Tom Engelhardt, TomDispatch, 7 abril 2022
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Tom Engelhardt creó y dirige el sitio web TomDispatch.com. También es cofundador del American Empire Project y autor de una elogiada historia sobre el triunfalismo estadounidense en la Guerra Fría: “The End of Victory Culture”. Es miembro del Type Media Center; su sexto y último libro es “A Nation Unmade by War”.
Una fiesta histórica de muerte y destrucción desde las guerras del Peloponeso hasta la noche de mañana.
Disculpen si hoy divago un poco, y si les molesta, no me culpen a mí, culpen a Vladimir Putin. Después de todo, yo no decidí invadir Ucrania, el lugar del que huyó mi abuelo hace casi 140 años. Sospecho, en realidad, que ya era adulto antes de saber que ese lugar existía. Si se me pudiera acusar de algo, tal vez se podría decir que, durante la mayor parte de mi vida, evité a Ucrania.
Todos nosotros, de alguna manera, vivimos ahora dentro de las ondas de choque de la grotesca invasión del presidente ruso y de una guerra que tiene lugar cerca del corazón de Europa. No tenía ni un año en mayo de 1945 cuando terminó la Segunda Guerra Mundial en Europa, junto con años de carnicería sin parangón en este planeta. Millones de rusos, seis millones de judíos, Dios sabe cuántos franceses, británicos, alemanes, ucranianos y… bueno, la lista sigue y sigue… murieron y cuántos más resultaron heridos o desplazados de sus hogares y vidas. Si pensamos en la Alemania de Adolf Hitler, estamos hablando nada menos que de un infierno en la Tierra. Eso fue Europa desde finales de los años 30 hasta 1945.
En los más de tres cuartos de siglo transcurridos desde entonces, con la excepción de las breves invasiones soviéticas de Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968, una guerra civil (con intervención exterior) a principios de la década de 1990 en la antigua Yugoslavia, así como guerras en lugares marginales como Chechenia, Europa ha sido la definición de la paz. De ahí la conmoción de todo esto. Créanme, no habría sido ni por asomo lo mismo si Vladimir Putin hubiera invadido Kazajistán o Afganistán o… bueno, ya captan la idea. De hecho, en 1979, cuando los líderes de la Unión Soviética enviaron el Ejército Rojo a Afganistán y de nuevo, poco más de dos décadas después, cuando George W. Bush y su equipo ordenaron al ejército de Estados Unidos invadir el mismo país, hubo muy pocos gritos de alarma, supuestamente porque no había ocurrido en el corazón de Europa y a quién demonios le importaba (aparte, por supuesto, de los afganos que tuvieron la desgracia de toparse en su camino con esos dos ejércitos).
Ahora, Vlad ha vuelto a convertir parte de Europa en una pesadilla desgarrada por la guerra, un auténtico infierno en la tierra de fuego y destrucción. Ha arrasado con partes significativas de las principales ciudades, ha hecho que más de cuatro millones de ucranianos huyan del país como refugiados y ha desarraigado al menos a 6,5 millones más en esa tierra. Considérese una medida del horror del momento el hecho de que más de la mitad de los niños ucranianos hayan sido desplazados de alguna manera. Desde que ese país se convirtió en el centro de la atención de los medios de comunicación (en términos de cobertura, es como si cada día fuera el día después de los ataques del 11 de septiembre), desde que se convirtió más o menos en la única historia en la Tierra, no es de extrañar que también haya llegado a parecer un horror, un crimen, de un tipo esencialmente sin precedentes, una intrusión más allá de toda medida. La conmoción ha sido mayúscula. Eso no se hace, ¿verdad?
El corazón de la guerra, históricamente hablando
Sin embargo, curiosamente, el grosero acto del presidente ruso encaja de forma horrible en una historia mucho más amplia y larga de Europa y de este planeta. Después de todo, hasta 1945, en lugar de ser una ciudadela de la paz mundial, el orden y la cooperación al estilo de la Unión Europea, ese continente era regularmente un infierno de guerra, conflicto y matanza.
Podemos remontarnos, por supuesto, al menos al año 460 a.C., cuando comenzó la Guerra del Peloponeso, de 15 años de duración, entre las ciudades-estado griegas de Atenas y Esparta, en una época que ha sido considerada durante mucho tiempo como el “amanecer de la civilización”. Desde entonces y hasta la época imperial romana, la guerra, o más bien la abundancia de guerras, fueron el núcleo de esa civilización en desarrollo.
Una vez que se llega a la historia posterior de Europa, tanto si se habla de los vikingos que asaltan Inglaterra como de los reyes ingleses como Enrique V que luchan en Francia (¡lean a Shakespeare! ) en lo que se conoció como la Guerra de los Cien Años; como si están pensando en la Guerra de los Treinta Años en la Europa medieval en la que se cree que perecieron millones de personas; como de las sangrientas guerras napoleónicas de principios del siglo XIX, incluida la invasión de Rusia por parte de ese autoproclamado emperador francés; o, por supuesto, la Primera Guerra Mundial, una carnicería de principios del siglo XX, que se extendió desde Francia hasta Rusia, por no hablar de los conflictos civiles como la Guerra Civil española de los años 30, estamos hablando de un auténtico núcleo de conflicto global. (Y hay que tener en cuenta que Ucrania estuvo implicada en demasiadas ocasiones).
En los años transcurridos desde la Segunda Guerra Mundial, especialmente aquí en Estados Unidos, nos hemos acostumbrado demasiado a un mundo en el que las guerras (a menudo las nuestras) tienen lugar en tierras lejanas, a miles de kilómetros del corazón del verdadero poder y de la civilización (como nos gusta pensar) en este planeta. En los años 50, con la guerra de Corea, así como en los 60 y 70 en Vietnam, Laos y Camboya, la guerra, librada por Estados Unidos y sus aliados, fue un fenómeno significativamente asiático. En los años 80 y 90, los lugares cruciales fueron el sur de Asia y Oriente Medio. En este siglo, una vez más, fueron el sur de Asia, el Gran Oriente Medio y también África.
Y, por supuesto, en la historia de este planeta, muchas de las guerras libradas “en otros lugares» desde la Edad Media fueron provocadas por las potencias imperiales europeas, así como por ese heredero del manto europeo del imperio, Estados Unidos. Visto en el marco histórico más amplio posible, se podría incluso decir que, en cierto modo, la guerra moderna, tal y como la conocemos, fue iniciada en Europa.
Y lo que es peor, en cuanto los europeos pudieron viajar a otro lugar, comenzó lo que se conoce inofensivamente como “la Era de los Descubrimientos”. Con sus veleros de madera cargados de cañones y tropas, se dedicaron esencialmente a expandir guerras por todo el mundo de la forma más sombría posible, mientras intentaban dominar gran parte del planeta a través de lo que llegó a conocerse como colonialismo. Desde la destrucción genocida de los pueblos nativos en Norteamérica (un legado que Estados Unidos heredó en el “Nuevo Mundo” de sus mentores coloniales en el “Viejo Mundo”) hasta las Guerras del Opio en China, desde el Motín de los Cipayos en la India hasta la represión de la rebelión Mau Mau en Kenia, los europeos exportaron funcionalmente violencia extrema de muchos tipos a nivel mundial de una manera que sin duda habría impresionado a los antiguos griegos y romanos.
Desde los Imperios portugués y español del siglo XVI, pasando por los imperios inglés y francés del siglo XIX y principios del XX, hasta el más reciente imperio estadounidense (aunque nunca se le denomine así aquí) y también el ruso, el mundo estuvo, en esos años, inundado de un tipo de violencia con la que Vladimir Putin se habría sentido sin duda cómodo. De hecho, desde la Guerra del Peloponeso en adelante, ha sido toda una historia al estilo ucraniano, un verdadero festín europeo (y estadounidense) de muerte y destrucción a una escala casi inimaginable.
La posverdad de la guerra
En 2022, sin embargo, afirmar simplemente que la guerra en Ucrania o en cualquier otro lugar es lo mismo de siempre sería realmente engañoso. Después de todo, estamos en un planeta que ni los griegos, ni los romanos, ni Enrique V, ni Napoleón, ni Hitler podrían haber imaginado. Y por ello, se puede agradecer, al menos en parte, a ese hijo fugitivo de Europa, Estados Unidos, que recuerde un día concreto de la historia: el 6 de agosto de 1945. Ese día, por supuesto, fue el día en que una sola bomba de un bombardero B-29 Superfortress transformó la ciudad japonesa de Hiroshima en escombros, al tiempo que aniquilaba a 70.000 o más de sus habitantes.
En décadas posteriores, la idea misma de la guerra se ha transformado, lamentablemente, en algo potencialmente demasiado nuevo, ya sea en Europa o en cualquier otro lugar, siempre que implique a cualquiera de las nueve potencias nucleares del mundo. Desde 1945, al extenderse las armas nucleares por todo el planeta, hemos amenazado con exportar al cielo, al infierno y más allá la guerra cotidiana que la humanidad ha conocido durante tanto tiempo. En cierto sentido, puede que estemos ya viviendo en el más allá de la guerra, aunque la mayor parte del tiempo no lo sepamos. No crean que es algo extraño o un extraño accidente que, cuando las cosas empezaron a ir inesperadamente mal para ellos, el equipo de Vlad empezara a amenazar rápidamente con usar armas nucleares si los rusos, en lugar de conquistar Ucrania, eran empujados a algún rincón desesperadamente incómodo. Como dijo recientemente el vicepresidente del Consejo de Seguridad de Rusia, Dmitry Medvedev:
“Tenemos un documento especial sobre la disuasión nuclear. Este documento indica claramente las causas por las que la Federación Rusa tiene derecho a utilizar armas nucleares… [incluyendo] cuando se comete un acto de agresión contra Rusia y sus aliados que pone en peligro la existencia del propio país, incluso sin el uso de armas nucleares, es decir, con el uso de armas convencionales”.
Y tengan en cuenta que Rusia tiene hoy en día, según se ha estimado, 4.477 ojivas nucleares, de ellas más de 1.500 están desplegadas, incluyendo las nuevas armas nucleares “tácticas”, cada una de las cuales podría tener quizá “solo” un tercio de la potencia de la bomba que destruyó Hiroshima y, por lo tanto, podría considerarse como armamento de campo de batalla, aunque de un tipo inimaginablemente devastador y peligroso. Y recuerden que Vladimir Putin supervisó públicamente las pruebas de cuatro misiles balísticos con capacidad nuclear justo antes de lanzar su actual guerra. Lo ha dejado claro, por así decirlo. Tales amenazas significan nada menos que, queramos o no darnos cuenta, estamos ahora en un extraño y amenazante nuevo mundo de guerra, dado que incluso un intercambio nuclear entre potencias regionales como India y Pakistán podría crear un invierno nuclear en este planeta, matando potencialmente de hambre a mil millones o más de nosotros.
Sinceramente, si piensan en ello, ¿podrían imaginar un mundo más extraño o peligroso? Consideren una ironía de primer orden, por ejemplo, que Estados Unidos haya pasado años centrado en tratar de evitar que los iraníes fabriquen una sola arma nuclear (convirtiéndose así en el décimo país en hacerlo), pero no -ni por un día, ni por una hora, ni por un minuto- en evitar que este país produzca cada vez más de ellas.
Tomemos, por ejemplo, el nuevo misil balístico intercontinental, el Ground-Based Strategic Deterrent, o GBSD, que el Pentágono está planeando construir para reemplazar nuestra actual cosecha de armas nucleares terrestres a un precio estimado de 264.000 millones de dólares (todo ello antes de que empiecen los sobrecostes). Y esto, a su vez, es solo una modesta parte de su programa de “modernización” a gran escala, de tres décadas de duración, para su “tríada” nuclear de armas terrestres, marítimas y aéreas que podría, al final, costar 2 billones de dólares en fondos de los contribuyentes para asegurar que este país sea capaz de destruir no solo este planeta sino más como él.
Y solo por poner esto en contexto: en un país que no puede encontrar ni un centavo para invertir en tantas cosas que los estadounidenses realmente necesitan, lo único en lo que ambos partidos en el Congreso y el presidente (quienquiera que sea) pueden estar de acuerdo es en que se deben gastar sumas cada vez más asombrosas en un ejército que ha librado una serie de guerras no declaradas en todo el planeta en este siglo de una manera notablemente infructuosa, llevando el infierno contra viento y marea a lugares como Afganistán e Iraq, tal como Vladimir Putin está haciendo ahora con Ucrania.
Por lo tanto, no hay que pensar en el presidente ruso como un bicho raro aberrante o un loco autocrático que apareció mágicamente en el desastroso borde de la historia, forzando su entrada en nuestras pacíficas vidas. Por desgracia, es una figura que debería resultarnos familiar, dado nuestro pasado europeo. Shakespeare se habría divertido con el tal Vlad. Y aunque ha traído el infierno a Europa, dada la forma en que sus altos cargos han planteado la cuestión del armamento nuclear, deberíamos imaginarnos en un mundo demasiado familiar y demasiado nuevo.
Históricamente hablando, debería considerarse a Europa como el corazón de la historia de la guerra, pero hoy, tristemente, también debería considerarse potencialmente como un trampolín hacia la eternidad para todos nosotros.