Un espacio/tiempo llamado Gaza

Omar Mousa, Al-Jumhuriya English, 27 abril 2022

Traducido del inglés por Sinfo Fernández


Un escalofrío ansioso, un aceleramiento del corazón. Siempre me he preguntado qué siente la gente de Gaza cuando abandona la Franja por primera vez, y ahora lo estaba experimentando. Perdido en sus pensamientos, y temeroso de cada extraño que pasaba, un joven se sentó a mi lado, llorando abiertamente. Me contó que se había despedido de sus padres sin saber cuándo los volvería a ver. Todavía no sabe qué va a hacer en Turquía, que -con la facilidad de entrada y la aguda desesperación de la realidad- se ha convertido en el único destino de los jóvenes de Gaza en los últimos años.

«Lo importante es que salimos de esa tierra muerta», dijo, agotado. Me preguntó a dónde iba. Le dije que mi viaje sería corto y que volvería pronto. El joven frunció los labios y enarcó las cejas: «¡Así que solo te vas a poner en camino y luego vas a volver! ¿Por qué?». Su pregunta era la esperada de un viajero gazatí. La gente que vive en entornos normales no derrama lágrimas ante la perspectiva de viajar como este joven. Cuando viajas, siempre puedes volver. Nada debería detenerte; no habrá vehículos blindados en los cruces, salas de detención, humillaciones o extorsiones.

Llegamos al ferry del Canal de Suez después de unas doce horas de camino desde el cruce de Rafah. Una vez allí, los pasajeros suspiraron aliviados y sus temores se disiparon. No habían podido dormir en el camino. Algunos daban gracias a Dios por el «viaje fácil», y otros agradecían las oraciones de sus madres. La minifurgoneta se detuvo un poco antes de entrar en la autopista y miré por la ventanilla. El horizonte parecía aterrador, una vasta extensión, iluminada solo por chispas empaquetadas que atestiguaban su propia inmensidad y la pequeñez e insignificancia del espectador. Me sentí febril, con la vista borrosa y la respiración entrecortada. Me entró el pánico y luego me pregunté: ¿Qué está pasando, me estoy muriendo? Si uno se desmaya, ¿sabe que va a despertar después? A mí me pareció el final.

Uno de los pasajeros me dio una botella de agua. «¿Es la primera vez que viaja?», me preguntó el conductor egipcio, sin darle importancia, como si lo que me ocurriera en su monovolumen fuera algo habitual. Dije que sí y me estremecí. «Ah», dijo, «no pasa nada, te habrás asustado. Eso le pasa a todos los viajeros de Gaza». Sus palabras sonaron tranquilizadoras y sentí que recuperaba el control. Regulé mi respiración.

El miedo a los espacios abiertos era algo que nunca había tenido en cuenta, ni el hecho de que a veces puede ser difícil controlar tus propias reacciones. Pero, ¿podría culpar a mis ojos mientras atravesaba estas vastas distancias al presenciar esta enorme extensión por vez primera?

Durante 25 años nunca me había sentado en un coche más de una hora. El paseo más largo que podía hacer en Gaza -unos míseros 360 kilómetros cuadrados- no me llevaba más de dos horas, incluso cuando las calles están en su punto más concurrido.

Cuando llegamos a El Cairo, mi amigo egipcio y yo entramos en el primer restaurante que vimos. Nuestra conversación se veía interrumpida de vez en cuando por el sonido de los aviones que despegaban del aeropuerto de El Cairo. Sentía como si cada avión que despegaba tirara de mí y reaccionaba con asombro a sus rugidos mecánicos. Mi amigo, al notar mi distracción, protestó: «Amigo, ¿es la primera vez que ves aviones?». Respondí en broma: «¡Uno civil, sí! Pero me he criado en medio de los militares, que suenan diferente… ¡Suenan horrible!». Mi amigo se rio: «Sí, bueno, también es la primera vez que viajo».

A pesar de lo avanzado de la hora, la calle Abbas El Akkad, en Nasr City, era ruidosa. «El Cairo nunca duerme», comentó mi amigo egipcio. «Eso es lo que dicen a los turistas», pensé, extasiado y vestido con elegancia por primera vez. Mi teléfono había muerto y tenía que cargarlo lo antes posible para poder tranquilizar a mi familia y amigos. Habían pasado horas desde nuestra última conversación.

Este es un deber que tiene cualquier viajero de Gaza, que mantiene su mente ocupada durante todo el viaje. Toda su familia estará pendiente de que la tranquilices una y otra vez por teléfono. «Sí, ya me han llamado por mi nombre…» «Hemos salido de la terminal palestina del paso fronterizo de Rafah…» «Los egipcios han sellado mi pasaporte…» Solo esto último propiciaría cariñosas bendiciones, porque ahora no te sentirás decepcionado como a los que se les negó la entrada en el cruce. También te recordará a los que se preocupan por ti. De repente recibes mensajes de personas de las que apenas te acuerdas: «¡Buen viaje, amigo!»

Estos textos me hacen preguntarme: ¿Cómo es que salir de Gaza de viaje se ha convertido en algo que merece una felicitación como si se tratara de una ceremonia especial? A lo largo de los quince años de bloqueo israelí sobre Gaza, viajar ha adquirido un significado diferente para sus habitantes, un significado que se ha quedado grabado en sus mentes. Se ha convertido en un tema envuelto en intimidad, y cada viajero mantiene su viaje en secreto hasta que lo emprende. «Protege tu vela para que permanezca encendida», dice una sabiduría común entre la gente de la Franja, que vive en circunstancias tan complicadas y difíciles, falta de oportunidades y con miedo a la envidia.

No todos los viajeros son capaces de mantener sus viajes en secreto. Sus nombres aparecen en los sitios de noticias locales, donde se publican a diario estas listas, que los lectores consultan regularmente con gran curiosidad para saber quiénes han conseguido marcharse. Algunos comprueban los nombres de sus seres queridos; tal fue el caso del marido de mi tía, que había encontrado mi nombre en los registros de viajes antes que yo, y me llamó para instruirme y darme consejos.

En cuanto tu nombre aparece en los extractos que circulan, las llamadas y los mensajes te abruman. Algunos están tristes porque no les avisaste de tu viaje, otros preocupados por su situación contigo, y algunos sienten curiosidad por saber cómo te las arreglaste para irte. Otros sufren una grieta en su memoria, y cuelgan en las redes sociales lo que piensan sobre una tierra de la que los amigos desaparecen uno tras otro.

Luego están los que se esmeran con sus clientes antes de su partida, como el dueño de la barbería que frecuentaba. Me llamó mientras me dirigía a su tienda, para comprobar si le había traicionado y ya me había cortado el pelo. En cuanto me senté en su silla, empezó a describirme el corte de pelo apropiado para viajar. «Debes olvidar tu antiguo peinado; tendrás que recortarte la barba más de lo habitual. No querrás que te echen en el cruce».

Horas antes de la salida, las instrucciones de mis amigos, mi padre, mi madre y mi hermano, aumentaron de intensidad. «No te pongas nervioso antes y durante el interrogatorio… Es solo una conversación. Sé sincero… No actúes con desconfianza, habla con tranquilidad y muévete con calma… No te sorprendas de todo. Y come muy poco».

«Deja el tenedor y el cuchillo, somos la misma gente», dijo mi amigo egipcio mientras el camarero preparaba la mesa para la cena. Qué reconfortante, sobre todo para un estómago vacío como el mío, después de 500 kilómetros y 12 horas de viaje.

Hace una década y media, los viajeros palestinos de Gaza podían llegar a territorio egipcio sin tener casi que morir. Entraban libremente en las zonas egipcias adyacentes a la Franja de Gaza, y desde allí podían desplazarse con bastante comodidad a sus destinos. Esto fue antes de que Israel reforzara su asedio a la Franja, y antes de las nuevas disposiciones de seguridad en el Sinaí egipcio que dieron lugar a una serie de nuevas medidas: nuevos requisitos para viajar desde Gaza, identificando quién puede salir y quién tiene que sobornar para salir, hasta llegar a otros requisitos para cruzar la frontera.

En un día caluroso del verano pasado, cogí mis maletas y me fui al mar, una costumbre que me hacía odiar el invierno por privarme de ella. El mar era el único lugar de Gaza donde una persona puede cruzar la tierra sin dificultad. Cuando me encontraba al final de la carretera, un taxi se detuvo y su conductor miró por la ventanilla. Tocó el claxon y preguntó: «¿A dónde vas en esta prisión?».

De no haber sido por esa hora regular de baño en el mar, no habría cuestionado la descripción que el conductor hizo de Gaza: es una prisión real, sí, y el conductor no era el primero en decirlo. Pero oírlo repetir, mientras buscaba algún alivio, intensificó su doloroso impacto. ¿Qué es una prisión? Un espacio cercado con alambre de espino y rodeado de altos muros. Cualquiera que intente salir de él es excluido por las manos que corrompen la libertad. Eso es precisamente Gaza.

Muere lentamente

quien se transforma en esclavo del hábito

repitiendo todos los días los mismos trayectos,

quien no cambia de marca,

quien no se atreve a cambiar el color de su vestimenta

ni conversa con quien no conoce.

En esos momentos, recuerdo el poema «Muere lentamente» del poeta chileno Pablo Neruda (*). Pienso en este poema como mi epitafio personal, y como un lamento por mi generación, a la que se le negó la libertad de salir de la Franja de Gaza y viajar al extranjero sin coacción. Los versos de Neruda siempre se me pasaron por la cabeza, y me juré decirle finalmente a Neruda «me he ido». Como la mayoría de mi generación, me encuentro atrapado en la monótona extensión de Gaza; hago las mismas tareas diarias, visito los mismos pocos lugares y camino por las mismas calles. Me he convertido en un esclavo de la costumbre. Y cuando me aflijo, no encuentro nuevos lugares por los que pasear, porque todos los lugares se han vuelto cansinos y ordinarios.

Tras más de 15 años de asedio, la monotonía de la vida cotidiana se ha convertido en una de las cosas más perjudiciales para la población de Gaza. La monotonía no es rutina, sino coacción y dominación: Una vida desnuda, llevar una existencia biológica abstracta. Así describía el filósofo italiano Giorgio Agamben los campos de concentración, y así es como vive la población de Gaza desde el comienzo del asedio israelí.

Recuerdo lo que dijo mi amigo cuando viajó fuera de Gaza por primera vez: «De repente, sentí que podía soñar y planificar mi vida. En Gaza, ¡es tan difícil aprehender un sueño que no te lleve a imaginar tu propia muerte!».

Un paso imprevisible

Mi teléfono vibraba mucho durante mi último viaje, como si se sorprendiera con los pasos que daba. Normalmente, el número de pasos que daba cada vez que salía de casa en Gaza nunca superaba los diez mil, pero mi teléfono siempre me lo celebraba como un entrenador de gimnasio.

En mi último viaje, los pasos que daba cada vez que salía de mi casa superaban los treinta mil. Con cada temblor en mi bolsillo, sentía que el teléfono experimentaba un choque paralelo al mío al descubrir el mundo exterior. Tenía muchas ganas de sacar el teléfono y exclamar: ¿Cómo es que este mundo está oculto para Gaza, amigo mío? Es un mundo realmente grande.

No fue la pereza lo que me impedía tomar esa distancia de Gaza, sino su significado. Cada metro fuera de Gaza es un lugar nuevo, con una longitud de onda diferente, con tradiciones, costumbres y dialectos distintos que los gazatíes se niegan a escuchar. Mientras caminaba, personas de Yemen, Sudán, el Golfo y casi todos los países árabes me preguntaban cómo llegar a algún lugar. Y cada vez que respondía que no sabía, me preguntaba: ¿Debería saberlo?

Los gazatíes siempre se preguntan, mientras viajan, sobre el significado de la vida en el espacio-tiempo llamado Gaza y su significado en el extranjero. Se preguntan sobre las cosas más sencillas que parecen estar prohibidas, como oír un dialecto extraño, y tener la oportunidad de dar indicaciones a un turista.

Retornos mixtos

En el campo de entrenamiento que nos unió, mi amigo tunecino entablaba conversación conmigo cada mañana. Con su ágil acento que transmite mucho en tan poco, me hablaba del sur de Túnez y de sus costumbres. Otros, procedentes de Somalia, me describían las playas de Bosasso, o la costumbre de desayunar pescado fresco con té. He hablado con otros del Alto Egipto y de Asuán, hasta llegar a Jartum, Damasco, Alepo, Beirut y Ammán. ¿Qué más podría desear un gazatí? Mezclarse con todos esos dialectos e historias para que algunas se le queden grabadas en la memoria, antes de volver a practicar lo que es normal y corriente, una excepción en esa tierra lejana, donde los amigos y la familia esperan tu llegada para que les hables del ancho mundo.

Cuando volví a Gaza, justo después de felicitarme por llegar sano y salvo, todos me preguntaban: «¿Qué te ha traído de vuelta a Gaza, tío? ¿Cómo es el mundo de fuera?… ¡Ah, el mundo! ¿Dónde vivimos? En una trinchera, ¿verdad? ¿Dónde has estado? Cuéntanos, tío».

El comentario más elocuente fue lo que dijo un amigo, citando al contrabandista de la novela El baile de la victoria, del escritor chileno Antonio Scarmita: «¡Omar, ‘cuando un hombre huye, nunca se detiene’!».

Lo más gracioso ocurrió cuando me citaron para un interrogatorio. El visado que figuraba en mi pasaporte era de un país cuyo nombre se menciona con frecuencia en Internet, y se considera sospechoso que un gazatí se vaya a ese país en concreto. Tras las preguntas habituales, los ojos del investigador palestino brillaron: «Dígame, ¿cómo es? ¿Te gustan las fotos? ¿El mundo es dulce fuera?». Todo el mundo tiene un deseo ardiente de conocer el mundo inalcanzable.

Distancias

Llegué a Gaza alrededor de la medianoche. Mi amigo, que vive en Rafah, en el sur, me sugirió que me quedara en su casa a descansar para volver al día siguiente a mi hogar, en el norte. Tras un breve abrazo, le respondí en broma: «El camino no durará más de cinco minutos, amigo. No has viajado y visto el mundo».

Resonó una pequeña carcajada. Mi amigo replicó: «Ah, así que ahora has olvidado cuando te decía que vinieras a visitarme y me preguntabas por qué vivo en Rafah. Ahora Rafah no está lejos».

Los gazatíes son doblemente presa de la trampa de la distancia: Primero, cuando experimentan largas distancias y saben lo que se siente al conducir hasta un destino desconocido, o al viajar en un avión que atraviesa países. En segundo lugar, cuando regresan a Gaza y las distancias se reducen ante sus ojos: un kilómetro se convierte en un metro, el viaje que antes duraba una hora en el coche ahora dura cinco minutos, y Gaza se hace aún más pequeña y estrecha.

Tras regresar a Gaza y a sus rutinas, Google Maps me enviaba un informe mensual de los lugares que había visitado cada vez que salía de casa, una función que despreciaba. Me recordaba que había estado recorriendo el mismo círculo cerrado: de casa a la playa, pasando por las mismas calles, luego al supermercado o a cualquier otro lugar.

Pensar que todos los lugares a los que podía ir en Gaza estaban a un par de metros de mí empezó a ponerme de los nervios. Y esa notificación mensual de Google, un recordatorio refrescante tal vez para quienes nadan en los extensos mares de la geografía, se convirtió en un vertiginoso recordatorio de impotencia; un estímulo para un incesante cuestionamiento del yo. Si el mar es el único lugar al que acuden los gazatíes para recrearse, ¿a dónde van los gazatíes que viven junto al mar cuando se aburren?

Cuando volví, comprendí lo que significaban los «grilletes invisibles». La ocupación ha manipulado las distancias en Gaza y las ha convertido en un castigo. A un amigo de Gaza le preguntó una vez un seguidor de Instagram tras volver de Turquía: «¿Es cierto que los que viajan fuera de Gaza no pueden volver nunca?». «Absolutamente», respondió mi amigo. «Porque cuando salen de Gaza, ven el mundo exterior, ven cómo es, y lo que significa realmente la Franja de Gaza».

N. de la T.: (*) El poema “Muere lentamente” se ha atribuido falsamente a Neruda, en realidad su autora es la poeta brasileña Martha Medeiros.

(Este articulo fue traducido del árabe al inglés por Anas Al Horani)

Voces del Mundo

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