Los costes de otra guerra (cuando deberíamos estar luchando contra el cambio climático)

Andrea Mazzarino, TomDispatch.com, 29 marzo 2022

Traducido del inglés por Sinfo Fernández


Andrea Mazzarino, colaboradora habitual de TomDispatch, es cofundadora del proyecto Costs of War de la Universidad de Brown. Ha ocupado varios puestos clínicos, de investigación y de defensa, entre otros en una clínica para pacientes externos con TEPT (trastorno de estrés postraumático) de Asuntos de Veteranos, en Human Rights Watch y en una agencia comunitaria de salud mental. Es coeditora de “War and Health: The Medical Consequences of the Wars in Iraq and Afghanistan”.

¿Qué tienen en común un niño de seis años en Estados Unidos y una persona de 85 en Rusia, además de estar [en teoría] en bandos opuestos de una guerra?

Ambos sienten la presión de un planeta que se calienta.

“¿Va a calentarse tanto la Tierra que no podremos sobrevivir?”, me preguntó mi hijo pequeño el verano pasado mientras caminábamos por el bosque que hay detrás de nuestra casa de Maryland. No estoy segura, respondí vacilante. (No es precisamente la respuesta más tranquilizadora de una madre a una pregunta que me hago todos los días). Acabábamos de dejar a mi hija menor en casa, porque empezó a jadear al comienzo de esa mañana de julio que ya superaba los 38ºC.

Unos veranos antes, durante una visita a una ciudad situada a unos 4.500 kilómetros de distancia, cerca de San Petersburgo (Rusia), una amiga de edad avanzada me dijo: “¿Cuándo ha hecho tanto calor?”. Al igual que mi hija, respiraba con dificultad y miraba continuamente hacia la puerta de su casa.

Desde los años 90, como antropóloga de los derechos humanos y la guerra, he viajado a Rusia. Visitaba entonces la granja donde mi amiga cultivaba algunas frutas y verduras para añadirlas a los alimentos que compraba con un estipendio del gobierno, que recibía como superviviente del asedio de los nazis a su ciudad durante la Segunda Guerra Mundial. Señaló las manzanas de su huerto y sacudió la cabeza. Puestas cada otoño en conserva, constituían parte de su dieta, pero cada año parecían crecer menos. Me pregunté si iba a morirse de hambre y calor después de sobrevivir a la guerra.

Normalmente, cuando sacaba a relucir mi preocupación por el calentamiento del clima, se limitaba a bromear. “En Rusia nos vendría bien un poco de calentamiento global”, decía y señalaba el paisaje de carámbanos que rodeaba su casa de madera. A menudo oía alguna versión de ese estribillo satírico en ciudades de toda Rusia, donde, en invierno, el aire puede ser tan frío que te escuecen los pulmones.

Sin embargo, en mi última visita, quedó claro que tanto las heladas como el calor eran cada vez más severos e imprevisibles. Tanto entre los conocidos como entre los colegas activistas, encontré una creciente conciencia de los problemas medioambientales, como la deforestación y la contaminación del agua. Pero eran cuidadosos en lo que decían, ya que las organizaciones no gubernamentales rusas se enfrentaban regularmente a amenazas e incluso a acusaciones por motivos políticos que podían obligarlas a cerrar.

Aun así, en toda Rusia había visto también ejemplos de autoridades locales que escuchaban a esos activistas y a veces hacían pequeños cambios, como detener proyectos de tala para proteger el suministro de alimentos de una comunidad o detener construcciones que contaminaban los pozos locales. Y, cada vez más, el cambio climático resultaba más difícil de ignorar incluso para el autocrático presidente de Rusia, Vladimir Putin, ya que recientemente Siberia estaba literalmente en llamas y su permafrost derretido estaba creando una “bomba de relojería de metano” de gases de efecto invernadero que contribuiría a impulsar el calentamiento global de forma potencialmente desastrosa.

Los costes medioambientales de la guerra

Parece irónico, aunque no exactamente sorprendente, que, al invadir Ucrania el mes pasado, otro líder que dice preocuparse por el futuro de la humanidad iniciara una nueva guerra (¡justo lo que necesitábamos!) en este planeta. Y esa decisión me ha dejado atormentado por las imágenes del cambio climático en la guerra: los gases de escape que emanan del tráfico de los que se alejan de ciudades ucranianas como Kiev, mientras millones de civiles siguen huyendo de los devastadores bombardeos del ejército ruso. O piensen en el humo sobre la base militar en el oeste de Ucrania que Rusia atacó o en las imágenes de los residentes desesperados de la ciudad portuaria asediada de Mariupol quemando leña para mantenerse calientes.

En 2011 ayudé a fundar el Proyecto Costes de la Guerra de la Universidad de Brown, que se encargó de rastrear, primero, los costes humanos y financieros de la guerra global estadounidense contra el terrorismo y, ahora, los de los conflictos armados como el que se desarrolla actualmente en Ucrania. Mientras la invasión rusa prosigue de forma tan desastrosa, lo que debería ser obvio para todos nosotros es que cualquier guerra solo exacerbará otro asesino en este planeta, y ese asesino, por supuesto, es el cambio climático.

Iniciamos el Proyecto Costes de la Guerra precisamente porque las verdaderas víctimas y los costes financieros de los conflictos armados son notoriamente difíciles de calcular, dada la deliberada ofuscación de los gobiernos, por no hablar del caos de la batalla. Pero hay otro coste que se está volviendo demasiado claro y que debemos reconocer. Consideremos las enormes cantidades de energía que se gastan para hacer volar aviones de combate, o disparar misiles, o trasladar y abastecer a los soldados, o enviar un convoy de tanques hacia Kiev. Todo esto, devastador en sí mismo, se convierte ahora en parte de otra guerra, la guerra humana que está calentando este planeta y que ya afecta a más de sus casi ocho mil millones de habitantes.

La guerra moderna, después de todo, es preocupantemente intensiva en energía. Pensemos en una única misión en 2017, cuando dos bombarderos Stealth B2-B de Estados Unidos volaron cerca de 12.000 millas para atacar objetivos del Estado Islámico en Libia. Solo ellos emitieron unas 1.000 toneladas métricas de gases de efecto invernadero. Consideren esto también: sabemos que las emisiones de gases de efecto invernadero del ejército de Estados Unidos anualmente son mayores que las de países como Dinamarca, Portugal y Suecia. Y olvídense de los rusos por un momento: Estados Unidos sigue teniendo operaciones militares en más de 85 países (¡y suma y sigue!).

Peor aún, librar una guerra significa desviar energía y recursos a matar en lugar de al desarrollo sostenible. Es probable que los países implicados, incluso de forma periférica, en estos conflictos tengan una capacidad mucho más limitada para hacer frente a esa otra guerra, la medioambiental. Por ejemplo, Italia y Alemania tras la invasión de Ucrania.  Ante la necesidad de sustituir el gas natural y otros combustibles suministrados por Rusia, Italia tiene ahora planes provisionales para reabrir las plantas de carbón previamente cerradas; mientras que Alemania, enfrentada a una crisis energética aún mayor sin el suministro de energía ruso, puede retrasar ahora los planes de cierre de sus últimas plantas de carbón hasta 2030. Ambos son pequeños desastres climáticos.  Obviamente, no hay forma de imaginar cuándo las ciudades de Ucrania podrán volver a enfrentarse al cambio climático. La ahora destruida Mariupol es un buen ejemplo. Una vez etiquetada por el Programa de Ciudades Verdes del Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo como una de las ciudades más “comprometidas” por sus esfuerzos para invertir en energías renovables y limpiar la contaminación del agua, ahora se encuentra en una lucha desesperada por su propia supervivencia.

Del mismo modo, según el Conflict and Environment Observatory, desde el inicio de la guerra entre el ejército ucraniano y los separatistas apoyados por Rusia en la región del Donbás en 2014, la principal central eléctrica de la zona ha tenido que utilizar reservas de combustible de baja calidad y altamente contaminante. La de mayor calidad que antes suministraba el gobierno central de Ucrania ya no está disponible. Otras consecuencias de esta guerra y de guerras similares son la tala de bosques para alojar a los refugiados y la alimentación de los campamentos con generadores de gas. Los métodos improvisados y peligrosos de eliminación de residuos, como las fosas de quema de Estados Unidos en las bases militares de Iraq [y Afganistán], fueron otro ejemplo de los métodos ambientalmente destructivos que se sancionan con tanta frecuencia en condiciones de guerra.

Estados Unidos y su inacción climática

Últimamente, los titulares que advierten de la catástrofe medioambiental han sido desplazados completamente (en la medida en que incluso existían) por los titulares sobre la guerra. Todos hablamos de la posibilidad de una Tercera Guerra Mundial, pero hay muy pocas conversaciones sobre el impacto climático de la acumulación militar que ya afecta a Europa de forma tan radical.

Considérese típico de nuestro momento (y el secretario general de la ONU, António Guterres, es la excepción) que el presidente Biden haya omitido esencialmente el cambio climático en su discurso sobre el Estado de la Unión, incluso cuando obtuvo el aplauso bipartidista, por pedir a los estadounidenses que se unieran en apoyo de Ucrania. Una versión muy reducida de su proyecto de ley de gastos Build Back Better (Reconstruir mejor), que podría haber canalizado 3,5 billones de dólares hacia la inversión en servicios sociales y energía limpia, ni siquiera reunió suficientes votos en su propio partido para ser aprobada en el Senado. (¡Gracias, magnate del carbón Joe Manchin!)

Sin embargo, apenas dos semanas después de la guerra entre Rusia y Ucrania, un Senado bipartidista votó por 68-31 un proyecto de ley de gasto público de 1,5 billones de dólares que autorizaba 13.600 millones de dólares en ayuda militar y humanitaria para Ucrania. El paquete incluye el envío de decenas de miles de tropas estadounidenses a los países de la OTAN, el pago de los 350 millones de dólares en armamento que este país ha ya enviado al ejército ucraniano, nuestra ayuda en materia de inteligencia a ese país y dinero para ayudar a aplicar las sanciones contra Rusia. Y está claro que la espita se acaba de abrir. La administración Biden añadió otros 800 millones de dólares en armas y equipos de protección para el ejército de Ucrania en la tercera semana de la guerra. Más recientemente, se comprometió a aportar 1.000 millones de dólares más para ayudar a los países europeos a aceptar a los refugiados ucranianos, al tiempo que prometió admitir a 100.000 refugiados ucranianos en suelo estadounidense.

El coste humano de la guerra, por supuesto, continúa desarrollándose día a día, ya que partes de Ucrania son destruidas y miles de personas de ambos bandos mueren en los combates, aunque las estimaciones de las cifras varían mucho. Ese es parte del problema. Calcular los verdaderos costes de la guerra lleva muchos años, mientras que, incluso antes de que el humo se disipe, otra guerra, una guerra medioambiental cuyas víctimas serán a largo plazo asombrosas, está preparándose, apenas advertida por muchos.

La carnicería medioambiental, antes y ahora

El cambio climático está afectando a la salud de las personas, al entorno natural y a nuestras infraestructuras en todas partes. Según el último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de la ONU, estos efectos, que incluyen la intensificación de las condiciones meteorológicas extremas, una mayor frecuencia y propagación de enfermedades, una grave escasez de agua en el futuro para aproximadamente la mitad de la población mundial anualmente, e inundaciones y sequías más frecuentes, se estaban intensificando incluso antes de que comenzara la última guerra.

Los científicos afirman que, teniendo en cuenta el ritmo actual de consumo de energía y el cambio de temperatura que lo acompaña, para el año 2100 deberíamos esperar consecuencias de este tipo: un aumento de cinco veces en los fenómenos meteorológicos extremos como las inundaciones o los incendios forestales; un salto en el porcentaje de la población mundial expuesta a un estrés térmico mortal del 48% al 76%; más de mil millones de habitantes costeros afectados negativamente por la subida de los mares y otros riesgos climáticos para mediados de siglo; y 183 millones más de personas desnutridas para entonces.

Sin embargo, en algún lugar de esta avalancha de malas noticias climáticas puede haber un extraño resquicio de esperanza: tal gama de crisis climáticas potenciales que no prestan atención a las fronteras debería tener, en última instancia, el potencial de conectarnos con nuestros enemigos geopolíticos (aunque esto parece incluso menos probable que cuando comenzó la guerra de Ucrania, ahora que el enviado climático de Putin ha dimitido en señal de protesta). El desarrollo de la diplomacia climática nunca ha sido más urgente, ya que sin una acción colectiva dirigida a crear un mundo neutro en carbono para 2050, todos perderemos esta lucha.

En 2010 hice un viaje de cuatro días en tren desde San Petersburgo hasta la región de Krasnodar, cerca de Ucrania, para asistir a la boda de un amigo. El calor de ese mes de julio ya era sofocante. La sequía había provocado incendios forestales que se extendían por toda la Rusia europea, cubriendo Moscú de un humo pútrido y provocando, al parecer, decenas de miles de muertes en exceso por diversas causas relacionadas con el calor, la contaminación y los propios incendios.

Al igual que yo, otros pasajeros abrieron las ventanillas de nuestros vagones-cama para que corriera la brisa, pero el aire estaba tan cargado de humo que nos cubría la cara de hollín en pocos minutos. En un momento dado, un grupo de nuevos reclutas del ejército ruso, adolescentes delgados con la cara llena de acné, subió a mi vagón. Bromeaban diciendo que el aire les hacía sentir como si hubieran estado fumando todo el día, cuando lo que intentaban era no hacerlo para poder llevar a cabo la misión que les esperaba en las conflictivas zonas fronterizas de Rusia. (El equipo de Putin estaba entonces luchando en una guerra de contrainsurgencia en la cercana Chechenia). Los soldados reunían las monedas que les sobraban e insistían en preparar comidas para que todos las compartiéramos con productos comprados en mercados al aire libre donde el tren hacía paradas.

Durante ese viaje, hace 12 años, ya se sentía que algo estaba cambiando en cuanto a la relación de Rusia con el mundo. A los periodistas les resultaba cada vez más difícil escribir de forma crítica sobre el gobierno, especialmente sobre el ejército. Aparecían restaurantes de lujo, concesionarios de automóviles y tiendas de cosméticos, pero los rusos de a pie seguían luchando por llegar a fin de mes.

Cuando el tren se detenía en pequeñas ciudades, las abuelas y los niños que sostenían bandejas de papel con chuletas de pollo y pepinos caseros para que los pasajeros los compraran parecían mucho más desgastados por el viento y cubiertos de hollín que nosotros. En una parada, un policía de unos cincuenta años, con su mujer y sus dos hijos, que se dirigían a su casa en Chechenia, se unió a mí en mi cabina. Habían estado de vacaciones en Crimea, que entonces todavía controlaba Ucrania. “¿Sabía que antes había pertenecido a Rusia?”, me preguntó. Añadió que era más fácil para su familia ir allí cuando él era un niño y Ucrania aún formaba parte de la Unión Soviética, pero que era hermosa y que yo debía visitarla. Él y su mujer se turnaban para limpiar la cara de sus hijos con paños húmedos. “Dios mío, ¿cuándo ha llegado este calor a ser tan terrible?”, preguntó, no exactamente a mí, sino al aire, al planeta.

Y es cierto, nunca he olvidado el calor que nos envolvía a todos entonces y mi temprana sensación de humanidad compartida frente a un clima cambiante. Por supuesto, como sabe cualquiera que haya vivido en el Oeste estadounidense los incendios récord, los domos de calor y la megasequía del año pasado, la situación no ha hecho más que empeorar.

Por muy diferente que sea nuestra demasiado frágil democracia de la autocracia rusa, lo que tenemos en común es la miopía. Ésta hace que la clase política de ambos países se centre en soluciones militares (¿recuerdan la desastrosa Guerra Global contra el Terror? a problemas geopolíticos con profundas raíces históricas. ¿Y si hubiéramos conseguido el apoyo de intermediarios como Finlandia o Israel cuando Volodymyr Zelensky se acercó por primera vez a Putin al asumir la presidencia de Ucrania en 2019? ¿Y si hace tiempo Washington hubiera declarado que Ucrania nunca sería candidata a entrar en la OTAN? Quizás hoy su presidente no estaría abogando por una zona de exclusión aérea de la OTAN que podría llevar al mundo al borde existencial de la guerra nuclear.

Lo que sí podría marcar la diferencia serían las medidas diplomáticas no violentas para proteger a las víctimas de esta guerra, allanando el camino para que la diplomacia triunfe sobre el militarismo y el desarrollo sostenible sobre la destrucción. Se me revuelve el estómago al ver que la ventana para actuar se está cerrando para la gente que quiero, cerca y lejos. No solo la horrible matanza y destrucción del momento, sino el sufrimiento a largo plazo que probablemente se produzca por el daño medioambiental que estamos causando, debería impulsarnos a todos a pedir un gran impulso diplomático para acabar con la pesadilla de Ucrania ahora. Al fin y al cabo, si las grandes potencias del mundo no se unen pronto en la acción climática, estamos abocados a muy graves problemas.

(Imagen de portada: Foto fechada en 1945 que muestra la devastada ciudad de Hiroshima el día después de la primera bomba atómica, lanzada por un B-29 de la fuerza aérea de Estados Unidos el 6 de agosto de 1945. Fuente: GETTY Images)

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