David Hearst, Middle East Eye, 17 marzo 2020
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

David Hearst es cofundador y redactor jefe de Middle East Eye. Con anterioridad trabajó en temas de educación en The Scotsman y fue corresponsal de The Guardian en Rusia, Europa y Belfast.
Aunque el aislamiento de Rusia por parte de Occidente va a durar mientras Putin siga siendo presidente, los rusos se preguntan si los resultados de la guerra merecen el alto precio que se les pide que paguen.

Es noviembre de 1992. El lugar es el mercado de Tishinsky, en Moscú. La nieve cae sobre una desaliñada hilera de comerciantes que venden cualquier cosa. Incluso las bombillas gastadas tienen su valor en este mercado.
Nos acercamos a uno de los vendedores, que resulta ser un antiguo profesor de física. Otro es entrenador de natación olímpica. Cada uno cuenta la misma historia. En algún momento del pasado tenían posición y ahorros, pero al siguiente no tenían nada. Esto no fue un cambio de régimen. Fue una revolución.
A Yegor Gaidar, el primer ministro de entonces, le queda un mes para que el presidente Boris Yeltsin le sustituya, pero el daño ya está hecho. La hiperinflación ruge como resultado de sus reformas de terapia de choque, una fórmula que se probó por primera vez en el Chile de Pinochet.
Aquí, en Tishinsky, hay más shock que terapia. Pero los economistas occidentales están en estado de éxtasis. Están tratando a Rusia como un laboratorio monetarista: cómo, en este caso, crear un rublo fuerte a partir del colapso total de la economía.
La pérdida de producción industrial en los primeros cinco años de democracia en la Federación Rusa fue mayor que durante la invasión de Hitler en 1941. Entre 1991 y 1996, el colapso de la economía rusa fue mayor que el de la Depresión en Estados Unidos.
Pero Occidente vitoreaba el colapso de Rusia, sobre todo los principales “economistas de la transición”, como Jeffrey Sachs. Los medios de comunicación occidentales también salivaban en un Moscú que había abrazado el neoliberalismo con tanto vigor. Yeltsin acudió a inaugurar el segundo McDonald’s abierto en Rusia. Frente a él, una estatua de Pushkin.
Mi amigo ruso es uno de los pocos presentes que se mostraba profundamente abatido. “Habrá una respuesta a todo esto. Y a ustedes, en Occidente, no les va a gustar”, me dijo.
El ascenso de Vladimir Putin
En Moscú pocos conocían entonces a Vladimir Putin. Yeltsin y sus asesores occidentales buscaban en la dirección equivocada los primeros indicios de su némesis. Temían un resurgimiento de los “directores rojos” de los antiguos monopolios estatales y del Partido Comunista, así que enmarcaron las elecciones de 1993 como una lucha entre blancos y rojos, un intento consciente de aterrorizar a los votantes rusos con recuerdos de la guerra civil.
No prestaron atención a las personas que el propio Yeltsin promovía. La aparición de Putin de las entrañas del círculo corrupto que rodeaba a Yeltsin, conocido como La Familia, demostró que la breve alianza de Rusia con Occidente contenía las semillas de su propia destrucción.
Pero, en aquel momento, se creó una elaborada red de empresas ficticias extranjeras para ocultar el dinero robado por La Familia y el círculo más amplio de oligarcas. Todo esto ocurrió con pleno conocimiento y consentimiento de los gobiernos británicos y sus servicios secretos.
Por eso, es una verdadera comedia escuchar a Michael Gove, secretario de Estado británico para la Igualdad, declarando su sorpresa ante la magnitud de la influencia rusa en Londres. ¿Ha preguntado al presidente del partido tory, Ben Elliot, sobre sus conexiones con los oligarcas rusos? O, si vamos al caso, ¿a Dominic Cummings sobre su estancia en Rusia y más particularmente sus amigos?
El pionero y decano de la ocultación del dinero robado al Estado ruso fue Boris Berezovsky, un matemático convertido en importador de coches usados, mudado en oligarca, en activo del MI6 y exiliado en Londres. Su alumno fue Roman Abramovich, con quien posteriormente se peleó. El dinero llegaba a Londres sin que nadie hiciera preguntas.
La respuesta
La “respuesta” de Putin a las ignominias sufridas por los rusos es crear un desastre de su propia cosecha. Pero es más bien una serie de desastres. No solo para los miles de hermanos y hermanas ucranianos que sus fuerzas han matado en las últimas tres semanas, sino también para Rusia.

El entonces presidente ruso Boris Yeltsin escucha al jefe del Servicio Federal de Seguridad ruso, Vladimir Putin, el 20 de noviembre de 1998 (AFP)
Su ejército sabe matar pero no luchar. No parece ser mejor como fuerza de combate que cuando destrozó Chechenia dos veces, en 1994 y en 1999. No menos de cuatro generales y siete miembros del Centro de Objetivos Especiales Vityaz de la División Dzerzhinsky han muerto arremetiendo en la brecha de las armas ucranianas.
Las cifras de bajas han sido exageradas por ambos bandos, pero si la cifra media de bajas militares rusas se acerca a la verdad, Rusia podría haber perdido más hombres en tres semanas en Ucrania que Estados Unidos en 20 años en Afganistán. Si la cifra máxima es exacta, eso incluiría también las pérdidas estadounidenses en Iraq.
Incluso teniendo en cuenta el interés de los servicios de inteligencia occidentales en promover la narrativa de que todo va mal para Putin, los afamados servicios de seguridad rusos están flaqueando.
Sergey Beseda, jefe de la rama de inteligencia exterior del Servicio Federal de Seguridad (ФСБ, por sus siglas en ruso), ha sido al parecer puesto bajo arresto domiciliario. Beseda se encontraba en Kiev cuando 100 manifestantes fueron asesinados a tiros en la revuelta de Maidan. También hay pruebas de que el ФСБ filtró información a los ucranianos, información que llevó a la muerte a los primeros equipos de soldados de Chechenia.
Putin recurre cada vez más a combatientes extranjeros -chechenos, sirios- para que le ayuden a asaltar las ciudades ucranianas. Nada de esto es una buena noticia para el tipo de gobernante absoluto que Putin se propuso ser.
El desastre de Ucrania
En el pasado, Putin percibió su vulnerabilidad ante los desastres: el asedio a la escuela de Beslán en 2004, el hundimiento del submarino Kursk en 2000, las inundaciones en Krasnodar Krai en 2012, son tres que me vienen a la mente. Cuando se destruyen todas las instituciones en Rusia, como ha hecho la presidencia de Putin, solo queda una persona a la que culpar.
Putin lo reconoció al presentarse en cada ocasión para asumir responsabilidades. Pero una catástrofe militar representa un orden de amenaza totalmente diferente para un presidente que se ha configurado como el más fuerte de los hombres fuertes.
A diferencia de su predecesor, Putin se mostró sereno. Una Rusia que acababa de asimilar el vocabulario de la aviación internacional, dijo de Putin que “volvía a tener el asiento en posición vertical”.
“Siloviki” se traduce aproximadamente como “hombres duros”. Putin tiene un grupo de ellos a su alrededor, pero el más duro de los hombres duros es el propio presidente. No se trata solo de una cuestión de imagen y de hacerse fotos. Es en gran medida el estilo de gobierno que ha dirigido la Rusia poscomunista.
El proyecto de invadir Ucrania fue la guerra de Putin, su idea. Una idea de su propiedad. No solo escribió un ensayo de 5.000 palabras diciendo que Ucrania era una invención bolchevique que no existía realmente. Reunió el ejército para obligarla a volver a los brazos de Rusia. Les dijo a los aliados de antemano que eso es lo que iba a suceder.
El ministro del petróleo de Irán fue uno de ellos durante un viaje realizado en enero, según tengo entendido. La invasión se planeó con meses de antelación. Y Putin fue el hombre que describió a un país de 44 millones de ciudadanos como “esta anti-Rusia creada por Occidente”.
Si no lo era antes de las últimas tres semanas de bombardeos, lo es ahora.
Voces disidentes
Incluso si la retirada de las fuerzas rusas de Ucrania dejara a Putin con algunos elementos tangibles -una promesa de no unirse a la OTAN, un reconocimiento de la soberanía de las partes escindidas de Ucrania y algún territorio adicional en el sur-, Putin todavía tiene que responder ante la opinión pública.
Esto suena a contrafactual. Es evidente que Rusia no es una democracia. Los candidatos a las elecciones son cuidadosamente examinados para obtener el nivel adecuado de apoyo y oposición; los partidos propresidenciales son sacados a la luz en un instante; la Duma está ahí para superar en fervor nacionalista a la presidencia; los auténticos opositores políticos están en prisión –Alexei Navalny– o fueron asesinados –Anna Politkovskaya-.
Pero la opinión pública en Rusia existe. No es Arabia Saudí, ni los Emiratos Árabes Unidos, ni Egipto, donde un tuit te lleva a la desaparición o a la cárcel. Putin está más cerca del presidente turco Recep Tayyip Erdogan, como presidente con poderes absolutos, que del príncipe heredero saudí Mohammed bin Salman.
La mayoría de los rusos cree que Occidente estaba creando armas biológicas en Ucrania que tendrían como objetivo a los rusos étnicos, y que la OTAN representa una amenaza real para la soberanía de la Federación Rusa.
Según Survation, el 69% de los rusos encuestados cree que el propósito del ejército es el de un “libertador” y solo el 13% ve a Rusia como el “agresor”. Pero la opinión está más equilibrada sobre si esta guerra merece la pena. El 43% cree que sí, el 33% cree que no, el 24% no sabe…
Es, por tanto, significativo que algunos rusos hagan pública su disconformidad. Y es notable el silencio del ejército de analistas de política exterior a sueldo de Putin durante esta campaña.
Comenzó con una extraordinaria pieza de telerrealidad del Kremlin cuando Putin humilló al director del Servicio de Inteligencia Exterior ruso, Sergey Naryshkin, en una reunión del Consejo de Seguridad de Rusia. Continuó con la valiente protesta de una editora en la televisión rusa.
Otros muchos corresponsales de la televisión rusa y de la NTV han dimitido. No se trata de lo que Putin denominó irónicamente “nashi liberali” (nuestros liberales). Porque han formado parte del proyecto de Putin durante las dos últimas décadas.

Hay otros que manifiestan sus objeciones, como el piloto de pruebas capitán Alexander Garnaev. Enarbolando los títulos de “héroe de Rusia” y “respetado piloto de pruebas”, lanzó un mordaz ataque sobre la forma en que las ciudades ucranianas han sido “bombardeadas y aplastadas con tanques”. Al renunciar a una serie de cargos por una guerra “completamente incomprensible”, Garnaev dijo: “Tarde o temprano la sociedad conocerá el número final de pérdidas y se horrorizará”.
En Novokuznetsk, en el oeste de Siberia, las madres de los soldados enviados a Ucrania acusaron a los oficiales de utilizarlos como “carne de cañón”. Cuando Sergei Tsivilyov, el gobernador regional, prometió que el conflicto terminaría pronto, una de las madres le replicó: “¿Cuando todos estén muertos?”
Son grietas en la superficie lisa de la autoridad de Putin, y vienen de dentro, al igual que la némesis de Yeltsin.
Una coalición que se fractura
La Pax Putinica era en gran medida una coalición: una nueva clase media que podía crecer, viajar y enriquecerse, siempre que no se metiera en política. La gran mayoría de Rusia contaba con servicios básicos, pensiones, sistemas educativos que se privatizaban cada vez más.
Las empresas occidentales podían seguir aumentando sus mercados en Rusia siempre que invirtieran también en el Estado ruso. Putin presidió esta coalición como el hombre que garantizaba la estabilidad en casa y que se ganó el respeto de Rusia como líder veterano en el extranjero.
El aislamiento de Rusia por parte de Occidente, que ahora va a durar mientras Putin siga siendo presidente, rompe esta coalición, y los rusos se preguntan cada vez más si los resultados merecen el alto precio que se les pide.
Su enfado va en ambas direcciones: contra Putin y contra Bruselas. Les molesta que no se les llame europeos, porque todo en su lengua, su cultura, su música y su literatura pide que se les llame europeos.
La Rusia de Putin no es la Unión Soviética resucitada, y este es su problema. Su Rusia no tiene nada parecido a la ideología, la disciplina y la cohesión interna del comunismo ruso en su apogeo.
Rusia no puede volver al aislamiento, digamos, de la Unión Soviética de Yury Andropov, y le costará sustituir a los inversores occidentales por los orientales. Desde que Putin asumió el poder, una generación de rusos ha crecido en un Estado occidentalizado rico en petróleo, que se ha acostumbrado a viajar a Turquía, Chipre, Túnez y Francia dos o tres veces al año y a amueblar sus pisos en Ikea.
Una amenaza existencial
La respuesta de Putin a la evidente reacción interna que está recibiendo es descender a la paranoia. En un discurso improvisado el miércoles, arremetió contra las “quintas columnas” y los “traidores” cuyo único objetivo es la destrucción de Rusia. Incluso apuntó a los ricos de Rusia: “No juzgo en absoluto a quienes tienen una villa en Miami o en la Costa Azul, que no pueden prescindir del foie gras, las ostras o las llamadas libertades de género. El problema no está en absoluto en esto, sino, repito, en el hecho de que muchas de estas personas, por su propia naturaleza, se sitúan mentalmente allí y no aquí, no con nuestro pueblo, no con Rusia. Creen -en su opinión- que eso implica un signo de pertenencia a una casta superior, a una raza superior. Cuando las cosas van mal, esto conlleva una peligrosa inflación de la retórica política”.
Está arremetiendo contra una buena parte de la coalición que él mismo construyó. No es solo un oligarca. Tiene el poder de crearlos. No hay más que ver su entorno: un antiguo cocinero que se convierte en jefe del mayor grupo de mercenarios rusos, l brigada Wagner, su amante gimnasta, un ministro de Transportes que se convierte en ministro de Defensa. Si muerdes a los ricos indecentes de Rusia, ¿qué te queda como Estado?
El problema para Putin ahora es dónde se encuentra Rusia “mentalmente” después de Ucrania.
¿Permitirá Rusia volver a caer en un autoritarismo de tercer grado basado únicamente en la noción de que Occidente está en su contra? Lo que Putin presentó inicialmente como una operación militar para desmilitarizar Ucrania, se presenta ahora como una amenaza existencial para la nación rusa.
Esto no terminará bien ni para Putin ni para Rusia.