El cambio del rosa al verde en América Latina

John Feffer, Tomdispatch.com, 4 abril 2023

Traducido del inglés por Sinfo Fernández


John Feffer, habitual de TomDispatch, es autor de la novela distópica Splinterlands y director de Foreign Policy In Focus en el Institute for Policy Studies. Frostlands, original de Dispatch Books, es el segundo volumen de su serie Splinterlands, y la última novela de la trilogía es Songlands. También ha escrito Right Across the World: The Global Networking of the Far-Right and the Left Response.

Gustavo Petro no sólo quiere transformar su propio país; quiere cambiar el mundo. El nuevo líder de Colombia, que asumió el cargo el pasado mes de agosto, se enfrenta a lo que denomina la «economía de la muerte» de su país. Esto significa abandonar el petróleo, el gas natural, el carbón y los estupefacientes y centrarse en actividades económicas más sostenibles. Teniendo en cuenta que el petróleo y el carbón representan la mitad de las exportaciones del país -y que Colombia es el primer productor mundial de cocaína-, no va a ser fácil.

Aun así, si Colombia emprendiera ese giro, demostraría a otros países igualmente adictos a esas poderosas sustancias -incluido Estados Unidos- que un cambio radical es posible. Con las últimas noticias de que es casi seguro que la comunidad internacional no alcance su objetivo de reducción de las emisiones de carbono para 2030, el esfuerzo pionero de desintoxicación de Colombia se ha vuelto más urgente y significativo que nunca.

No es de extrañar que Petro y Francia Márquez, su vicepresidenta ecologista, hayan encontrado una importante resistencia a sus planes, incluso dentro de sus propias filas. Aunque declararon inmediatamente una moratoria sobre nuevas perforaciones de petróleo y gas como parte de un intento de eliminar gradualmente la industria de combustibles fósiles del país, sus propios ministerios de Hacienda y Energía, temerosos del efecto de la moratoria sobre la economía, se negaron a descartar esos futuros contratos. El gobierno también propuso un nuevo e importante impuesto sobre las exportaciones de petróleo, que redujo rápidamente ante la resistencia generalizada de la industria, incluida la empresa petrolera estatal Ecopetrol.

Un reto aún mayor es el monstruoso problema de la deuda a la que se enfrenta la administración Petro. Un tercio de los ingresos públicos se destina al servicio de la enorme deuda externa colombiana. Gran parte de los países del Sur se han visto obligados a extraer cada vez más recursos para pagar las interminables facturas de los bancos internacionales.

Con todo, sean cuales sean los problemas a los que se enfrente, Petro representa algo nuevo.  Al fin y al cabo, la izquierda latinoamericana lleva mucho tiempo favoreciendo la minería y la perforación de pozos para impulsar las exportaciones, el comercio y los ingresos públicos. El presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador (AMLO) ha perseguido normalmente la renacionalización de la industria petrolera para (¡sí!) impulsar la producción. Esa ha sido también la estrategia de Luiz Inácio Lula da Silva (Lula) en Brasil, mientras que el gobierno peronista de Argentina se ha centrado en un intento de aumentar significativamente las perforaciones petrolíferas en alta mar. El progresismo en América Latina, como en muchas otras partes del mundo, ha estado durante mucho tiempo inextricablemente ligado a la extracción de materias primas, diseñada para distribuir más riqueza entre los pobres, al tiempo que se acorta la brecha con el Norte más rico.

Lamentablemente, a pesar de las estrategias de crecimiento similares aplicadas por gobiernos de izquierda, derecha y centro, los países de la región no han logrado colectivamente ninguno de esos objetivos. América Latina sigue siendo la región económicamente más desigual del planeta. En lugar de empezar a alcanzar al Norte, se ha quedado cada vez más rezagada. En 1980, el producto interior bruto (PIB) per cápita de ese continente era el 42% del del G7, los países más industrializados del mundo. En 2022 -a pesar de toda la riqueza arrancada a la tierra y al mar, de las promesas de los defensores del libre comercio y de los esfuerzos de los políticos progresistas que ganaron el poder-, el PIB per cápita de la región había caído drásticamente hasta el 29% de los países del G7.

Ahora, Colombia está intentando algo diferente. La victoria electoral de Petro y Francia ha sido aclamada -o ridiculizada- como parte de una nueva «ola rosa» en América Latina que ha llevado a Gabriel Boric al poder en Chile, a Xiomara Castro al primer puesto en Honduras y a Lula de nuevo a la presidencia de Brasil.

Pero dado lo que intentan Petro y Francia, identificarlos simplemente con esa ola rosa sería engañoso. Después de todo, ofrecen un paradigma de desarrollo económico fundamentalmente diferente, más verde que rosa.

Quizá conozcan la primera regla de los agujeros: si se encuentra en uno, deje de cavar. Durante décadas, los países latinoamericanos han tratado de salir de la pobreza – perforando en busca de petróleo, extrayendo litio – sólo para encontrarse en un pozo cada vez más profundo.

Colombia es el primer país que declara que quiere dejar de cavar. ¿Le echará ahora una mano el mundo, y en particular Estados Unidos, para sacarlo de su agujero económico?

La ola rosa que no es tal

Puede parecer que la izquierda está en marcha en América Latina, pero un examen más detenido de los recientes resultados electorales revela un panorama algo diferente.

En Brasil, el derechista Jair Bolsonaro debería haber sido derrotado de forma aplastante en las elecciones presidenciales del año pasado. Después de todo, el «Trump de los trópicos» había presidido una catástrofe de la covid-19 que dejó a Brasil en el segundo puesto mundial (después de Estados Unidos) en número de muertes por esa pandemia. Inicialmente se había presentado con una plataforma anticorrupción, pero su administración estuvo tan plagada de desgobierno económico que, al final, puede dejar a Bolsonaro entre rejas. Y lejos de asegurar a los brasileños que estaba comprometido con la democracia, elogió repetidamente a la dictadura militar del país, que se remonta a mucho tiempo atrás, e incluso reinstauró las conmemoraciones del día en que las fuerzas armadas tomaron el poder en 1964.

Bolsonaro no solo estuvo a punto de derrotar a Lula -el margen de victoria fue inferior al 2%-, sino que su Partido Liberal amplió su ya impresionante base de poder en el Congreso bicameral del país. Y Brasil no fue el único país de la región donde la extrema derecha estuvo cerca de la victoria. Los partidos de derecha también estuvieron a punto de ganar las elecciones del año pasado en Chile y Colombia.

El resto de la región tampoco es un paraíso rosa. En El Salvador, el populista de derechas Nayib Bukele ha hecho un Putin ampliando su control sobre los tres poderes del Estado. Uruguay, antaño un enclave de izquierdas, viró a la derecha en las elecciones de 2020, al igual que Ecuador en 2021. Y el populista de izquierdas Pedro Castillo, elegido presidente de Perú en ese año, se encuentra ahora en prisión tras su destitución después de un intento de golpe de Estado. Mientras tanto, según las últimas encuestas, la política con más posibilidades de sustituir al actual gobierno de derechas de Guatemala, Zury Ríos, hija del legendario dictador Ríos Montt, está aún más a la derecha.

Además, tres gobiernos supuestamente de izquierdas -Cuba, Nicaragua y Venezuela- son en realidad regímenes despóticos que han encarcelado a disidentes, tanto de izquierdas como de derechas. Otros gobiernos de izquierda también están haciendo gestos en esa dirección, como el boliviano Luis Arce, que recientemente detuvo a su principal rival, y el mexicano AMLO, que desfinanció un organismo de supervisión electoral.

Mientras tanto, en Argentina, el presidente Alberto Fernández, que encabeza una coalición peronista de centro-izquierda con la expresidenta Cristina Kirchner, ha visto caer precipitadamente su popularidad. Su partido, de hecho, perdió ampliamente en las elecciones de mitad de mandato de 2021, y el 67% de los argentinos tiene ahora una opinión desfavorable de él en vísperas de las próximas elecciones de octubre.

El caso argentino es un recordatorio de que lo que podría parecer una «ola rosa» o una «contraola rosa» no es más que rabia contra los titulares. Los latinoamericanos han «echado a los holgazanes» en 15 de las últimas 15 elecciones. Como en el resto del mundo, una parte significativa del electorado responsabiliza a los gobernantes de la incapacidad de las reformas económicas para generar prosperidad. Los populistas de derechas también han utilizado la política del odio -contra los inmigrantes, la comunidad LGBT, las mujeres, los indígenas y los afrodescendientes– para acelerar su ascenso, con una gran ayuda de las redes sociales y los medios de comunicación de derechas. Al igual que en Estados Unidos, esta reacción blanca, masculina y homófoba ha empezado a fusionarse con el resentimiento económico que sienten todos aquellos a los que la globalización ha dejado atrás.

Eso es lo que hace que el ejemplo colombiano sea tan valioso: es la excepción, no la regla. El único líder que se le acerca es Gabriel Boric en Chile. Tras nombrar a un climatólogo como ministro de Medio Ambiente, Boric se ha comprometido a reducir las emisiones de carbono y a encontrar nuevos medios de vida sostenibles para los habitantes de las «zonas de sacrificio» del país. Pero no está menos comprometido con posicionar a Chile como uno de los principales exportadores de litio, un componente clave de las baterías recargables de iones, cuya extracción plantea, sin embargo, graves riesgos medioambientales y sociales. En América Latina, después de todo, las materias primas como el litio son las reinas. Entre 2000 y 2014, sus países disfrutaron de un auge de las materias primas que elevó las exportaciones y estimuló el crecimiento (aunque no lo suficiente como para salvar la brecha económica con el Norte más rico).

China, que en 2000 absorbía sólo el 1% de las exportaciones latinoamericanas, pero ahora se lleva casi el 15%, ha animado a la región a aumentar la extracción. Actualmente, primer socio comercial de América del Sur -y segundo de América Latina en general-, China quiere materias primas como petróleo, cobre y soja para alimentar tanto a sus industrias como a su población. También ha incrementado las importaciones de materiales esenciales para las energías renovables, como el litio para las baterías y la madera de balsa para las palas de los aerogeneradores.

Las «venas abiertas de América Latina» que el escritor uruguayo Eduardo Galeano describió elocuentemente hace tanto tiempo están siendo desangradas cada vez más por China.

¿Un buen vecino verde?

América Latina no es simplemente un proveedor de materias primas para las transiciones energéticas de China y el Norte global. Está en medio de una transición propia. De hecho, actualmente está construyendo cuatro veces más capacidad solar que la Unión Europea, creando así una nueva infraestructura energética básica que debería aumentar en un 70% la cantidad de electricidad que la energía solar proporcionará a la región. Si añadimos la energía eólica, la capacidad renovable aumentará un sorprendente 460% de aquí a 2030.

Sin embargo, la mayor parte de esta capacidad se concentra en un puñado de países encabezados por Brasil, Colombia y Chile. Hasta la fecha, estos tres países, junto con México y Perú, son responsables del 97% de la capacidad solar añadida. En otras palabras, la transición energética sostenible amenaza con dividir la región en un bloque limpio en ascenso y otro todavía demasiado sucio.

Aquí es donde podría entrar Estados Unidos.

En la década de 1930, la administración del presidente Franklin Delano Roosevelt presentó un nuevo enfoque para América Latina: la Política del Buen Vecino. Revirtiendo un siglo de intromisión estadounidense, esa nueva política hacía hincapié en la no intervención y la no injerencia en la región, al tiempo que fomentaba más el comercio y el turismo. Sin embargo, no tenía nada de altruista. Roosevelt quería abrir América Latina a las exportaciones estadounidenses, obtener acceso a recursos críticos y, más tarde, asegurarse su apoyo en la Segunda Guerra Mundial.

Hoy en día, un reto diferente exige que Estados Unidos establezca lazos mucho más fuertes con sus vecinos del sur. Los países europeos se están uniendo para luchar contra el cambio climático con un Pacto Verde Europeo. Washington debe intentar hacer lo mismo con América Latina.

Después de todo, China está desafiando a Estados Unidos por el predominio económico en su propio patio trasero, al tiempo que expande el comercio allí a un ritmo asombroso. Envió miles de millones de dólares en ayudas y préstamos a la región en plena pandemia del coronavirus e invirtió directamente tanto capital como el que tiene en la Unión Europea.

Para reclutar a los latinoamericanos en una lucha común -o tan sólo para seguir siendo mínimamente relevante-, Washington necesita ofrecer algo diferente. Hasta ahora, los movimientos de la administración Biden han sido frustrantemente modestos. Es cierto que ha solicitado 2.400 millones de dólares en ayuda para la región en 2023, la mayor cantidad en una década. Pero compárese con los 3.300 millones de dólares anuales en ayuda militar que Estados Unidos envía sólo a Israel o los 75.000 millones de dólares en ayuda enviados a Ucrania el año pasado.

Es hora de que la administración Biden introduzca una Política Verde del Buen Vecino destinada a hacer de Colombia la norma, no la excepción. América Latina en su conjunto necesita abandonar los combustibles fósiles y Estados Unidos podría acelerar ese proceso apoyando un fondo regional de infraestructuras verdes. Llámese Iniciativa de la Ruta Verde (en contraste con la Iniciativa del Cinturón y la Ruta de China).

Hasta ahora, la administración ha hecho algunas promesas. El secretario de Estado Antony Blinken prometió el año pasado que Estados Unidos ayudaría a la región a lograr un «crecimiento con equidad». Según un informe reciente, una transición energética sostenible en América Latina podría crear más de un 10% más de puestos de trabajo para 2030, convirtiendo las palabras de Blinken en realidad. La administración también ha prometido que los futuros acuerdos comerciales no contendrán disposiciones -que se encuentran en la mayoría de los actuales- que permitan a las empresas demandar a los gobiernos por normativas que afecten a sus resultados. Por otra parte, un importante banco regional está empezando a apoyar más proyectos de infraestructuras ecológicas.

Pero todo esto son, en el mejor de los casos, pasos a medias. Si el gobierno de Biden quisiera realmente marcar la diferencia, crearía un Banco Verde para ayudar a financiar esa transición energética latinoamericana, al tiempo que reestructuraría -o mejor aún, cancelaría- las deudas que tanto han paralizado esfuerzos como el de Colombia para financiar una transformación económica seria. Este plan regional podría incluir incluso a países no liberales como Cuba, El Salvador, Nicaragua y Venezuela. Al igual que con China, la cooperación ecológica no requiere un acuerdo sobre una lista de cuestiones, al igual que los acuerdos de control de armamentos con la Unión Soviética no requerían un consenso sobre los derechos humanos durante la Guerra Fría.

No se trata de altruismo. Como en la época de Roosevelt, una América Latina más próspera y sostenible desde el punto de vista medioambiental tendría menos probabilidades de enviar oleadas de inmigrantes a Estados Unidos, al tiempo que crearía más mercados para los productos estadounidenses. Ah, y también garantizaría una mayor reducción de las emisiones de carbono a escala mundial para que quizá, sólo quizá, Florida no desaparezca en el océano.

Colombia es un país pequeño y valiente que se enfrenta a grandes dificultades, como la pequeña locomotora que cree que puede, cree que puede, cree que puede…

Pero para garantizar que realmente pueda, que una transición tan monumental llegue a producirse, se necesita ayuda y pronto. Sobre todo teniendo en cuenta la segunda ley de los agujeros: incluso cuando dejas de cavar, sigues en el fondo.

Un fuerte empujón de un buen vecino verde podría ayudar a Columbia -y al resto de nosotros- a empezar a salir y escalar nuevas alturas.

Voces del Mundo

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