Tamam Abusalama, The Electronic Intifada, 10 febrero 2023
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Tamam Abusalama es una profesional de la comunicación palestina que vive en Bélgica. Su trabajo incluye hacer campaña por los derechos de los refugiados.
Empecé mi viaje por la salud mental hace unos años.
Desde la Operación Plomo Fundido -el principal ataque de Israel contra Gaza a finales de 2008 y 2009- me he sentido atormentada.
Durante aquella ofensiva, mi padre recibió una llamada telefónica de alguien que trabajaba en el Comité Internacional de la Cruz Roja. La persona que llamó nos dijo que deberíamos evacuar nuestra casa en cinco minutos. Israel estaba a punto de bombardearla.
Aunque el bombardeo de nuestra casa no llegó a materializarse, desde entonces he tenido la sensación de estar corriendo para salvar mi vida. Pero esa sensación no solo no me ha abandonado nunca, sino que se ha vuelto mucho más intensa.
Tras otra ofensiva israelí contra Gaza en 2021, la sensación vino acompañada de un sentimiento más general de ansiedad.
Mi madre, Halima, tuvo un ataque de pánico durante esa ofensiva. Me llamó desde Gaza y me dijo: «Hay bombardeos por todas partes. Quieren matarnos a todos. Pronto moriremos». Me instó a que hiciera algo para salvarles la vida.
He seguido yendo a mis sesiones de terapia porque lo único que quiero es sentirme bien de mente, cuerpo y alma. A pesar de las sesiones, mis problemas siguen siendo graves.
Dolor insoportable
He empezado a tener un dolor insoportable en el vientre, junto con otros síntomas desagradables: entumecimiento en los brazos, un nudo en la garganta, pérdida de apetito, problemas digestivos. He ido a ver a un total de siete especialistas en Bélgica, donde vivo ahora. La mayoría me dijeron lo mismo: «Has estado expuesta a muchos traumas y angustias».
Como resultado, me han diagnosticado daños en el nervio vago. Se extiende desde el tronco encefálico hasta parte del colon y es el nervio craneal más grande. De él dependen las funciones de «reposo y digestión» del organismo. El nervio transmite señales entre el cerebro, el corazón y el sistema digestivo. El daño ha puesto a mi cuerpo en un estado constante de «lucha o huida».
Los mensajes enviados del cerebro al aparato digestivo están distorsionados. Eso explica los síntomas que experimento.
Tras muchas consultas, mi gastroenterólogo me recomendó una dosis baja de antidepresivos. El objetivo es aumentar los niveles de serotonina de mi organismo y restablecer así el funcionamiento del nervio vago.

La madre y la abuela paterna de Tamam Abusalama, junto con otros miembros de su extensa familia. (Foto cortesía de Tamam Abusalama)
Cuando le conté a mi madre la receta que me habían dado, me informó de que ella había recibido un tratamiento similar en el pasado.
«También tomé antidepresivos durante seis meses porque me dolía mucho la espalda y los hombros», me dijo. «Y estaba perdiendo mucho peso. Me sentía desconectada de la realidad y no tenía ganas ni siquiera de hacer cosas básicas. Siempre tenía los brazos muy entumecidos».
Asombrada
El gran parecido entre nuestros síntomas me asombró. Me sorprendió especialmente que ella también hubiera experimentado entumecimiento en los brazos.
Le dije que me parecía increíble que hubiéramos sentido lo mismo en las mismas partes del cuerpo. Sin embargo, mi madre no se escandalizó ni se sorprendió.
«Es normal», me dijo. «Eres mi hija. Te llevé en mi vientre y te crie a pesar de todas las dificultades de aquí».
Le pregunté qué quería decir exactamente con la palabra «dificultades».
Ella respondió refiriéndose a que Israel había tenido encarcelado a mi padre durante 13 años.
«Le impidieron estar a mi lado cuando estaba embarazada y di a luz a tus hermanos y hermanas», dijo. «Estaba constantemente preocupada por él y preguntándome si alguna vez tendríamos una vida familiar normal. Tenía que ser fuerte. Tuve que cuidar de vosotros a la vez que le escribía cartas y le visitaba en la cárcel».
Conocer el pasado de mi madre me trajo recuerdos de las historias que mi abuela paterna compartía con nosotros. Historias sobre la Nakba, la limpieza étnica de Palestina en 1948.
«Salimos corriendo de nuestra casa en el pueblo de Beit Jirja», contaba mi abuela. «No tuvimos tiempo de coger ninguna de nuestras pertenencias. Llevé a tu tío Jader sobre mis hombros y a tu tío Muhammad alrededor de mi cintura. Caminamos desde el pueblo hasta la ciudad de Gaza».
Mi abuela se llamaba Tamam. Llevo su nombre.
Era una mujer encantadora y resistente que había sobrevivido a la brutalidad del dominio británico en Palestina, a la Nakba, a dos intifadas y a numerosos actos de agresión israelíes contra Gaza.
Pero no era invencible. Nadie lo es.
Miedo
Cada vez que Israel atacaba Gaza, ella se ponía muy nerviosa.
Durante la invasión israelí del sur de Gaza en 2006, podíamos oír claramente los tanques desde nuestra casa. Hacían un fuerte chirrido.
Cuando los tanques se acercaron a nuestra casa, mi abuela fue a la cocina y recogió todos los cuchillos. Luego los enterró en el jardín porque temía que el ejército israelí entrara en nuestra casa y nos apuñalara con nuestros propios cuchillos.
Años después, nuestro jardinero encontró los cuchillos en un saco de yute. Estaban enterrados en la tierra.
Mi abuela tenía dos reglas para nosotros cuando éramos niños pequeños que queríamos jugar en todas partes y todo el tiempo. Nunca jugar en la azotea. Y nunca jugar de noche.
Tenía miedo de que, si no seguíamos sus reglas, fuéramos blanco de la ocupación israelí.
Mi madre me explicó una vez que mi abuela siempre había tenido miedo de los soldados israelíes «pero nunca lo demostraba al enfrentarse a ellos».
«Tu abuela pasó su juventud corriendo detrás de sus cinco hijos, que cumplían condena en las cárceles de Israel», me dijo mi madre.
Mi abuela paterna tuvo un total de siete hijos. En un momento dado, durante la primera intifada, cinco de ellos fueron encarcelados al mismo tiempo.
«Tuvo una vida agotadora», añadió mi madre. «Sin embargo, dio todo lo que tenía a Palestina y a su familia».
Mis experiencias directas son una gran parte de lo que soy.
Nací en 1993, el año de los acuerdos de Oslo. Fueron aclamados como un acuerdo de paz en los medios de comunicación internacionales, pero resultaron desastrosos para los palestinos.
Pertenezco a una familia políticamente activa y fui testigo de la segunda intifada, de la imposición de un bloqueo total a Gaza y de los repetidos ataques de Israel.
Pero esa no es toda la historia. Mis recientes problemas de salud me han hecho tomar conciencia de cómo las heridas infligidas a mi familia -a través de la agresión colonial de Israel- me han sido transmitidas a mí.
También me he dado cuenta de que los terapeutas occidentales que tratan a los palestinos no ven el panorama completo. Al centrarse en los acontecimientos actuales, no abordan el trauma intergeneracional.
El viaje que he emprendido debería servir de llamada de atención a los profesionales de la salud mental.
Deben abordar toda una serie de cuestiones: tanto el trauma actual como el histórico y la forma en que el trauma se transmite de una generación a otra, la pérdida colectiva e individual y todos los síntomas resultantes.
Los medios de comunicación y el público en general también tienen que despertar.
Tienen que dejar de encasillar a los palestinos. No se nos debe considerar héroes, villanos o víctimas.
Los palestinos son gente corriente que vive bajo un régimen colonial de colonos y se ve obligada a luchar por la libertad, la justicia y la dignidad.
Por mucho que nos esforcemos en curar nuestros traumas, la liberación de nuestra patria es la única forma de que podamos curarnos de verdad, como individuos y como comunidad.
Foto de portada: Los repetidos ataques de Israel contra Gaza hacen que el trauma sea ineludible (Ahmed Abed/APA Images).