Nick Turse, TomDispatch.com, 26 abril 2022
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Nick Turse es editor jefe de TomDispatch y miembro del Type Media Center. Es autor de Next Time They’ll Come to Count the Dead: War and Survival in South Sudan (La próxima vez vendrán a contar los muertos: guerra y supervivencia en Sudán del Sur) y del bestseller Kill Anything That Move
Madogaz Musa Abdullah aún recuerda la llamada telefónica. Pero lo que vino después compuso una niebla en su mente. Condujo durante horas, adentrándose en el desierto libio, a toda velocidad hacia la frontera con Argelia. Su mente sucumbió, sus pensamientos daban vueltas y, más de tres años después, aún no está seguro de cómo hizo ese viaje de seis horas.
La llamada se refería a su hermano menor, Nasser, que, como me dijo, era más que un hermano para él. También era un amigo íntimo. Nasser era educado y cariñoso. Le gustaba la música, cantaba y tocaba la guitarra. Jimi Hendrix, Carlos Santana y Bob Marley eran sus favoritos.
Abdullah encontró finalmente a Nasser cerca del pueblo de Al Awaynat. O, mejor dicho, encontró todo lo que quedaba de él. Nasser y otras diez personas de su pueblo, Ubari, habían viajado en tres todoterrenos que ahora eran trozos de metal calcinados. Los 11 hombres habían quedado incinerados. Abdullah sabía que uno de esos cadáveres calcinados era su hermano, pero no podía identificar cuál.
Si estos cuerpos se hubieran encontrado recientemente esparcidos por el pueblo de Staryi Bykiv, en las calles de Bucha, en el exterior de una estación de tren en Kramatorsk, o en cualquier otro lugar de Ucrania donde las fuerzas rusas han matado regularmente a civiles, las imágenes habrían saltado a Internet, ganando la atención mundial y provocando una feroz -y justificada- indignación. En cambio, el día después del ataque, el 29 de noviembre de 2018, el Comando de África de Estados Unidos (AFRICOM) emitió un comunicado de prensa que fue recibido con un silencio casi universal.
“En coordinación con el Gobierno de Acuerdo Nacional de Libia (GAN), el Comando de África de Estados Unidos llevó a cabo un ataque aéreo de precisión cerca de Al Awaynat, Libia, el 29 de noviembre de 2018, matando a once (11) terroristas de Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI) y destruyendo tres (3) vehículos», se leía. «En este momento, evaluamos que ningún civil resultó herido o muerto en este ataque». Las fotos de las secuelas del ataque, publicadas en Twitter ese mismo día, han sido retuiteadas menos de 30 veces en los últimos tres años y medio.
Desde entonces, Abdullah y su comunidad tuareg de Ubari han insistido a cualquiera que quiera escuchar que Nasser y los demás que viajaban en esos vehículos eran civiles. Y no sólo civiles, sino veteranos del GAN que habían luchado contra grupos terroristas como Al Qaida e incluso, junto a Estados Unidos dos años antes, contra el Estado Islámico en la ciudad de Sirte. Desde hace más de tres años, a pesar de las protestas públicas y las súplicas al gobierno libio para que se realice una investigación imparcial, los habitantes de Ubari han sido ignorados. «Antes del ataque, confiábamos en el AFRICOM. Creíamos que trabajaban para el pueblo libio», me dijo Abdullah. «Ahora, no tienen credibilidad. Ahora, sabemos que matan a gente inocente».
Fuego infernal en Libia
A principios de este mes, Abdullah, junto con un portavoz de su comunidad étnica tuareg y representantes de tres organizaciones no gubernamentales -el Centro Europeo para los Derechos Constitucionales y Humanos, la Rete Italiana Pace e Disarmo de Italia y Reprieve, un grupo de defensa de los derechos humanos- presentaron una querella contra el coronel Gianluca Chiriatti, excomandante italiano de la base aérea estadounidense de Sigonella (Italia), desde la que despegó ese dron estadounidense. Pedían responsabilidades por su papel en el asesinato de Nasser y de esos otros 10 hombres. Los denunciantes pedían que la fiscalía de Siracusa, donde se encuentra la base, procesara, por el delito de asesinato, al coronel Chiriatti y a otros funcionarios italianos implicados en ese ataque aéreo.
«El ataque con drones del 29 de noviembre de 2018, en el que perdieron la vida 11 personas inocentes en Libia, forma parte del programa más amplio de Estados Unidos de ejecuciones extrajudiciales. Este programa se basa en una noción de autodefensa preventiva que no cumple con los cánones del derecho internacional, ya que el uso de ataques letales de esta naturaleza solo es legítimo cuando el Estado actúa para defenderse de una amenaza inminente para la vida. En esta circunstancia, las víctimas no representaban ninguna amenaza», reza la querella penal. «A la luz de esta premisa, el ataque con drones a Al Awaynat el 29 de noviembre de 2018 contrasta frontalmente con la disciplina, italiana e internacional, en relación con el uso de la fuerza letal en el contexto de las operaciones policiales”.
Durante las últimas dos décadas, Estados Unidos ha estado llevando a cabo una guerra no declarada en gran parte del mundo, empleando fuerzas apoderadas desde África hasta Asia, desplegando comandos desde Filipinas hasta la nación de África Occidental de Burkina Faso, y llevando a cabo ataques aéreos no solo en Libia, sino también en Afganistán, Iraq, Pakistán, Somalia, Siria y Yemen. A lo largo de esos años, el ejército estadounidense se ha esforzado por normalizar el uso de la guerra con drones fuera de las zonas de guerra establecidas, al tiempo que ha confiado en aliados de todo el mundo (como en esa base italiana de Siracusa) para que le ayuden a dirigir su guerra global.
«Está claro que una operación con drones que emplea fuerza letal no es una operación rutinaria», dijo Chantal Meloni, asesora jurídica del Centro Europeo para los Derechos Constitucionales y Humanos. «Si bien el AFRICOM es directamente responsable, el comandante italiano debe haber conocido y aprobado la operación y, por lo tanto, puede ser penalmente responsable como cómplice por haber permitido ese ataque letal ilegal».
Aquel ataque con drones de noviembre de 2018 en Libia fue todo menos un golpe puntual. Solo durante seis meses de 2011, los drones estadounidenses MQ-1 Predator que volaban desde Sigonella realizaron 241 ataques aéreos en Libia durante la Operación Protector Unificado -la campaña aérea de la OTAN contra el entonces autócrata libio Muammar Gaddafi-, según el teniente coronel retirado Gary Peppers, antiguo comandante del 324º Escuadrón de Reconocimiento Expedicionario. La unidad fue responsable, dijo a The Intercept en 2018, de «más del 20% del total de todos los [misiles] Hellfire lanzados en los 14 años de despliegue del sistema.»
La guerra aérea de Estados Unidos en Libia se aceleró en 2016 con la operación Odyssey Lightning. Ese verano, el Gobierno de Acuerdo Nacional de Libia solicitó ayuda estadounidense para desalojar de Sirte a los combatientes del Estado Islámico. El gobierno de Obama designó la ciudad como «zona de hostilidades activas», flexibilizando las directrices diseñadas para evitar víctimas civiles. Entre agosto y diciembre de ese año, según un comunicado de prensa del AFRICOM, Estados Unidos llevó a cabo, solo en Sirte, «495 ataques aéreos de precisión contra artefactos explosivos improvisados transportados por vehículos, armas pesadas, tanques, centros de mando y control y posiciones de combate».
Las costas de Trípoli
Esos ataques militares no eran nada nuevo. Estados Unidos ha estado llevando a cabo ataques en Libia desde antes incluso de que existiera Libia -y casi Estados Unidos-. En su primer discurso ante el Congreso en 1801, el presidente Thomas Jefferson habló de los reinos costeros del norte de África, incluyendo el «menos considerable de los Estados de Berbería»: Trípoli (ahora, la capital de la moderna Libia). Su negativa a pagar un tributo adicional a los gobernantes de esos reinos para impedir que sus corsarios, patrocinados por el Estado, se apoderaran de marineros y cargamentos estadounidenses, dio inicio a las Guerras de Berbería. En 1804 el teniente Stephen Decatur dirigió una audaz misión nocturna cuando abordó un barco estadounidense capturado, mató a sus defensores tripolitanos y lo destruyó. Y un ataque al año siguiente por parte de nueve marines y un grupo de mercenarios aliados en la ciudad norteafricana de Derna aseguró que «las costas de Trípoli» tuvieran un lugar destacado en el himno del Cuerpo de Marines.
Libia ha sido también durante mucho tiempo un campo de pruebas para las nuevas formas de guerra aérea. En noviembre de 1911 -107 años antes de que ese ataque con drones matara a Nasser Musa Abdullah-, el teniente italiano Giulio Gavotti realizó el primer ataque aéreo moderno del mundo. «Hoy he decidido intentar lanzar bombas desde el avión», escribió en una carta a su padre, mientras estaba desplegado en Libia para luchar contra las fuerzas leales al Imperio Otomano. «Cojo la bomba con la mano derecha, le quito la etiqueta de seguridad y la tiro, evitando tocar el ala».
Gavotti no solo fue pionero en la idea de lanzar ataques aéreos contra tropas alejadas de las líneas del frente tradicional de una guerra, sino también en el ataque a infraestructuras civiles cuando bombardeó un oasis que servía de centro social y económico. Como dice Thomas Hippler en su libro Governing from the Skies, Gavotti introdujo los ataques aéreos contra «objetivos híbridos» que «mezclaban indistintamente objetivos civiles y militares».
Más de un siglo después, en 2016, la Operación Odyssey Lightning volvió a convertir a Libia en la zona de pruebas de nuevos conceptos de guerra aérea, en este caso, el combate urbano con múltiples drones que trabajan en combinación con las tropas locales y las fuerzas de operaciones especiales de Estados Unidos. Como dijo uno de los pilotos de drones participantes en un comunicado de prensa de la Fuerza Aérea: «Algunas de las tácticas se crearon y algunas de las capacidades de ataque persistente que no se habían utilizado ampliamente antes se desarrollaron gracias a esta operación».
Según el coronel Case Cunningham, comandante del Ala Expedicionaria 432 de la Base Aérea de Creech, en Nevada -el cuartel general de las operaciones con drones de las Fuerzas Aéreas-, alrededor del 70% de los ataques con drones MQ-9 Reaper realizados durante Odyssey Lightning fueron misiones de apoyo aéreo cercano para respaldar a las fuerzas locales libias que participaban en combates callejeros. Los drones, informó, trabajaron a menudo en tándem entre sí, así como con los helicópteros y aviones de ataque del Cuerpo de Marines, ayudando a guiar los ataques aéreos de esas aeronaves convencionales.
«La muerte de miles de civiles»
A pesar de los cientos de ataques en apoyo del Gobierno de Acuerdo Nacional de Libia, de la utilización de apoderados de EE. UU. en misiones antiterroristas, de los combates de los comandos estadounidenses y de los más de 850 millones de dólares en asistencia estadounidense desde 2011, Libia sigue siendo uno de los Estados más frágiles del planeta. A principios de este año, el presidente Biden renovó su estatus de «emergencia nacional» (invocado por primera vez por el presidente Barack Obama en 2011). «El conflicto civil en Libia continuará hasta que los libios resuelvan sus divisiones políticas y termine la intervención militar extranjera», escribió Biden, sin mencionar la «intervención militar extranjera» de Estados Unidos en ese país, incluido ese ataque aéreo de noviembre de 2018. «La situación en Libia sigue suponiendo una amenaza inusual y extraordinaria para la seguridad nacional y la política exterior de Estados Unidos».
A principios de 2021, el gobierno de Biden impuso límites a los ataques con drones y a las incursiones de comandos fuera de las zonas de guerra convencionales, al tiempo que puso en marcha una revisión de todas esas misiones, y comenzó a redactar un nuevo «libro de jugadas» que rigiera las operaciones antiterroristas. Más de un año después, los resultados, o la falta de ellos, aún no se han hecho públicos. En enero, el secretario de Defensa, Lloyd Austin, ordenó a sus subordinados que elaboraran un «Plan de Mitigación y Respuesta a los Daños a Civiles» en un plazo de 90 días. Este plan tampoco se ha hecho público todavía.
Hasta que el Departamento de Defensa revise sus políticas de ataques aéreos, los civiles seguirán muriendo en los ataques. «El ejército estadounidense tiene un problema sistemático de selección de objetivos que seguirá costando la vida a los civiles», dijo Marc Garlasco, antiguo jefe de objetivos de alto valor del Pentágono -a cargo, por tanto, del esfuerzo para matar al autócrata iraquí Saddam Hussein en 2003- y ahora asesor militar de PAX, una organización holandesa de protección civil. «Las muertes de civiles no son hechos aislados; son síntomas de problemas mayores, como la falta de investigaciones adecuadas, una metodología defectuosa de estimación de los daños colaterales, la excesiva confianza en los servicios de inteligencia sin tener en cuenta los datos de fuentes abiertas y una política que no reconoce la presunción de la condición de civil».
Estos «grandes problemas» se han puesto de manifiesto una y otra vez. El pasado mes de marzo, por ejemplo, el grupo Mwatana for Human Rights, con sede en Yemen, publicó un informe en el que examinaba 12 ataques estadounidenses en Yemen, 10 de ellos aéreos, entre enero de 2017 y enero de 2019. Sus investigadores descubrieron que al menos 38 no combatientes yemeníes habían muerto y otros siete habían resultado heridos en esos ataques.
Un informe del Pentágono de junio de 2021 sobre las víctimas civiles sí reconoció uno de esos incidentes, la muerte de un civil en Al Bayda, Yemen, el 22 de enero de 2019. La investigación de Mwatana determinó que el ataque mató a Saleh Ahmed Mohamed al Qaisi, un agricultor de 67 años que, según los lugareños, no tenía ninguna afiliación terrorista. Estados Unidos había reconocido previamente entre cuatro y 12 muertes de civiles en una incursión de los SEAL de la Marina el 29 de enero de 2017, también relatada por Mwatana (aunque informó de un número mayor de muertos). En cuanto al resto de las acusaciones, el Mando Central, que supervisa las operaciones militares de Estados Unidos en Oriente Medio, dijo a Mwatana en una carta de abril de 2021 que estaban «seguros de que cada ataque aéreo había alcanzado sus objetivos previstos respecto a Al Qaida y nada más.»
Un riguroso reportaje de investigación del New York Times sobre el último ataque estadounidense con drones de la guerra de Afganistán en agosto de 2021 obligó al Pentágono a admitirlo. Lo que el general Mark Milley, jefe del Estado Mayor Conjunto, había considerado originalmente un «ataque justo» había matado en realidad a 10 civiles, siete de ellos niños. Una investigación posterior del Times reveló que un ataque aéreo estadounidense en 2019 en Baghuz, Siria, había matado hasta 64 no combatientes, un número previamente ocultado por un encubrimiento a varios niveles. El Times siguió con una investigación de 1.300 informes de víctimas civiles en Iraq y Siria, demostrando, escribió el reportero Azmat Khan, que la guerra aérea estadounidense en esos países estaba «marcada por una inteligencia profundamente defectuosa, una selección de objetivos apresurada y a menudo imprecisa, y la muerte de miles de civiles, muchos de ellos niños, un fuerte contraste con la imagen del gobierno estadounidense de una guerra librada por drones que todo lo ven y bombas de precisión.»
Desde que la campaña de Sirte terminó a finales de 2016, los ataques de Estados Unidos en Libia han disminuido considerablemente. El AFRICOM realizó siete ataques aéreos declarados allí en 2017, seis en 2018, cuatro en 2019 y ninguno desde entonces. Pero el ejército estadounidense ha hecho pocos esfuerzos para reevaluar los ataques anteriores y las víctimas civiles que causaron, incluido el ataque de noviembre de 2018 que mató a Nasser Musa Abdullah. «El Comando de África de Estados Unidos siguió el proceso de evaluación de las víctimas civiles en vigor en ese momento y determinó que los informes no tenían fundamento», dijo la portavoz del AFRICOM, Kelly Cahalan. A pesar de la denuncia penal presentada el 1 de abril, el mando no está reexaminando el caso. «No hay nada nuevo o diferente con respecto al ataque aéreo del 30 de noviembre de 2018», me dijo Cahalan por correo electrónico.
Está claro que el Mando de África ha pasado página, pero Abdullah no puede hacerlo. Los recuerdos de su hermano y de esos cuerpos calcinados están irremediablemente alojados en su mente, pero se le atascan en la garganta. «Estaba en estado de shock», me dijo al hablar de la llamada telefónica que precedió a su carrera por el desierto. «Lo siento mucho, pero no puedo explicar con palabras lo que sentí».
Abdullah se quedó igualmente bloqueado cuando intentó describir la espeluznante escena que le recibió horas después. Fue elocuente al hablar de la justicia que busca y de cómo el hecho de ser tildado de «terrorista» le robó la dignidad a su hermano y a su comunidad. Pero de su último recuerdo de Nasser, simplemente no se puede decir nada, él al menos no puede. «Lo que vi fue tan terrible», me dijo, con la voz alzándose, rasgada y cargada de dolor. «No puedo ni describirlo».
Foto de portada: Uno de los vehículos atacados en Kabul en agosto. (Wakil Kohsarafp)