Carnicerías consideradas normales: La última ejecución masiva en Arabia Saudí

Binoy Kampmark, CounterPunch, 21 marzo 2022

Traducido del inglés por Sinfo Fernández


Binoy Kampmark fue becario de la Commonwealth en el Selwyn College de Cambridge. En la actualidad imparte clases en la Universidad RMIT de Melbourne. Es colaborador habitual de CounterPunch. También es asociado del Instituto Nautilus de Seguridad y Sostenibilidad (San Francisco) y miembro del programa de valores humanos de la Royal Roads University (Canadá). Correo electrónico: bkampmark@gmail.com; Twitter: @bkampmark

Los grandes reformistas no suelen ubicarse en monarquías teocráticas.  A pesar de afirmar lo contrario, el Reino de Arabia Saudí sigue siendo arcaico en su forma de tratar a sus opositores.  En su sistema penal, las ejecuciones siguen siendo habituales.  Con los países democráticos liberales concentrados con el conflicto de Ucrania y el ruso Vladimir Putin, las autoridades saudíes pensaron que era prudente aprovechar la ocasión.

El 12 de marzo el Ministerio del Interior saudí anunció la ejecución de 81 ciudadanos saudíes y no saudíes, lo que eleva a 92, en lo que va de año, el número de condenados a muerte por Riad.  La última gran tanda de asesinatos se produjo en 2019, cuando 37 personas, entre ellas 33 hombres chiíes, fueron condenados a muerte tras haber sido sentenciados en juicios, de forma habitual, más que dudosos.

Lynn Maalouf, directora regional adjunta de Amnistía Internacional para Oriente Medio y el Norte de África, afirmó que esta orgía de asesinatos de Estado era “aún más escalofriante a la luz del sistema de justicia profundamente defectuoso de Arabia Saudí, que dicta sentencias de muerte tras juicios que son flagrante y descaradamente injustos, y que incluso basan los veredictos en ‘confesiones’ extraídas bajo tortura u otros malos tratos”.

Otro rasgo sórdido del sistema descrito por Maalouf es la tendencia de las autoridades a minimizar el número de juicios que acaban con sentencias de muerte.  El corredor de la muerte, sin embargo, es un rasgo pujante del repertorio del Reino.

Las víctimas ejecutadas fueron condenadas por una gran variedad de cargos.  Según Human Rights Watch, 41 de los hombres, como viene siendo habitual, pertenecían al grupo chií. Los delitos iban desde el asesinato, la vinculación con grupos terroristas extranjeros y el delito, vagamente redactado, de “vigilar y atacar a funcionarios y expatriados”.  Otros delitos incluían la colocación de minas terrestres, intento de asesinato de agentes de policía, ataque a “lugares económicos vitales” y contrabando de armas “para desestabilizar la seguridad, sembrar la discordia y el malestar, y provocar disturbios y caos”.

Mohammad al-Shakhouri, condenado a muerte el 21 de febrero del año pasado, fue acusado de actos violentos mientras participaba en las protestas antigubernamentales.  En el transcurso de la detención y el interrogatorio, careció de representación legal.  No se permitió a su familia verlo hasta ocho meses después de su detención.

El juez del Tribunal Penal Especializado (TCE) que supervisa su juicio solo se interesó de forma matizada por las pruebas presentadas por el acusado de que había sido torturado. Además, había perdido la mayor parte de sus dientes por obra de los agentes de seguridad.  La retirada de Al-Shakouri de la confesión sin valor extraída bajo tal presión supuso que se le impusiera una condena de muerte discrecional.

Además de al-Shakouri, Human Rights Watch señaló también que en otros cuatro casos (Aqil al-Faraj, Morada al-Musa, Yasin al-Brahim y Asad al-Shibr) las violaciones del debido proceso fueron abundantes.  Todos hablaron de torturas y malos tratos en los interrogatorios; todos afirmaron que sus confesiones se habían obtenido bajo coacción.

Estas matanzas estatales no son algo fuera de lo común en Arabia Saudí.  El 2 de enero de 2016 fueron ejecutadas 47 personas, la mayor cifra desde 1980.  Una figura destacada en la lista de muertos fue el clérigo chií Nimr al-Nimr, crítico de la Casa de Saud.  Murió junto con otros miembros de la comunidad chií que estaban cautivos acusados de cargos relacionados con el terrorismo después de, en palabras del Ministerio del Interior, mucho “razonamiento, moderación y diálogo”.

La fórmula de gobierno de los autócratas de Arabia Saudí ha sido aplastar con mano de hierro las protestas y la disidencia, al tiempo que han tratado de configurar al príncipe heredero, Mohammed bin Salman, como un reformista visionario.  En 2020 la misma figura petulante detrás del brutal asesinato del periodista y ciudadano saudí Yamal Khashoggi, dio señales de que se dejaría de recurrir generosamente a la pena de muerte.  Las escrituras islámicas guiarían el uso futuro de la pena capital.

Esto no resultó nada tranquilizador.  Las reformas legales anunciadas el 8 de febrero de 2021, que incluyen el primer código penal escrito para los delitos discrecionales -aquellos que, según la ley islámica, no están definidos por escrito y no conllevan penas predeterminadas-, se están llevando a cabo sin la participación de la sociedad civil, lo que promete ser un asunto muy de arriba a abajo.

Los acontecimientos del calendario de muertes infligidas por el Estado pueden causar indignación, pero los gobiernos y las empresas siguen tratando con el Reino con mentalidad empresarial.  A diferencia del trato que se da ahora a Rusia, nunca se ha producido una cancelación masiva de sus funcionarios de las apariciones públicas por sus carnicerías, ya sean legalmente sancionadas en casa, o en escenarios en Yemen. La ira y la desaprobación, si se expresan, solo se hacen con moderación.  Los debates sobre la pena de muerte se limitan a escenarios como la Asamblea General de la ONU.

El primer ministro del Reino Unido, Boris Johnson, con los malos tiempos que atraviesa, demostró también por qué Riad no tiene nada de qué preocuparse cuando se trata de su tratamiento de disidentes y convictos.  El Reino Unido sigue encontrando a los saudíes agradecidos por las armas fabricadas en Gran Bretaña, que se utilizan habitualmente en la guerra contra los hutíes en Yemen.

La prioridad ahora es menos reformar las bárbaras medidas legales que encontrar proveedores de energía alternativos.  Johnson espera destetar a Gran Bretaña y a los países occidentales de su “adicción” a los hidrocarburos de Rusia.  “Tenemos que hablar con otros productores de todo el mundo sobre cómo podemos alejarnos de esa dependencia”.

Esto implica una visita al Reino, que Johnson no ha dado ninguna indicación de estar dispuesto a cancelar.  Mark Almond, director del Crisis Research Institute, se muestra muy partidario de este cálculo carente de moralidad.  “La realpolitik de esta situación hace que, para poder liberarnos de nuestra dependencia de los combustibles fósiles rusos, tengamos que hacer la vista gorda ante otros males en otros regímenes”.

El viaje resultó infructuoso. El primer ministro no consiguió un acuerdo para aumentar la producción de petróleo, algo que fue obviado por Downing Street con los tópicos de un portavoz:  “Tanto el príncipe heredero de los EAU como el de Arabia Saudí acordaron colaborar estrechamente con nosotros para mantener la estabilidad del mercado energético y continuar la transición hacia las tecnologías renovables y limpias”.

Tan arrogante se ha vuelto el príncipe heredero de Arabia Saudí, que incluso se negó a atender la llamada del presidente de EE.UU., Joe Biden, sobre la apertura de negociaciones respecto a la subida de los precios del petróleo. Y puede además señalar que países aliados, como Estados Unidos, siguen manteniendo la pena capital en su baúl de armas judiciales contra los descarriados y pervertidos.  Las cosas nunca han tenido mejor aspecto para el intrigante asesino.

Foto de portada: La plaza Dira, en el centro de Riad. Conocida localmente como “la plaza chop-chop”, es el lugar de las decapitaciones públicas. (BroadArrow en la Wikipedia inglesa – CC BY-SA 3.0)

Voces del Mundo

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