explosivas y asesinatos selectivos con pistolas, y luego se mezclan con la población local».
Sin embargo, aunque el objetivo inicial de la filtración era un objetivo militar limitado -disgregar a los civiles y a los combatientes-, el proceso se convirtió rápidamente en algo grotesco. Gran parte de la población masculina del sureste de Ucrania ha sido interrogada y liberada, internada, deportada, desaparecida o asesinada. Según una evaluación del Consejo Nacional de Inteligencia de Estados Unidos, «a los que se considera que no son una amenaza se les puede expedir documentación y se les permite permanecer en Ucrania con ciertas restricciones. Los que se consideran menos amenazantes se enfrentan a la deportación forzosa a Rusia. Los considerados más amenazantes probablemente sean detenidos en prisiones». Uladzimir Shcherbau, funcionario de la Misión de Observación de los Derechos Humanos de la ONU en Ucrania, me dijo: «Si tienes un fondo azul y amarillo en tu teléfono, no te libras de la filtración, y punto».
Se desconoce el número exacto de ucranianos retenidos en centros de filtración en Rusia y los territorios ocupados. Según la propia Rusia, casi cuatro millones de ucranianos ya han sido sometidos a algún tipo de filtración y han sido «evacuados» a Rusia, algunos tan al este como Vladivostok, cerca de la frontera rusa con Corea del Norte. (Estados Unidos ha calculado el número entre novecientos mil y 1,6 millones). Ilya Nuzov, abogado de origen ruso y director de la división de Europa del Este y Asia Central de la Federación Internacional de Derechos Humanos, ha calificado el sistema de filtración de Rusia como «un programa para facilitar el traslado forzoso de una gran parte de la población, que podría equivaler a crímenes de guerra y contra la humanidad».
En mayo, Andrey Turchak, un alto funcionario del Partido Rusia Unida de Putin, visitó Kherson, una ciudad portuaria estratégica junto al Mar Negro que había caído en manos de las fuerzas rusas a principios de la guerra, y anunció que «Rusia está aquí para siempre… No habrá vuelta al pasado». Unas semanas más tarde, un miembro de la Duma Estatal escribió que «la admisión de la región de Kherson en Rusia será completa, similar a la de Crimea». El 27 de junio, Kirill Stremousov, jefe adjunto de la administración militar-civil de Jerson, creada por Rusia, anunció en Telegram que la ciudad se estaba preparando para un referéndum. Yevgeny Balitsky, el gobernador instalado por Rusia en Zaporizhzhia, dos tercios de la cual están bajo control ruso, hizo lo mismo. Durante un foro llamado «Estamos con Rusia», declaró: «Firmo la orden para que la Comisión Electoral Central inicie los preparativos para celebrar un referéndum sobre la reunificación de la región de Zaporizhzhia con la Federación Rusa». La noche anterior, en un discurso a la nación, el presidente Zelensky había dicho: «No renunciaremos a nada de lo que es nuestro… Si los ocupantes siguen el camino de los pseudoreferendos, cerrarán para sí mismos cualquier posibilidad de conversaciones con Ucrania y el mundo libre».
Michael Carpenter, embajador de Estados Unidos ante la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, me dijo que Rusia está intentando asegurarse una «población más dócil y flexible» en los territorios del sureste. «En el Pentágono existe un término, ‘preparación operativa del entorno’, que en lenguaje militar significa crear las condiciones para el control», dijo. En agosto, el Laboratorio de Investigación Humanitaria de la Escuela de Salud Pública de Yale identificó veintiuna aparentes instalaciones de filtración en Donetsk; se trataba de la evaluación más exhaustiva hasta la fecha de lo que los investigadores de Yale denominaron un «aparato de selección y detención extrajudicial a gran escala». (Dos meses antes, el Consejo Nacional de Inteligencia de Estados Unidos había identificado dieciocho). Utilizando imágenes de satélite de alta resolución, encontraron «dos zonas distintas de marcas de tierra alteradas… posiblemente consistentes con posibles fosas individuales o masivas». Los detenidos que fueron liberados de algunas de las instalaciones identificadas por los investigadores informaron de «insuficiencia de alimentos y agua potable, exposición a los elementos, denegación de atención médica» y «uso de descargas eléctricas, condiciones extremas de aislamiento y agresiones físicas».
En una reciente reunión del Consejo de Seguridad de la ONU, Linda Thomas-Greenfield, embajadora de Estados Unidos ante la ONU, dijo que el programa ruso de filtración y transferencia de masas estaba siendo supervisado de cerca y coordinado por el Kremlin. También señaló que Rusia estaba «imponiendo su plan de estudios en las escuelas e intentando que los ciudadanos ucranianos solicitaran pasaportes rusos». Dijo que el ímpetu de todas estas medidas era claro: «preparar un intento de anexión». Vasily Nebenzya, embajador de Rusia ante la ONU, desestimó las declaraciones de Thomas-Greenfield como un «nuevo hito en la campaña de desinformación desatada por Ucrania y sus patrocinadores occidentales».
Siete meses después de la guerra, los planes más amplios de Rusia para Ucrania están ahora más desordenados que en cualquier otro momento desde el comienzo de la invasión. Recientemente, tras un prolongado estancamiento, el ejército ucraniano recuperó más de mil millas cuadradas de territorio en el noreste del país. «La realidad en torno a Kharkiv hace que la situación sea extremadamente volátil», me dijo Hubertus Jahn, estudioso de la historia imperial rusa en la Universidad de Cambridge. La semana pasada, las administraciones instaladas por Rusia en Luhansk, Donetsk, Kherson y Zaporizhzhia procedieron a celebrar referendos. Según la Comisión Electoral Central de Rusia, los resultados a favor de la adhesión a la Federación Rusa oscilaron entre el ochenta y siete por ciento, en Kherson, y el noventa y nueve por ciento, en Donetsk.
A falta de un cambio drástico de fortuna en el campo de batalla, o del despliegue de armas no convencionales -lo que podría atraer a las fuerzas de la OTAN a la guerra-, el objetivo más realista de Moscú puede ser ahora consolidar su control sobre las regiones destruidas, unas cuarenta mil millas cuadradas que contienen ricas tierras de cultivo y minas de inmenso valor. En una reciente conferencia de prensa, Putin dijo que éste era su «principal objetivo», sin mencionar la «desmilitarización» o «desnazificación» de todo el país, como había declarado anteriormente. A la semana siguiente, ordenó una movilización «parcial» de hasta trescientos mil reservistas. El viernes, durante una ceremonia en el Kremlin, anunció que Rusia había adquirido «cuatro nuevas regiones», dando la bienvenida a los residentes de esos territorios como «compatriotas para siempre». Asistieron los cuatro jefes de las delegaciones; en un momento dado, se apiñaron y estrecharon las manos de Putin, coreando «¡Rusia! ¡Rusia!»
Stephen Biddle, analista de defensa de la Escuela de Asuntos Internacionales y Públicos de la Universidad de Columbia, me dijo: «Putin podría replegarse a cualquier posición que considere defendible, atrincherarse y prolongar la guerra, apostando a que su posición política puede sobrevivir al sufrimiento a largo plazo». Si los republicanos estadounidenses ganan en otoño y en 2024, podría tener razón: un presidente Trump abandonaría rápidamente Ucrania, y un Congreso republicano trumpista podría abandonarlos antes».
Sean cuales sean los objetivos finales del Kremlin, Lokshina, de H.R.W., dijo que está claro que los rusos también están utilizando la filtración y los traslados de población con fines propagandísticos en casa: «Su respuesta a los siete millones de ucranianos que huyen a la Unión Europea es, bueno, nosotros recibimos cuatro millones, así que no solo huyen hacia ustedes, sino también hacia nosotros». En la televisión estatal rusa, los grupos de refugiados transportados en tren a sus destinos asignados han sido recibidos con fanfarrias por grandes multitudes y equipos de televisión. En Tula, una ciudad industrial a ciento veinte millas al sur de Moscú, un funcionario local dijo a los periodistas estatales: «Los desplazados tendrán unas condiciones de vida cómodas y todo lo que necesiten”.
Shcherbau, de la Misión de Observación de los Derechos Humanos de la ONU en Ucrania, advirtió que no se debe extrapolar demasiado de las experiencias de los supervivientes. «Debemos tener cuidado con los prejuicios de los supervivientes», dijo. «¿Cuál es el riesgo estadístico de ser sometido a tortura? ¿Cuál es la duración media de la detención? ¿Qué ocurre con los individuos que no pasan la filtración? No tenemos respuestas claras a estas preguntas. Todavía no se conocen los peores casos».
Tras casi tres semanas de cautiverio, Taras estaba desesperado. Pasaba horas cada día desplazándose por los canales de Telegram dedicados a cubrir la guerra, con la esperanza de encontrar cualquier información que pudiera ayudarle a escapar. En un momento dado, encontró la página de un periodista ruso de la oposición llamado Eduard Burmistrov, que ahora vivía exiliado en Tiflis. El 3 de mayo, Taras lanzó un Ave María. Justo antes de la medianoche, escribió a Burmistrov: «Buenas noches, soy de Mariúpol. Después de todo lo que hemos vivido, ahora nos han llevado a un pueblo contra nuestra voluntad y nos han quitado los documentos».
Burmistrov había formado parte de la plantilla de TV Rain, el último canal de televisión independiente de Rusia. El 1 de marzo, el gobierno ruso bloqueó la emisora, por emitir «información falsa» sobre la operación militar especial de Rusia en Ucrania. El personal de TV Rain, imposibilitado de llamar a la guerra «guerra» sin arriesgarse a largas penas de prisión, emitió su última emisión desde Rusia en YouTube y cerró sus oficinas indefinidamente. La mayor parte del personal huyó en pocos días, a Estambul, a Ereván, a cualquier lugar donde pudieran reservar vuelos. Burmistrov había volado a Serbia, luego a Turquía, antes de llegar a Tiflis, que se estaba convirtiendo rápidamente en uno de los mayores centros para los disidentes rusos exiliados.
Burmistrov presionó a Taras para que diera más detalles. Taras escribió: «Pido el anonimato, pero nuestra situación debe hacerse pública». Comenzó a enviar fotografías y vídeos cortos desde el interior del campo de Kozatske. «Por decirlo suavemente, las condiciones no son para humanos… Nos alimentan lo justo para que no muramos… Dormimos en viejos colchones enrollados en aulas y pasillos… Nos vigilan tres policías militares con ametralladoras… Sin nuestros pasaportes y papeles de filtración, no somos nada ni nadie».
Taras envió una ráfaga de mensajes a Burmistrov: «Una persona ha tenido una mini-apoplejía… Todos estamos enfermando… Todo el mundo tose. Vamos al baño en el campo. Comemos con cucharas que ya no se lavan. No hay agua corriente… No hay respuestas a nuestras preguntas sobre por qué estamos retenidos y cuándo seremos liberados». Con el permiso de Taras, Burmistrov pensaba publicar algunos aspectos del relato. «Esto no puede retrasarse», escribió Taras. «Si nos pasa algo, ¡¡¡¡¡¡¡el mundo debe saberlo!!!!!!!». Luego, por temor a que su teléfono fuera inspeccionado, Taras borró todo el intercambio.
Unas horas más tarde, Burmistrov se puso en contacto con dos antiguos colegas de TV Rain que emitían desde el exilio en Tiflis, en un canal de YouTube que habían creado con sus propios nombres, Borzunova-Romensky. En la sección «Acerca de» de su página, escribieron: «Pueden cerrar todos los medios de comunicación, pero todavía tenemos algo que contaros». A la mañana siguiente, publicaron un breve segmento con los vídeos y fotos filtrados de Taras, junto con un mensaje de texto anónimo que había enviado relatando su calvario.
Burmistrov preguntó a Taras si le parecía bien compartir su historia con una «buena organización dirigida por chicos de Rusia», llamada Helping to Leave. «Trabajan con organizaciones ucranianas y ayudan a los refugiados a llegar a Georgia», escribió Burmistrov. Taras dijo que sí.
Helping to Leave tenía su sede regional en una oficina a un par de manzanas de la avenida Shota Rustaveli, la vía principal de Tiflis. Cuando pasé por allí una tarde de junio, media docena de voluntarios, en su mayoría exiliados rusos de veintitantos años, me esperaban fuera. Una de las voluntarias estaba casada con un ucraniano que llevaba suministros humanitarios al frente. Llevaba tatuado «NO» en un párpado y «GUERRA» en el otro; se me ocurrió que mostrar su rostro en Rusia era ahora un delito. Llovía a cántaros y nos sentamos en sillas de plástico bajo el tejado. Todo el mundo fumaba.
Los voluntarios habían creado el grupo el 24 de febrero, el día en que Rusia lanzó su invasión. En los últimos siete meses, han ayudado o facilitado el paso seguro de decenas de miles de ucranianos fuera de las zonas de combate activas y del territorio controlado por Rusia. Sus operadores trabajan las 24 horas del día, proporcionando información sobre los corredores de evacuación y organizando el alojamiento, la atención médica y el apoyo psicológico y jurídico para las personas que esperan salir. La mayor parte del trabajo se realiza a distancia, a través de Telegram, por una red de más de cuatrocientos voluntarios examinados y formados con base en toda Europa, así como en Estados Unidos, Canadá, Israel y Tailandia; la organización también coordina con simpatizantes dentro de Rusia.
Tras conectar con Taras, el grupo se puso a trabajar en un plan para rescatarlo a él y a los demás hombres del campo. Polina Murygina, abogada de Helping to Leave, pidió a Taras los nombres de sus compañeros detenidos. «Enviaremos una lista de las personas concretas cuya seguridad nos preocupa a las autoridades de Ucrania, Rusia y la RPD», escribió Murygina.
«Estoy un poco preocupado», respondió Taras. «¿No podría ser peor para nosotros?».
«En condiciones de guerra e incertidumbre, es difícil predecir qué es lo correcto», respondió Murygina. «Pero, por mi experiencia, si las autoridades saben que nosotros sabemos exactamente quién está retenido, eso disminuye la probabilidad de que ocurra algo terrible».
Al día siguiente, Taras envió los nombres de veintidós de los casi doscientos hombres del campamento. «Estoy seguro de ellos», escribió. «Pero recopilar más nombres es muy difícil. La gente tiene miedo y no confía en nadie».
Taras comenzó a mantener correspondencia con una voluntaria de Helping to Leave llamada Anna, una mujer rusa que vive en Estocolmo. Se había enterado de que dos hombres del cercano campo de Bezimenne, donde inicialmente fue filtrado, habían desaparecido tras filtrar tres vídeos al alcalde de Mariúpol. La oficina del alcalde había publicado los vídeos en Telegram, con una descripción: «Imágenes desde el centro de un campo de filtración. Un verdadero gueto». Taras envió un mensaje de texto diciendo que “los militares se llevaron a los filtradores a un lugar desconocido. Si alguien llama, eso es todo, puede que me lleven».
Los investigadores de H.R.W. localizaron y entrevistaron a la esposa de uno de los desaparecidos. «Me envió una copia del vídeo ese mismo día. Hice todo lo posible para convencerle de que no lo publicara», les dijo. «Vi ese vídeo en las redes sociales y también lo recogió la prensa… Mi marido dejó de ponerse en contacto. La familia de nuestro vecino también dejó de saber de él». Más tarde se enteró de que los agentes de seguridad de la RDP se habían llevado a los dos hombres a la tristemente célebre colonia penal de Olenivka y que se les acusaba de realizar una grabación no autorizada y de difundir información falsa sobre las autoridades de la RDP. «Su destino y paradero siguen sin confirmarse», escribieron los investigadores en un informe recientemente publicado sobre los campos de los territorios ocupados. «Deben ser tratados como presuntas víctimas de desapariciones forzadas».
En Kozatske, los guardias comenzaron a presionar a los detenidos sobre las filtraciones. «¿Por qué coño estáis grabando?» Taras oyó gritar a un guardia, a un hombre que había estado apuntando con su teléfono móvil a su comida. «Solo estáis empeorando las cosas».
Taras se apresuró a enviar un mensaje de texto a Burmistrov: «Eduard, por favor, elimina el post de Telegram. Quería que el mundo lo viera, pero la gente está desapareciendo». Burmistrov borró su mensaje, pero era demasiado tarde: las fotos ya se habían compartido ampliamente.
Burmistrov hizo un seguimiento al día siguiente, enviando un mensaje de texto: «¿Cómo estáis por ahí?».

«Han venido hombres con pasamontañas», respondió Taras. «Parecen auténticos matones…”
Recorrieron el perímetro de la escuela con nuestros pasaportes», que estaban guardados en una caja de cartón. Y añadió: «Me pondré en contacto contigo para que estés al tanto de todos mis movimientos, por si de repente desaparezco de la comunicación».
Pasó otra semana sin noticias. «Sigo allí», le envió Taras un mensaje a Anna. «Enfermo desde hace varios días».
Cuando Taras se despertó el 24 de mayo, habían pasado cuarenta y un días desde que se lo llevaron a él y a los demás detenidos. Poco después de un desayuno de macarrones fríos, les llamaron al exterior. Un oficial de policía del RPD estaba de pie con un soldado ruso, y Taras y los otros hombres se reunieron en un círculo alrededor de ellos. «Hemos recibido una orden», dijo el oficial. «Os vamos a liberar». Los guardias empezaron a decir los nombres de los hombres, uno tras otro, y a devolverles sus pasaportes, junto con los recibos de la filtración. Los hombres se abrazaban, lloraban. «¡Taras!», gritó uno de los guardias.
A la 1:03 de la tarde, Taras envió un mensaje de texto a Anna: «Nos dejan ir». Envió un meme de Elon Musk con lágrimas corriendo por sus mejillas, y escribió: «No lo creemos». ¿Por qué ahora? se preguntó Taras. ¿Fue por sus filtraciones a Burmistrov? ¿Una intervención por el canal de atrás de Helping to Leave? ¿La maniobra de un administrador local simpatizante? Los hombres estaban siendo liberados tal y como habían sido detenidos, sin ninguna explicación. Seis minutos después, Taras envió a Anna una nota de voz. «Nos han devuelto los pasaportes», dijo. «Los que puedan salir por su cuenta pueden irse». Consiguió contactar con un conocido que tenía servicio de móvil, que accedió a venir a recogerlo. «Dentro de una semana intentaré salir del país», le dijo a Anna. «No me escribas durante unos días. Escribe ahora O.K. y lo borraré todo. Estaré en contacto».
Cuando se llevaron a Taras, en abril, los árboles estaban desnudos. Ahora todo estaba verde, floreciendo. Tras casi seis semanas de cautiverio, se reunió con su familia. Se sentaron en el patio trasero, ante una comida de pan, sopa y cebollas verdes frescas. Sus parientes no dejaban de llorar y le servían ronda tras ronda de samohon, alcohol ilegal ucraniano. Era evidente para todos ellos que Taras no podría quedarse mucho tiempo. No se podía predecir cuándo volverían los hombres de camuflaje. Tres días después, estaba en la carretera, conduciendo un coche que le había dejado un amigo que ya estaba fuera del país.
Los voluntarios de Helping to Leave ayudaron a coordinar la ruta de Taras. Viajar hacia el oeste no era una opción; las fuerzas rusas habían bloqueado efectivamente todos los corredores de evacuación. Recordó el aspecto de las carreteras en marzo, cuando uno de cada tres coches que se dirigían en esa dirección volvía acribillado. Había observado una furgoneta que volvía con todos sus pasajeros tapándose la boca y la nariz. Uno de los pasajeros estaba muerto, le habían disparado cuando intentaba salir. La frontera con Georgia estaba a más de seiscientos kilómetros al sureste de Mariupol. Para llegar allí, Taras tenía que atravesar una franja del sur de Rusia.
Pasó por dieciocho puestos de control militares. Incluso con su recibo de filtración, le interrogaron y a veces le hicieron desnudarse. Un trayecto que en tiempos de paz dura unas quince horas se alargó tres veces más. En un momento dado, un funcionario del Servicio Federal de Seguridad ruso examinó el teléfono de Taras, sin encontrar nada de interés, salvo una fotografía de su novia. Acercó y alejó sus rasgos. «¿Esta es tu chica?», le preguntó a Taras, sin levantar la vista. «Sí», respondió Taras. El funcionario la miró durante un minuto antes de devolverle el aparato. «¿Por qué huyen todos?», preguntó el funcionario. «¿Quién va a defender la patria?»
Taras no tenía rublos y sus tarjetas bancarias ucranianas no funcionaban en ningún cajero automático ruso, así que Helping to Leave organizó dos recogidas. Taras llegaba a un lugar designado y alguien le daba el dinero suficiente para repostar y llegar a la siguiente parada. Esto era un riesgo para ambas partes, ya que requería fe y confianza entre completos desconocidos, ciudadanos de naciones enemigas, pero Taras no tenía otra opción. Tras el primer intercambio, se detuvo para pasar la noche en un motel de carretera y envió a Anna una última nota de voz. «Gracias por tu ayuda y apoyo moral», dijo. Tumbado en una cama limpia, con el estómago lleno, dijo, se sentía abrumado por la culpa. «Estoy comiendo, duchándome, yendo a dormir sobre sábanas blancas, viviendo como un ser humano, mientras mi familia sigue allí. Me siento tan culpable por todo esto… Lo siento».
En junio, conocí a Taras en un hotel donde se alojaba, en las afueras de Tiflis. Es alto y desgarbado, y llevaba una camiseta de fútbol con el logotipo del club de fútbol de Mariúpol, y parecía menos un prisionero de guerra reciente que el hermano pequeño de alguien. Salvo un poco de luz solar que entraba por una fina cortina, la habitación estaba a oscuras. En un rincón había una maleta negra sobrecargada. Encontramos una mesa abajo, en la cafetería del hotel. Había un desayuno ligero, pero Taras no estaba comiendo. «Aquí hay macarrones», dijo. «Estoy seguro de que son buenos macarrones, pero no puedo ni mirarlos».
En la frontera con Georgia, dijo Taras, se sometió a una última ronda de interrogatorios hostiles por parte de los funcionarios rusos. Finalmente, tras pasar por la aduana, exhaló profundamente. «Me derrumbé», me dijo. Lloró mientras conducía, sintiendo un torbellino de dolor y alivio, culpa y gratitud. De vez en cuando, paraba, se sentaba en el capó del coche y se quedaba mirando las montañas del Cáucaso. «En el campo y en los controles militares, tenía que elegir mis palabras con mucha precaución», dijo. Cada frase era un riesgo. «Ahora no necesito filtrar mis pensamientos. No necesito esconderme».
Una mujer joven estaba comiendo sola en una mesa cercana. Taras la miraba periódicamente. Le pregunté si la conocía. Sonrió. Era su novia de Mariúpol. Hasta hace una semana, no se habían visto durante ciento un días. Durante la mitad de ese tiempo, cada uno no sabía si el otro seguía vivo. Después de que su edificio de apartamentos fuera bombardeado, el 20 de marzo, ella y su familia huyeron de la ciudad. Al salir, Taras pasó por delante de su bloque. «Está todo destruido», dijo. «Han borrado toda su calle: solo hay escombros por todas partes, una pesadilla». Primero se fue a Bulgaria y luego vino a Tiflis para estar con Taras. «Anoche, íbamos caminando por el casco antiguo y oímos a dos tipos que caminaban detrás de nosotros hablando en ruso», cuenta Taras. Sin discusión, él y su novia se encontraron caminando más rápido. «Fue como un reflejo. Sé que no es correcto. Probablemente son personas normales que huyen de Putin, pero ahora mismo no puedo evitarlo».
Taras dijo que ambos habían tenido sueños terribles, asaltados en su sueño por visiones de soldados armados, salas de interrogatorio y las miserables ruinas de su ciudad natal. Casi todas las noches se encontraba de nuevo en el campo de filtración. Se despertaba con un sudor frío, pensando en el número incalculable de hombres que seguían retenidos por las fuerzas rusas. «Son recuerdos permanentes», dijo. «Vives con ellos y ya está. Intentas distraerte, intentas vivir tu vida».
Taras se excusó. Tenía que preparar el coche. Desde el comienzo de la guerra, unos veintiséis mil refugiados ucranianos han entrado en Georgia, pero hay poco trabajo y aún menos apoyo gubernamental. El 1 de agosto, el gobierno municipal de Tiflis suspendió un programa, vigente desde principios de marzo, que ofrecía habitaciones de hotel gratuitas a los refugiados ucranianos. Muchos se habían trasladado a la Unión Europea. Taras y su novia planeaban ir a Polonia, donde tenían amigos que podían ayudarles a empezar de nuevo.
La siguiente vez que hablamos, por videochat a través de Telegram, estaban en un suburbio a pocos kilómetros al noroeste de Gdańsk, una ciudad portuaria polaca a orillas del mar Báltico. Taras me mostró con orgullo su apartamento de dos dormitorios. Salió al balcón para compartir una vista de la tranquila calle residencial. «Es muy bonito», dice. «Hay zonas como ésta en Estados Unidos, ¿verdad?». Señaló con su teléfono hacia un largo camino de entrada pavimentado. «Estas plazas de aparcamiento locas».
Durante nuestras conversaciones, Taras expresó una mezcla de resignación por la situación actual y de esperanza por el futuro. Él y su novia ya podían acceder a sus cuentas bancarias, pero sus ahorros eran escasos; él aspiraba a encontrar trabajo pronto, en recursos humanos, o en automóviles. «Mañana iremos a la oficina de la ONU», dijo. «Tal vez se solucione algo». El aire zumbó de repente con el sonido de un avión que sobrevolaba la nueva casa de Taras. Levantó la vista y soltó una breve y nerviosa carcajada. «Hay un aeropuerto justo al lado del barrio», dijo. «Todavía tengo la sensación… de que estoy esperando una explosión».
Dos días antes, las autoridades municipales de Gdańsk habían cambiado el nombre de una de las principales plazas de la ciudad por el de Mariúpol Heroica. «Volveremos a nuestra ciudad», dijo Taras, «pero sólo cuando vuelva a ser Ucrania». Después de toda la muerte y destrucción que él y su novia habían presenciado, estaban ansiosos por traer una nueva vida al mundo. «Nuestros hijos tendrán nombres ucranianos», dijo. «Serán ciudadanos ucranianos». Confiaba en que, tras la guerra, la UE y Estados Unidos ayudarían a reconstruir su ciudad.
A veces, Taras hablaba de Mariúpol no como un lugar real en el mundo, bajo la ocupación temporal de la Federación Rusa, sino como un recuerdo o un sueño, una ciudad fantasma situada en algún lugar del pasado lejano. «Me gustaría mucho volver allí, pero Mariúpol ya no existe», dijo Taras. «No hay ningún lugar al que regresar».
Este artículo ha recibido el apoyo del Centro Pulitzer.
Ilustración de portada: Que la filtración sea un procedimiento normal o algo peor depende de cómo se ejecute y con qué fin (Mike McQuade).