Las mentiras sobre la inocencia estadounidense

Chris Hedges, ScheerPost, 21 marzo 2022

Traducido del inglés por Sinfo Fernández


Chris Hedges es un periodista ganador del Premio Pulitzer que fue corresponsal en el extranjero durante quince años para The New York Times, donde ejerció como jefe de la Oficina de Oriente Medio y jefe de la Oficina de los Balcanes del periódico. Entre sus libros figuran: American Fascists: The Christian Right and the War on AmericaDeath of the Liberal Class,  War is a Force That Gives Us Meaning y Days of Destruction, Days of Revolt  una colaboración con el dibujante de cómics y periodista Joe Sacco. Anteriormente trabajó en el extranjero para The Dallas Morning News, The Christian Science Monitor y NPR. Es el presentador del programa On Contact, nominado a los premios Emmy.

La calificación de Vladimir Putin como criminal de guerra por parte de Joe Biden, que abogó por la guerra de Iraq y apoyó incondicionalmente los veinte años de carnicería en Oriente Medio, es un ejemplo más de la hipócrita postura moral que se extiende por Estados Unidos. No está claro cómo se podría juzgar a Putin por crímenes de guerra, ya que Rusia, al igual que Estados Unidos, no reconoce la jurisdicción del Tribunal Penal Internacional de La Haya. Pero la justicia no es lo importante. Los políticos como Biden, que no aceptan la responsabilidad de nuestros bien documentados crímenes de guerra, refuerzan sus credenciales morales demonizando a sus adversarios. Saben que la posibilidad de que Putin se enfrente a la justicia es nula. Y saben que sus posibilidades de enfrentarse a la justicia son las mismas.

Sabemos quiénes son nuestros más recientes criminales de guerra, entre otros: George W. Bush, Dick Cheney, Donald Rumsfeld, el general Ricardo Sánchez, el exdirector de la CIA George Tenet, el ex fiscal general adjunto Jay Bybee, el ex fiscal general adjunto John Yoo, que estableció el marco legal para autorizar la tortura; los pilotos de helicóptero que abatieron a civiles, entre ellos dos periodistas de Reuters, en el vídeo “Collateral Murder” publicado por WikiLeaks. Tenemos pruebas de los crímenes que cometieron.

Pero, al igual que en la Rusia de Putin, quienes sacan a la luz estos crímenes son silenciados y perseguidos. Julian Assange, a pesar de no ser ciudadano estadounidense y de que su sitio WikiLeaks no es una publicación con sede en Estados Unidos, está acusado en virtud de la Ley de Espionaje de Estados Unidos por hacer públicos numerosos crímenes de guerra de Estados Unidos. Assange, actualmente alojado en una prisión de alta seguridad en Londres, está librando una batalla perdida en los tribunales británicos para bloquear su extradición a Estados Unidos, donde se enfrenta a 175 años de prisión. Un conjunto de reglas para Rusia, otro conjunto de reglas para Estados Unidos. Llorar lágrimas de cocodrilo por los medios de comunicación rusos, que están siendo fuertemente censurados por Putin, mientras se ignora la situación del editor más importante de nuestra generación, dice mucho de lo que realmente le importa a la clase dirigente la libertad de prensa y la verdad.

Si exigimos justicia para los ucranianos, como deberíamos, también debemos exigir justicia para el millón de personas asesinadas -400.000 de ellas no combatientes- por nuestras invasiones, ocupaciones y ataques aéreos en Iraq, Afganistán, Siria, Yemen y Paquistán. Debemos exigir justicia para los que resultaron heridos, enfermaron o murieron porque destruimos hospitales e infraestructuras. Debemos exigir justicia para los miles de soldados e infantes de marina que murieron, y muchos más que resultaron heridos y viven con discapacidades de por vida, en guerras iniciadas y sostenidas con mentiras. Debemos exigir justicia para los 38 millones de personas que han sido desplazadas o se han convertido en refugiados en Afganistán, Iraq, Pakistán, Yemen, Somalia, Filipinas, Libia y Siria, una cifra que supera el total de los desplazados en todas las guerras desde 1900, aparte de la Segunda Guerra Mundial, según el Instituto Watson de Asuntos Internacionales y Públicos de la Universidad de Brown. Decenas de millones de personas, que no tenían ninguna relación con los atentados del 11-S, murieron, resultaron heridas, perdieron sus hogares y vieron sus vidas y sus familias destruidas por culpa de nuestros crímenes de guerra. ¿Quién clamará por ellos?

Todos los esfuerzos para que nuestros criminales de guerra rindan cuentas han sido rechazados por el Congreso, los tribunales, los medios de comunicación y los dos partidos políticos gobernantes. El Centro para los Derechos Constitucionales, al que se le ha impedido presentar demandas en los tribunales estadounidenses contra los arquitectos de estas guerras preventivas, definidas por las leyes posteriores a Nuremberg como “guerras criminales de agresión», presentó mociones en los tribunales alemanes para que los dirigentes estadounidenses rindan cuentas por las graves violaciones de la Convención de Ginebra, incluida la autorización de la tortura en lugares negros como Guantánamo y Abu Ghraib.

Aquellos que tienen el poder de hacer cumplir el Estado de Derecho, de pedir cuentas a nuestros criminales de guerra, de expiar nuestros crímenes de guerra, dirigen su indignación moral exclusivamente a la Rusia de Putin. “Atacar intencionadamente a civiles es un crimen de guerra”, dijo el secretario de Estado Anthony Blinken, condenando a Rusia por atacar lugares civiles, entre ellos un hospital, tres escuelas y un internado para niños con discapacidad visual en la región ucraniana de Luhansk. “Estos incidentes se unen a una larga lista de ataques contra lugares civiles, no militares, en toda Ucrania”, dijo. Beth Van Schaack, embajadora itinerante para la justicia penal mundial, dirigirá los esfuerzos del Departamento de Estado, dijo Blinken, para “ayudar en los esfuerzos internacionales para investigar los crímenes de guerra y hacer que los responsables rindan cuentas”.

Esta hipocresía colectiva, basada en las mentiras que nos contamos sobre nosotros mismos, va acompañada de envíos masivos de armas a Ucrania. Alimentar las guerras por delegación era una especialidad de la Guerra Fría. Hemos vuelto al guión. Si los ucranianos son heroicos luchadores de la resistencia, ¿qué pasa con los iraquíes y los afganos, que lucharon con la misma valentía y tenacidad contra una potencia extranjera tan salvaje como Rusia? ¿Por qué no se les ensalzó? ¿Por qué no se impusieron sanciones a Estados Unidos? ¿Por qué no se proporcionó también a quienes defendieron a sus países de la invasión extranjera en Oriente Medio, incluidos los palestinos bajo ocupación israelí, miles de armas antitanque, armas antiblindaje, armas antiaéreas, helicópteros, drones Switchblade o “Kamikaze”, cientos de sistemas antiaéreos Stinger, misiles antitanque Javelin, ametralladoras y millones de cartuchos? ¿Por qué el Congreso no se apresuró a aprobar un paquete de 13.600 millones de dólares para proporcionar ayuda militar y humanitaria, además de los 1.200 millones de dólares ya proporcionados al ejército ucraniano, para ellos?

Bueno, ya sabemos por qué. Nuestros crímenes de guerra no cuentan, y las víctimas de nuestros crímenes de guerra tampoco. Y esta hipocresía hace imposible un mundo basado en las normas, que respete el derecho internacional.

Esta hipocresía no es nueva. No hay ninguna diferencia moral entre los bombardeos de saturación que Estados Unidos llevó a cabo sobre poblaciones civiles desde la Segunda Guerra Mundial, incluso en Vietnam e Iraq, y los ataques a centros urbanos por parte de Rusia en Ucrania o los atentados del 11-S contra el World Trade Center. La muerte masiva y las bolas de fuego en el horizonte de una ciudad son las tarjetas de visita que hemos dejado en todo el mundo durante décadas. Nuestros adversarios hacen lo mismo.

Los ataques deliberados contra civiles, ya sea en Bagdad, Kiev, Gaza o Nueva York, son todos crímenes de guerra. El asesinato de al menos 112 niños ucranianos, hasta el 19 de marzo, es una atrocidad, pero también lo es el asesinato de 551 niños palestinos durante el asalto militar de Israel a Gaza en 2014. También lo es la matanza de 230.000 personas en los últimos siete años en Yemen a causa de las campañas de bombardeo y los bloqueos saudíes que han provocado hambrunas masivas y epidemias de cólera. ¿Dónde estaban los llamamientos a una zona de exclusión aérea sobre Gaza y Yemen? Imagínense cuántas vidas se podrían haber salvado.

Los crímenes de guerra exigen el mismo juicio moral y la misma responsabilidad. Pero no los obtienen. Y no lo consiguen porque tenemos un conjunto de normas para los europeos blancos y otro para los no blancos de todo el mundo. Los medios de comunicación occidentales han convertido en héroes a los voluntarios europeos y estadounidenses que acuden a Ucrania a luchar, mientras que los musulmanes occidentales que se unen a los grupos de resistencia que luchan contra los ocupantes extranjeros en Oriente Medio son criminalizados como terroristas. Putin ha sido implacable con la prensa. Pero también lo ha sido nuestro aliado el gobernante saudí de facto Mohammed bin Salman, que ordenó el asesinato y desmembramiento de mi amigo y colega Yamal Khashoggi, y que este mes supervisó una ejecución masiva de 81 personas condenadas por delitos penales. La cobertura de Ucrania, especialmente después de pasar siete años informando sobre los asaltos asesinos de Israel contra los palestinos, es otro ejemplo de la división racista que define a la mayoría de los medios de comunicación occidentales.

La Segunda Guerra Mundial comenzó con el entendimiento, al menos por parte de los aliados, de que emplear armas industriales contra poblaciones civiles era un crimen de guerra. Pero a los 18 meses de iniciada la guerra, alemanes, estadounidenses y británicos bombardeaban sin descanso las ciudades. Al final de la guerra, una quinta parte de los hogares alemanes habían quedado destruidos. Un millón de civiles alemanes murieron o resultaron heridos en los bombardeos. Siete millones y medio de alemanes se quedaron sin hogar. La táctica del bombardeo de saturación, o bombardeo de área, que incluyó el bombardeo con fuego de Dresde, Hamburgo y Tokio, que mató a más de 90.000 civiles japoneses en Tokio y dejó a un millón de personas sin hogar, y el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, que se cobraron la vida de entre 129.000 y 226.000 personas, la mayoría de ellas civiles, tenía el único propósito de romper la moral de la población mediante la muerte y el terror masivos. Ciudades como Leningrado, Stalingrado, Varsovia, Coventry, Royan, Nanjing y Rotterdam fueron arrasadas.

Convirtió a los arquitectos de la guerra moderna, todos ellos, en criminales de guerra.

Desde entonces, los civiles han sido considerados objetivos legítimos en todas las guerras. En el verano de 1965, el entonces secretario de Defensa Robert McNamara calificó los bombardeos al norte de Saigón, que dejaron cientos de miles de muertos, como un medio eficaz de comunicación con el gobierno de Hanoi. McNamara, seis años antes de morir, a diferencia de la mayoría de los criminales de guerra, tuvo capacidad de autorreflexión. Entrevistado en el documental “The Fog of War” (La niebla de la guerra), se mostró arrepentido, no solo por haber atacado a civiles vietnamitas, sino por los ataques aéreos contra civiles en Japón durante la Segunda Guerra Mundial, supervisados por el general de la Fuerza Aérea Curtis LeMay.

“LeMay dijo que, si hubiéramos perdido la guerra, todos habríamos sido procesados como criminales de guerra”, decía McNamara en la película. “Y creo que tiene razón… LeMay reconoció que lo que estaba haciendo se consideraría inmoral si su bando hubiera perdido. Pero, ¿qué hace que sea inmoral si se pierde, y no inmoral si se gana?”

LeMay, que más tarde fue jefe del Mando Aéreo Estratégico durante la Guerra de Corea, llegó a lanzar toneladas de napalm y bombas incendiarias sobre objetivos civiles en Corea que, según sus propias estimaciones, mataron al 20% de la población durante un período de tres años.

La matanza industrial define la guerra moderna. Es una masacre impersonal. Está administrada por vastas estructuras burocráticas que perpetúan la matanza durante meses y años. Está sostenida por la industria pesada que produce un flujo constante de armas, municiones, tanques, aviones, helicópteros, acorazados, submarinos, misiles y suministros producidos en masa, junto con transportes mecanizados que trasladan tropas y armamento por ferrocarril, barco, aviones de carga y camiones al campo de batalla. Moviliza las estructuras industriales, gubernamentales y organizativas para la guerra total. Centraliza los sistemas de información y control interno. Especialistas y expertos, provenientes del establishment militar, junto con académicos y medios de comunicación complacientes racionalizan todo ello para el público.

La guerra industrial destruye los sistemas de valores existentes que protegen y nutren la vida, sustituyéndolos por el miedo, el odio y la deshumanización de aquellos que se nos hace creer que merecen ser exterminados. Se guía por las emociones, no por la verdad o los hechos. Borra los matices, sustituyéndolos por un universo binario infantil de nosotros y ellos. Lleva a la clandestinidad las narrativas, las ideas y los valores que compiten entre sí, y vilipendia a todos los que no hablan en el tono nacional que sustituye al discurso y al debate civil. Se promociona como un ejemplo de la inevitable marcha del progreso humano, cuando en realidad nos acerca cada vez más a la aniquilación masiva en un holocausto nuclear. Se burla del concepto de heroísmo individual, a pesar de los febriles esfuerzos de los militares y de los medios de comunicación para vender este mito a jóvenes reclutas ingenuos y a un público crédulo. Es el Frankenstein de las sociedades industrializadas. La guerra, como advirtió Alfred Kazin, es “el fin último de la sociedad tecnológica”. Nuestro verdadero enemigo está dentro. 

Históricamente, aquellos que son procesados por crímenes de guerra, ya sea la jerarquía nazi en Nuremberg o los líderes de Liberia, Chad, Serbia y Bosnia, son procesados porque perdieron la guerra y porque son adversarios de Estados Unidos.

No se juzgará a los gobernantes de Arabia Saudí por los crímenes de guerra cometidos en Yemen, ni a los dirigentes militares y políticos estadounidenses por los crímenes de guerra que llevaron a cabo en Afganistán, Iraq, Siria y Libia, o una generación antes, en Vietnam, Camboya y Laos. Las atrocidades que cometimos, como My Lai, donde 500 civiles vietnamitas desarmados fueron abatidos a tiros por soldados estadounidenses, que se hacen públicas, se abordan buscando un chivo expiatorio, normalmente un oficial de bajo rango al que se le impone una condena simbólica. El teniente William Calley cumplió tres años de arresto domiciliario por los asesinatos de My Lai. Once soldados estadounidenses, ninguno de los cuales era oficial, fueron condenados por torturas en la prisión de Abu Ghraib, en Iraq. Pero los arquitectos y señores de nuestra matanza industrial, como Franklin Roosevelt, Winston Churchill, el general Curtis LeMay, Harry S. Truman, Richard Nixon, Henry Kissinger, Lyndon Johnson, el general William Westmoreland, George W. Bush, el general David Petraeus, Barack Obama y Joe Biden nunca rinden cuentas. Dejan el poder para convertirse en venerados ancianos estadistas.

La matanza masiva de la guerra industrial, el hecho de no rendir cuentas, de no ver nuestra propia cara en los criminales de guerra que condenamos, tendrá consecuencias ominosas. El escritor y superviviente del Holocausto Primo Levi comprendió que la aniquilación de la humanidad de los demás es un requisito previo para su aniquilación física. Nos hemos convertido en cautivos de nuestras máquinas de muerte industrial. Los políticos y los generales manejan su furia destructiva como si fueran juguetes. Los que denuncian la locura, los que exigen el imperio de la ley, son atacados y condenados. Estos sistemas de armas industriales son nuestros ídolos modernos. Adoramos sus proezas mortales. Pero todos los ídolos, nos dice la Biblia, comienzan exigiendo el sacrificio de otros y terminan en un autosacrificio apocalíptico.

Imagen de la portada: ¡Feliz Día del Juicio Final! (Ilustración de Mr. Fish)

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