Rosalie Berthier, Synaps.network, 7 marzo 2022
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Rosalie dirige actualmente la investigación de Synaps sobre la macroeconomía libanesa. Nacida y criada en Francia, es licenciada en Ciencias Políticas y tiene un máster en Sociología por la London School of Economics. Ha vivido en Egipto, Turquía y Líbano, donde ha trabajado tanto en el análisis como en la incubación y gestión de proyectos. Ha asesorado o diseñado campañas de crowdfunding y el desarrollo de planes empresariales, una inclinación que está dispuesta a aprovechar para Synaps.
Más allá de las cifras impactantes y las declaraciones solemnes, resulta difícil comprender la realidad de la pobreza en Líbano. El pasado mes de septiembre, las Naciones Unidas estimaron que el 82% de la población vivía con algún tipo de privación. Sin embargo, los libaneses pobres han estado durante mucho tiempo, y siguen estando hoy en día, lejos de la mirada pública, y las nuevas formas de vulnerabilidad están en su mayoría ocultas. Y lo que es peor, la pobreza -tanto la antigua como la nueva- genera costes posteriores, como facturas sanitarias más elevadas que no se contabilizan. La pobreza y la invisibilidad se alimentan mutuamente: La primera aleja a las personas de la vista, e incluso las anima a esconderse, mientras que la segunda dificulta su apoyo, lo que a la larga no hace sino agravar sus dificultades.
Los pobres siempre invisibles
Líbano siempre ha acogido a una gran población que vive al día, en contra de la imagen proyectada del país de relativa riqueza y alegría de vivir. El Banco Mundial lo clasificó como país de renta media, con un PIB per cápita equivalente a más de 30.000 dólares anuales en la última década. Sin embargo, esta abundancia estaba distribuida de forma desigual: En 2014, el World Inequality Lab estimó que el 10% de la población más rica se llevaba más de la mitad de la renta nacional. Mientras tanto, se desconocía la proporción exacta de hogares con dificultades para llegar a fin de mes.
De hecho, los hogares con bajos ingresos se encontrarían menos en el centro de las ciudades que en los márgenes de la sociedad: en suburbios abandonados, pueblos remotos y campos de refugiados aislados. “Es un problema centrarse solo en las ciudades cuando las zonas indigentes de las regiones rurales de Líbano son ya muy invisibles”, dijo un economista libanés cuando criticó un proyecto de la ONU que se centra en documentar la pobreza en los entornos urbanos. A día de hoy, los visitantes extranjeros pueden permanecer fácilmente ajenos a la profundidad y amplitud de la pobreza libanesa. El país tiene pocos mendigos, a diferencia de Egipto, y pocos indigentes llamativos en comparación con Europa o Estados Unidos.
Un factor que contribuye a esta invisibilidad es el hecho de que la indigencia en el Líbano no se trata como una preocupación pública en sí misma. La larga historia de pobreza del país no se discute abiertamente, ni ha impulsado políticas gubernamentales. El fenómeno tiende a percibirse, más bien, como algo importado: La mayoría de las veces, los pobres son considerados inmigrantes o refugiados. Mientras que las necesidades de los refugiados se presentan como una cuestión política y una responsabilidad de la comunidad internacional, la pobreza como tal se deja de lado y se considera un asunto privado.
Esta lógica permea las formas orgánicas y cotidianas en que los libaneses atienden a sus propios pobres. La clase media apoya activamente a los desfavorecidos de su entorno, pero a través de redes horizontales de caridad muy discretas. Algunas son informales: el propietario de una tienda de la esquina da un crédito a una familia local en apuros; los residentes de un edificio se aseguran de que su vecino que acaba de perder el trabajo tenga lo suficiente para comer; las familias más ricas financian actividades extraescolares para estudiantes empobrecidos que participan sin coste alguno, etc. Otras formas de ayuda están coordinadas por organizaciones benéficas de carácter religioso o asociaciones locales, de barrio o de pueblo. Estas redes están muy extendidas y son cruciales para la supervivencia de muchos libaneses, pero la escala nacional de la pobreza sigue estando oculta.
La crisis actual no ha puesto a los pobres en el punto de mira. De hecho, la mayoría quedan más fuera de la vista, aunque solo sea porque las subidas de los precios del combustible hacen que el transporte sea prohibitivo. Por la misma razón, no pueden acceder a las oportunidades de trabajo o a las estructuras de apoyo, que se concentran en los centros urbanos. Al mismo tiempo, el alto coste y la creciente falta de fiabilidad de las telecomunicaciones impiden las interacciones a distancia. Las organizaciones benéficas y los grupos de la sociedad civil libaneses también tienen dificultades para cumplir su misión, ya que el combustible exorbitante y la baja calidad de Internet dificultan el acceso y el servicio a las zonas remotas.
Y lo que es peor, a medida que aumenta el número de libaneses que necesitan ayuda, los pobres de siempre se enfrentan a una mayor competencia por la atención y los recursos. Los nuevos problemas de la clase media han acaparado la mayor parte de la cobertura mediática. La escasez de combustible, por ejemplo, afectó dramáticamente a los desplazamientos al trabajo, dejando a los trabajadores de cuello blanco esperando horas para llenar los depósitos de sus coches, o pagando precios elevados por los escasos taxis. Las escenas de coches en colas interminables fueron objeto de una dramática cobertura mediática en el país y en el extranjero. Se habló menos de la escasez de transporte público, aunque los más vulnerables no tienen otra forma de ir al trabajo, llegar a las escuelas públicas o a los dispensarios de los centros urbanos.
Con la caída de la clase media en la crisis, los libaneses más pobres han quedado aún más expuestos. Los primeros emplean ahora menos a los segundos en trabajos serviles e informales. También dan muchas menos propinas que antes. Las redes de solidaridad están al límite. Por un lado, un número creciente de personas busca cada vez más ayuda. Por otro, un grupo cada vez más reducido de personas puede disponer de menos recursos y menos tiempo. Una miembro fundadora de una organización benéfica libanesa reveló su sorpresa: “Recibí una llamada de un amigo que solía ser voluntario con nosotros. Esta vez me preguntó si podía conseguir una caja de alimentos para su propia familia”.
Las luchas ocultas de la clase media
Por mucho que los libaneses de clase media sufran el colapso del país, disimulan tan bien sus dificultades que su situación es difícil de ver. En primer lugar, la gente cambia sutilmente sus hábitos de consumo, ahorrando recursos al cambiar a productos más asequibles. Compran salsa de pasta turca más barata, en lugar de la italiana. Adquieren electrodomésticos de menor calidad. Reparan más de lo que sustituyen y compran de segunda mano. Los libaneses también renuncian a gastos selectivos; las escuelas privadas, los planes de seguros individuales o incluso la carne pueden salir del presupuesto familiar para preservar lo esencial. En un crudo ejemplo, un médico generalista suspiraba con tristeza por las decisiones que toman algunos de sus pacientes: “Para ahorrar en el coste de la medicación, se toman las pastillas un día de cada tres”.
En cuanto a la oferta, los minoristas se han adaptado a las restricciones de los consumidores de clase media. En algunos casos, los productos siguen siendo idénticos, con solo diferencias superficiales: Los libaneses siguen encontrando patatas fritas Lay’s en las estanterías, pero con envases en turco y no en inglés. Otros cambios consisten en dar menos de lo mismo: mientras que los generadores privados de los barrios solían suministrar electricidad siempre que la red nacional se cortaba, ahora solo funcionan a ciertas horas; al ahorrar combustible, reducen marginalmente sus facturas a los abonados. Esta nueva economía de la restricción acaba transformando los mercados: Los libaneses con dificultades que buscan un dinero extra venden sus posesiones a quienes prefieren comprar de segunda mano. Un popular sitio web de venta de artículos de segunda mano, OLX Líbano, recibe ahora muchas más visitas que de costumbre.
Sin embargo, la adaptación de los consumidores libaneses tiene un límite. Una logopeda explica cómo se las arregla: “No puedo vivir con lo que pagan mis pacientes libaneses, así que busco dos o tres pacientes en el Golfo que puedan pagar sus honorarios en dólares. Eso es suficiente para mantener mi trabajo aquí”. Para mantenerse a flote, los libaneses de clase media buscan ingresos en dólares. Las divisas proceden de múltiples fuentes: los familiares que trabajan en el extranjero y envían remesas; el alquiler de propiedades, o el subarriendo de una habitación, a extranjeros; el trabajo para empleadores o clientes internacionales; y el apoyo del sector de la ayuda. Los empleos en ONG y organizaciones internacionales que pagan salarios en dólares se han convertido en un santo grial. Sin embargo, los ingresos en dólares se evaporan más rápido que antes: Mientras los precios en libras libanesas siguen subiendo, las personas con ingresos también deben atender a un número cada vez mayor de familiares y amigos necesitados.
A pesar de sus innumerables ajustes, la clase media libanesa consigue mantener las apariencias. Este grupo demográfico siempre ha estirado sus ingresos y racionalizado sus gastos para mantener la fachada. Mucho antes de que estallara la crisis, los libaneses tenían varios empleos, se endeudaban o se beneficiaban de planes de reducción de costes, como la congelación de los alquileres por parte del gobierno para los contratos firmados antes de 1992. Las estrategias probadas en el tiempo se llevan más allá hoy en día: La mayoría de la gente se conforma con un poco menos de todo, desde la comida y el entretenimiento de lujo hasta la electricidad, la calefacción y la movilidad.
Si estos pequeños cambios permiten a la gente seguir adelante a pesar de la profundidad de la crisis económica, también mantienen una ilusión de normalidad. Las carreteras están casi tan concurridas como antes, y los libaneses siguen abarrotando bares y restaurantes, estaciones de montaña y playas privadas. Una pastelera de Beirut explicaba su sorpresa: “Todo el mundo está esforzándose, pero mi amiga quiso reservar una mesa en un restaurante para la comida de Navidad. Llamó con varias semanas de antelación y no pudo encontrar ni una mesa disponible. Ya estaba todo reservado”. Un diplomático occidental que recorría el país en visita oficial se quedó igualmente asombrado: “Esperaba un ambiente diferente en Beirut, pero en todas partes se ve gente comiendo fuera y tomando algo”.
Estrategias de autodestrucción
Las estrategias individuales para salir adelante a corto plazo suelen ser costosas a largo plazo, tanto a nivel individual como para la sociedad en general. En primer lugar, las soluciones rápidas pueden tener repercusiones financieras a largo plazo: No renovar una póliza de seguro privado hoy puede significar que un paciente se enfrente a una factura de hospital privado inasequible más adelante. En ausencia de un sistema sanitario público que funcione, es probable que los pacientes retrasen la atención hasta que su estado se convierta en crítico, lo que aumenta aún más el coste del tratamiento.
Del mismo modo, comprar barato puede acabar significando pagar más. Los aparatos de menor calidad tienden a fallar rápidamente, desperdiciando el dinero que tanto cuesta ganar. Un ejemplo típico es el “suministro de energía ininterrumpida”, sin marca, que los hogares compran para mantener el funcionamiento de Internet durante los cortes de electricidad, y que puede desgastarse en semanas. Asimismo, algunas familias invierten mucho dinero en un sistema de alimentación alternativo (EPA), que almacena la electricidad de la red en grandes baterías de baja tecnología. Éstas pueden tener un ciclo de vida notablemente corto, de unos pocos meses, lo que obliga a los clientes a sustituirlas mucho antes de lo que habían imaginado.
Estos costes ocultos y postergados contribuyen al empobrecimiento invisible de los habitantes del Líbano a lo largo del tiempo. Los alimentos más baratos, por citar una tendencia aún más preocupante, pueden llenar los estómagos de los niños, pero no aportan los nutrientes adecuados y suelen contener cantidades excesivas de azúcar y sal. Ambas cosas, a su vez, aumentan el riesgo de que estos niños desarrollen enfermedades crónicas al crecer: hipertensión, afecciones cardíacas, diabetes, baja inmunidad, etc.
En segundo lugar, las estrategias individuales para hacer frente a la crisis pueden acabar repartiendo imperceptiblemente los costes de forma más generalizada en la sociedad. La moda de la EPA es un ejemplo de ello: Cuando los hogares más afortunados se equipan para chupar toda la energía que pueden de la red, la cantidad de electricidad disponible para los demás disminuye. Y lo que es peor, estas prácticas (para las que la red no fue diseñada originalmente) contribuyen a que la electricidad sea inestable para todos. Esto es especialmente peligroso para los electrodomésticos que funcionan con motores, como los frigoríficos y las lavadoras, que se estropean con más frecuencia, o peor aún, se incendian.
Con las soluciones descentralizadas, la sociedad también pierde las economías de escala: El suministro individual de energía es mucho más caro, en general, que la generación colectiva de electricidad. Además, cuando cada uno hace sus propios arreglos privados, el mercado ya no es abierto ni transparente, sino que se compone de innumerables relaciones invisibles entre un proveedor y un consumidor. Un cliente que compra un sistema solar, por ejemplo, no conoce prácticamente las tecnologías, las normas o las medidas de seguridad implicadas. En estos mercados, el vendedor decide el precio casi a su antojo, ya que los compradores no tienen puntos de referencia, salvo el boca a boca, y, por tanto, poco poder de negociación. La mayoría de los residentes tienen pocos recursos y energía para buscar entre varios proveedores y encontrar ofertas razonables.
Este problema puede aplicarse también a los bienes ordinarios que se vuelven más difíciles de encontrar, como los medicamentos o incluso el gasóleo. En el momento más álgido de la crisis de escasez de combustible en el verano de 2021, los precios del mercado negro del galón de gasolina eran en muchos casos escandalosos incluso en dólares estadounidenses, pero los consumidores, desesperados por poner en marcha su coche, no podían dedicar el tiempo y la energía extra a buscar una alternativa más justa.
Aunque las estrategias a corto plazo pueden ayudar a los hogares a salir adelante, los costes a largo plazo son compartidos por todos. Las soluciones descentralizadas y desordenadas, como el suministro de energía con tecnologías de baterías anticuadas, acaban causando un enorme daño medioambiental. Mientras tanto, las soluciones “hágalo usted mismo” también fomentan que el Estado se desprenda aún más de la organización de los servicios esenciales, ya que la carga de hacerlo se traslada a la sociedad. En esta dinámica, los costes crecientes de la crisis libanesa golpean con más fuerza a los más vulnerables, y a los menos visibles.
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Con el tiempo, los libaneses vulnerables se hundirán aún más en la oscuridad, siguiendo un mecanismo que funciona de forma similar a lo que se conoce como “la trampa de la pobreza”. En esta última, las barreras estructurales para salir de la pobreza se vuelven insuperables para las personas sin dinero, porque la salida requiere salud, educación, movilidad y, por tanto, un cierto umbral de recursos. La pobreza se convierte así en una espiral descendente que se refuerza a sí misma como resultado de las disfunciones estructurales de la economía y no de las elecciones o motivaciones individuales.
La trampa de la invisibilidad describe la misma lógica. A medida que la sociedad libanesa oculta sus luchas y levanta un frente valiente, el sufrimiento de su pueblo se hace cada vez menos evidente y, por tanto, cada vez más difícil de diagnosticar y remediar. Recurrir a soluciones individuales, a gran escala, refuerza la idea de que la pobreza es, de hecho, un problema individual que se resuelve mejor de uno en uno, en lugar de un problema sistémico que requiere cambios más fundamentales. Esto es una trampa para el Líbano en general: Al hacer que el alcance de su colapso económico sea casi invisible a los ojos, su caída en picado se profundizará. En este momento, salvar las apariencias es la mejor manera de no resolver nada más.
(Ilustración portada: Quincallería ambulante en la Bekaa, de Emma Aubin Boltanski.)