Vijay Prashad, CounterPunch, 4 marzo 2022
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Vijay Prashad es un historiador, editor y periodista indio. Es miembro de la redacción y corresponsal-jefe de Globetrotter. Es editor-jefe de LeftWord Books y director del Tricontinental: Institute for Social Research. Es miembro no residente del Instituto Chongyang de Estudios Financieros de la Universidad Renmin de China. Ha escrito más de veinte libros, entre ellos The Darker Nations y The Poorer Nations. El libro más reciente de Vijay Prashad (con Noam Chomsky) es The Withdrawal: Iraq, Libya, Afghanistan and the Fragility of US Power (New Press, agosto 2022).
La sorpresa y el horror han definido la reacción ante la agresión militar rusa en Ucrania. Es probable que esto se deba a que, aunque la intervención ha seguido los contornos de una guerra terrestre moderna, ha marcado también una ruptura con el pasado en varios aspectos. El mundo se ha acostumbrado a las intervenciones militares de Estados Unidos. Sin embargo, ésta no es una intervención estadounidense. Eso es en sí mismo una sorpresa que ha desconcertado a periodistas y expertos por igual.
Incluso mientras deploramos la violencia y la pérdida de vidas en Ucrania como resultado de la agresión rusa (y la violencia neofascista en el Donbás), es valioso dar un paso atrás y observar cómo el resto del mundo puede percibir este conflicto, empezando por el interés etnocéntrico de Occidente en un ataque cuyos participantes y víctimas creen compartir aspectos de identidad, ya sea relacionados con la cultura, la religión o el color de la piel.
Guerras blancas
La guerra en Ucrania se suma a una secuencia de guerras que han abierto llagas en un planeta muy frágil. Las guerras en África y Asia parecen interminables, y algunas de ellas apenas se comentan con sentimiento en los medios de comunicación de todo el mundo o en la cascada de publicaciones que se encuentran en las plataformas de las redes sociales. Por ejemplo, la guerra en la República Democrática del Congo, que comenzó en 1996 y que ha provocado millones de víctimas, no ha suscitado el tipo de simpatía del mundo que se observa ahora en la información sobre Ucrania. Por el contrario, los comentarios sorprendentemente francos de los líderes políticos y los periodistas durante el conflicto en Ucrania han revelado el dominio del racismo en la imaginación de estos formadores de la opinión pública.
Recientemente fue imposible conseguir que los principales medios de comunicación mundiales se interesaran por el conflicto de Cabo Delgado, que surgió a raíz de la captura de la recompensa del gas natural por parte de TotalEnergies SE (Francia) y ExxonMobil (EE.UU.), y que llevó al despliegue de los militares ruandeses respaldados por Francia en Mozambique. En la COP26 hablé a un grupo de ejecutivos de empresas petroleras sobre esta intervención -que yo había cubierto para Globettroter– y uno de ellos respondió con precisión: “Tienes razón en lo que dices, pero a nadie le importa”.
A nadie, es decir, a las fuerzas políticas de los Estados del Atlántico Norte no les importa el sufrimiento de los niños de África y Asia. Sin embargo, están atenazados por la guerra de Ucrania, que claro que debería atenazarles, que nos angustia a todos, pero que no debería considerarse peor que otros conflictos que tienen lugar en todo el mundo y que son mucho más brutales y que probablemente desaparezcan de la memoria de todos debido a la falta de interés y atención que les prestan los líderes mundiales y los medios de comunicación.
Charlie D’Agata, de CBS News, dijo que Ucrania “no es un lugar, con el debido respeto, como Iraq o Afganistán, que han vivido un conflicto que se extiende durante décadas. Se trata de una ciudad relativamente civilizada, relativamente europea -tengo que elegir esas palabras con cuidado también-, en la que no se esperaría eso, ni se esperaría que… [un conflicto] fuera a sobrevenir”. Está claro que estas son las cosas que uno espera ver en Kabul (Afganistán) o Bagdad (Iraq) o Goma (República Democrática del Congo), pero no en una ciudad “relativamente civilizada, relativamente europea” de Ucrania. Si estas son las cosas que uno espera en aquellas ciudades respectivamente, entonces no hay mucha necesidad de indignarse especialmente por la violencia que se observa en las mismas.
No podía esperarse tanta violencia en Ucrania, dijo a la BBC el fiscal jefe adjunto del país, David Sakvarelidze, por el tipo de personas que quedaron atrapadas en el fuego cruzado: “gente europea de ojos azules y pelo rubio que es asesinada cada día”. Sakvarelidze considera que los ucranianos son europeos, aunque D’Agata los llama “relativamente europeos”. Pero ciertamente no son africanos o asiáticos, personas que -si se piensa bien en lo que se dice aquí- ciertos líderes mundiales y medios de comunicación internacionales esperan que sean asesinados por la violencia desatada contra ellos por las grandes potencias mundiales y por las armas vendidas a los matones locales de estas regiones por estas grandes potencias.
¿La peor guerra?
El 23 de febrero de 2022, el secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, en una sentida declaración sobre la intervención militar rusa en Ucrania, dijo: “En nombre de la humanidad no permitan que comience en Europa lo que podría ser la peor guerra desde principios de siglo”. Al día siguiente, el 24 de febrero, con Rusia lanzando “el mayor ataque contra un Estado europeo desde la Segunda Guerra Mundial”, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, condenó este “bárbaro ataque” y dijo que “es el presidente Putin quien está trayendo la guerra de nuevo a Europa”. “Devolver la guerra a Europa”: este es un lenguaje instructivo de Von der Leyen. Me recordó el Discurso sobre el Colonialismo (1950) de Aimé Césaire, en el que el gran poeta y comunista se lamentaba de la capacidad de Europa para olvidar el terrible trato fascista de las potencias coloniales a los pueblos de África y Asia cuando hablaban de fascismo. El fascismo, escribió Césaire, es el experimento colonial traído de nuevo a Europa.
Cuando Estados Unidos invadió Iraq en 2003, ni el secretario general de las Naciones Unidas ni el presidente de la Comisión Europea salieron a condenar inmediatamente esa guerra. Ambas instituciones internacionales secundaron la guerra, permitiendo la destrucción de Iraq y la muerte de más de un millón de personas. En 2004, un año después de la guerra de Estados Unidos contra Iraq, una vez que salieron a la luz informes sobre graves violaciones de los derechos humanos (incluidos los de Amnistía Internacional sobre la tortura en la prisión de Abu Ghraib), el entonces secretario general de la ONU, Kofi Annan, calificó la guerra de “ilegal”. En 2006, tres años después del inicio de la guerra, el primer ministro italiano Romano Prodi, que había sido presidente de la Comisión Europea en 2003, calificó esa guerra de “grave error”.
En el caso de la intervención rusa, estas instituciones se apresuraron a condenar la guerra, lo cual está muy bien; pero ¿significa esto que se apresurarán a condenar a Estados Unidos cuando inicie su próxima campaña de bombardeos?
Taquigrafía de guerra
La gente me pregunta a menudo cuál es el medio de comunicación más fiable. Es una pregunta difícil de responder en estos días, ya que los medios de comunicación occidentales se están convirtiendo cada vez más en taquígrafos de sus gobiernos (con los reporteros exhibiendo actitudes racistas cada vez más a menudo, lo que hace que las disculpas que vienen después sean poco reconfortantes). Los medios de comunicación patrocinados por el Estado en Rusia y China están cada vez más prohibidos en las redes sociales. Cualquiera que se oponga a la narrativa de Washington es descartado como irrelevante, y estas voces marginales tienen dificultades para desarrollar una audiencia.
La llamada cultura de la supresión demuestra sus límites. D’Agata se ha disculpado por su comentario de que Ucrania es “relativamente civilizada, relativamente europea” en comparación con Iraq y Afganistán, y ya ha sido rehabilitado porque está en el “lado correcto” del conflicto en Ucrania. La cultura de la supresión se ha trasladado del parloteo de las redes sociales a los campos de batalla de la geopolítica y la diplomacia en lo que respecta al conflicto entre Rusia y Ucrania. Suiza ha decidido poner fin a un siglo de neutralidad formal para suspender a Rusia aplicando sanciones europeas contra ella (recordemos que Suiza se mantuvo “neutral” mientras los nazis arrasaban Europa durante la Segunda Guerra Mundial, y operó como los banqueros nazis incluso después de la guerra). Mientras tanto, la libertad de prensa ha sido dejada de lado durante el actual conflicto en Europa del Este, con Australia y Europa suspendiendo la emisión de RT, que es una red internacional de medios de comunicación bajo control estatal ruso.
La fiabilidad de D’Agata como periodista seguirá siendo incuestionable. Se “equivocó”, dirán, pero fue un desliz freudiano.
Cálculos de guerra
Las guerras son feas, especialmente las guerras de agresión. El papel del reportero es explicar por qué un país va a la guerra, especialmente a una guerra no provocada. Si estuviéramos en 1941, podría intentar explicar el ataque japonés a Pearl Harbor durante la Segunda Guerra Mundial o la suposición japonesa de que los nazis derrotarían pronto a los soviéticos y luego llevarían la guerra al otro lado del océano Atlántico. Pero los soviéticos resistieron, salvando al mundo del fascismo. Del mismo modo, el ataque ruso a Ucrania requiere una explicación: sus raíces se hunden en varios acontecimientos políticos y de política exterior, como el surgimiento postsoviético del nacionalismo étnico a lo largo de la columna vertebral de Europa del Este, el avance hacia el este del poder de Estados Unidos -a través de la OTAN- hacia la frontera rusa, y la turbulenta relación entre los principales Estados europeos y sus vecinos del este (incluida Rusia). Explicar este conflicto no es justificarlo, no hay nada que justificar en el bombardeo de un pueblo soberano.
Existen voces sensatas en todos los lados de los feos conflictos. En Rusia, el diputado de la Duma Estatal Mikhail Matveev, del Partido Comunista, dijo -poco después de la entrada rusa en Ucrania- que había votado a favor del reconocimiento de las provincias escindidas de Ucrania, pero que “votó a favor de la paz, no de la guerra”, y que votó “para que Rusia se convierta en un escudo para que Donbas no fuera bombardeada, no para que Kiev sea bombardeada”.
La voz de Matveev confunde la narrativa actual: pone en marcha la difícil situación del Donbás desde el golpe de Estado impulsado por Estados Unidos en Ucrania en 2014, y hace sonar las alarmas contra la magnitud de la intervención rusa.
¿Hay espacio en nuestra imaginación para tratar de entender lo que dice Matveev?
Foto cabecera: Multitud de civiles bajo el puente destruido de Irpin (AP/Emilio Morenatti)