Michael Klare, TomDispatch.com, 22 mayo 2022
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Michael T. Klare, colaborador habitual de TomDispatch, es profesor emérito de estudios sobre la paz y la seguridad mundial en el Hampshire College, así como miembro visitante de la Asociación para el Control de las Armas. Es autor de 15 libros, el último de los cuales es All Hell Breaking Loose: The Pentagon’s Perspective on Climate Change. Es uno de los fundadores del Comité Committee for a Sane U.S.- China Policy.
La guerra en Ucrania ha causado ya una gran cantidad de muertes y destrucción, y sin duda habrá más a medida que se intensifiquen los combates en el este y el sur del país. Muchos miles de soldados y civiles ya han muerto o resultado heridos, unos 13 millones de ucranianos se han visto obligados a abandonar sus hogares y se calcula que un tercio de las infraestructuras del país han sido destruidas. Y lo que es peor, las brutales consecuencias de la guerra no se han limitado en absoluto a Ucrania y Rusia: el hambre y la inseguridad alimentaria están aumentando en África, Asia y Oriente Medio, al cortarse las entregas de grano de dos de los principales productores de trigo del mundo. La gente también está sufriendo en todo el mundo otra dura consecuencia de esa guerra: el aumento de los precios del combustible. Pero incluso estas manifestaciones de los «daños colaterales» de la guerra no se acercan a lo que podría ser la mayor víctima de todas: el propio planeta Tierra.
Cualquier guerra de envergadura inflige, por supuesto, un daño inmenso al medio ambiente, y Ucrania no es una excepción. Aunque está lejos de terminar, los combates ya han provocado la destrucción generalizada de hábitats y tierras de cultivo, mientras que los ataques a las instalaciones de almacenamiento de combustible (objetivos cruciales para ambos bandos) y el consumo de combustibles fósiles durante la guerra ya han liberado cantidades colosales de carbono a la atmósfera. Pero, por muy perjudiciales que sean, deberían considerarse como daños relativamente menores si se comparan con los daños catastróficos a largo plazo que seguramente causará el colapso de los esfuerzos mundiales para frenar el ritmo del calentamiento global.
Incluso antes de que Rusia invadiera Ucrania, la posibilidad de evitar que la temperatura mundial aumentara más de 1,5 grados centígrados (2,7 grados Fahrenheit) por encima de la media preindustrial parecía estar desapareciendo. Al fin y al cabo, tal y como ha dejado claro un reciente estudio del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) de la ONU, si no se reducen drásticamente las emisiones de carbono, es probable que las temperaturas globales superen ese objetivo mucho antes de que termine este siglo, con consecuencias aterradoras. «En términos concretos», como señaló el secretario general de la ONU, António Guterres, al dar a conocer el informe, «esto significa grandes ciudades bajo el agua, olas de calor sin precedentes, tormentas aterradoras, escasez de agua generalizada y la extinción de un millón de especies de plantas y animales».
Sin embargo, antes de la invasión rusa, los responsables de la política medioambiental aún creían que era posible evitar ese espantoso destino. Sin embargo, ese éxito requeriría una importante cooperación entre las principales potencias, y ahora, debido a la guerra en Ucrania, eso parece imposible de alcanzar en los próximos años.
La geopolítica deja atrás la acción climática
Lamentablemente, la rivalidad geopolítica, y no la cooperación, está ahora a la orden del día. Gracias a la invasión rusa y a la dura reacción que ha provocado en Washington y otras capitales occidentales, la «competencia entre grandes potencias» (como la llama el Pentágono) ha superado cualquier otra consideración. No solo se ha paralizado el compromiso diplomático entre Washington, Moscú y Pekín, lo que hace casi imposible la cooperación internacional en materia de cambio climático (o cualquier otra preocupación global), sino que se ha iniciado una competición demasiado militarizada que probablemente no se reducirá en años venideros.
Como declaró el presidente Biden en Polonia el 26 de marzo: «Nos alzamos de nuevo por la gran batalla por la libertad, una batalla entre la democracia y la autocracia, entre la libertad y la represión, entre un orden basado en reglas y otro gobernado por la fuerza bruta». No va a ser una lucha a corto plazo, aseguró a sus aliados de la OTAN. «Debemos comprometernos ahora a seguir en esta lucha a largo plazo. Debemos permanecer unidos hoy y mañana y pasado mañana y durante los años y décadas venideros».
¡Décadas venideras! Y ojo, que expresiones similares de permanente enemistad ideológica y geopolítica se pueden escuchar de los presidentes Vladimir Putin de Rusia y Xi Jinping de China. «Somos un país diferente», dijo Putin en su discurso del Día de la Victoria del 9 de mayo. «Rusia tiene un carácter diferente. Nunca renunciaremos a nuestro amor por la Patria, nuestra fe y los valores tradicionales». Del mismo modo, Xi ha reafirmado la determinación de China de seguir su propio camino en los asuntos mundiales y ha advertido a Washington del peligro de explotar el conflicto de Ucrania en su ventaja geopolítica.
Si se les preguntara, Biden, Putin, Xi y los altos funcionarios de todo el mundo insistirían sin duda en que abordar el cambio climático sigue siendo una preocupación importante. Pero seamos sinceros, su prioridad número uno es ahora movilizar a sus sociedades para una lucha a largo plazo contra sus rivales geopolíticos. Y tengan por seguro que ese será un esfuerzo que lo consumirá todo, con digresiones para otros asuntos -el clima está en la cima de cualquier lista- que quedarán pospuestos para el probable futuro.
Tomemos, por ejemplo, la solicitud de presupuesto de 773.000 millones de dólares que el Departamento de Defensa de Estados Unidos (DoD) presentó este mes de abril para el año fiscal 2023. Si se examinan los gastos propuestos, se tendrá una idea bastante clara de las prioridades del Pentágono y, por extensión, de las del gobierno de Biden.
Según los documentos presupuestarios del DoD, se piden 56.500 millones de dólares para nuevos aviones de combate, 41.000 millones de dólares para nuevos buques, 34.000 millones de dólares para la «modernización» del arsenal nuclear estadounidense, 25.000 millones de dólares para la defensa antimisiles, 20.000 millones de dólares para artillería y vehículos blindados y 135.000 millones de dólares para «preparación para el combate» y actividades de entrenamiento. Ah, sí, y se solicitan 3.000 millones de dólares para hacer frente a los efectos del cambio climático en el ejército estadounidense.
Dadas las circunstancias, resulta sorprendente que la solicitud de presupuesto del Pentágono reconozca siquiera el riesgo del calentamiento global, dada la escasa atención que se le prestó en el pasado. Sin embargo, esa mísera contribución financiera a la acción climática -destinada principalmente a hacer frente al impacto destructivo de futuras tormentas severas en las bases militares de este país- ya está viéndose eclipsada por los preparativos para un posible conflicto con China y/o Rusia. El Pentágono lo dijo directamente: «La solicitud de presupuesto del presidente para el año fiscal 2023 refleja el claro enfoque del DoD en disuadir y, si es necesario, rechazar la potencial agresión de la República Popular China (RPC) y Rusia contra los aliados y socios».
Este lenguaje se utiliza de hecho para justificar prácticamente todas las partidas del presupuesto, incluyendo todos esos aviones, barcos, armas, bombas y misiles. También se utilizan términos similares para describir las misiones para las que se entrenan las fuerzas estadounidenses. Una discusión sobre la planificación del Ejército lo expresa de esta manera, por ejemplo: «La Estrategia de Modernización del Ejército permite el dominio del poder terrestre estadounidense para satisfacer las demandas de la competencia y el conflicto entre las grandes potencias, como lo demuestran las amenazas en evolución en los escenarios indopacífico y europeo».
Estos fragmentos revelan la mentalidad dominante de este momento. Desde el punto de vista de los dirigentes estadounidenses y sus estrategas militares -así como, sin duda, de los de Rusia y China- satisfacer las demandas de la «competición y el conflicto entre las grandes potencias» es la tarea que define nuestro momento y seguirá siéndolo, en palabras del presidente Biden, «durante los años y décadas venideros». En un entorno así, el cambio climático, como peligro clave de nuestro momento, retrocede funcionalmente o simplemente desaparece de todas esas agendas.
La suspensión del diálogo y la cooperación internacionales
Frenar el ritmo del cambio climático requiere una actuación a muchos niveles, pero solo puede tener éxito si todas las naciones se ponen de acuerdo para trabajar juntas en la reducción de las emisiones de carbono. El establecimiento y el cumplimiento de objetivos internacionales para tales reducciones podría asegurar que el progreso en cualquier país se iguale en otros. Este fue, por supuesto, el principio rector de la Cumbre del Clima de París de diciembre de 2015, que tuvo como resultado el compromiso de 196 países de tomar medidas concretas para limitar el calentamiento a un máximo de 1,5 grados centígrados.
Desde entonces, cada año, los firmantes del Acuerdo Climático de París se reúnen para revisar sus (supuestos) avances en la adopción de medidas concretas encaminadas a lograr ese objetivo. La reunión más reciente -oficialmente, la 26ª Conferencia de las Partes (COP 26) de la Convención Marco Internacional sobre el Cambio Climático- se convocó el pasado mes de noviembre en Glasgow (Escocia), atrayendo una enorme atención mediática. Aunque la COP 26 no logró ningún avance importante, la declaración de su cumbre al menos instó a los Estados participantes a «reducir» su uso del carbón y a tomar otras medidas destinadas a frenar los combustibles fósiles.
Muchos de los asistentes al evento de Glasgow expresaron su esperanza de que la próxima reunión, prevista para el próximo mes de noviembre en Sharm el-Sheikh (Egipto), codifique las numerosas propuestas debatidas en la COP 26 para reducir el consumo de combustibles fósiles. Sin embargo, lamentablemente, ya no es concebible que China, Rusia, Estados Unidos y los países de la Unión Europea (UE) sean capaces de trabajar de forma mínimamente armoniosa hacia ese objetivo. Rusia ya ha demostrado su reticencia a dialogar con Occidente sobre asuntos tan vitales al sabotear las negociaciones destinadas a restablecer el acuerdo nuclear con Irán. Dadas las relaciones cada vez más hostiles entre Pekín y Washington, tampoco cuenten con que estos dos países, los principales emisores de carbono del mundo, vayan a cooperar en nada importante.
En resumen, esa cooperación internacional, que nunca fue abrumadora, parece haber llegado ahora a un punto muerto, lo que significa que los esfuerzos para evitar que el calentamiento supere los 1,5 grados centígrados están abocados, de forma casi segura, al fracaso. De hecho, dado el estado actual de las relaciones entre las grandes potencias, es probable que el límite de reserva de 2 grados Celsius (3,6 grados Fahrenheit) sea superado demasiado pronto con resultados calamitosos en lo que respecta al aumento de la sequía, la desertificación, la intensificación de las tormentas, los incendios cada vez más devastadores y otros resultados de pesadilla.
Ruptura con Rusia: Combustibles fósiles para siempre
Como ejemplo de hacia dónde nos dirigimos en este momento de guerra de Ucrania, consideremos el impulso de Europa para eliminar su dependencia de las importaciones de combustibles fósiles rusos. Aunque los países de la UE han hecho planes mucho más ambiciosos que las otras grandes potencias para reducir su dependencia de los combustibles fósiles en las próximas décadas, siguen dependiendo en gran medida del petróleo, el carbón y el gas natural para cubrir una gran parte de sus necesidades energéticas. Además, gran parte de su suministro de esos combustibles es importado, especialmente de Rusia. Sorprendentemente, en 2020 ese país suministró aproximadamente el 43% de las importaciones de gas natural de la UE, el 29% de su petróleo y el 54% de su carbón. Ahora, gracias a la invasión rusa, la UE pretende reducir esos porcentajes a cero. «Debemos independizarnos del petróleo, el carbón y el gas rusos», declaró Ursula von der Leyen, presidenta del brazo ejecutivo de la UE. «Sencillamente, no podemos depender de un proveedor que nos amenaza explícitamente».
En consonancia con ese planteamiento, la UE anunció planes para «independizar a Europa de los combustibles fósiles rusos mucho antes de 2030». Y esos planes implican, en efecto, una mayor dependencia de las fuentes de energía renovables, especialmente la eólica y la solar. Sin embargo, la puesta en práctica de estos esfuerzos llevará mucho tiempo y, hasta entonces, Europa busca ansiosamente un mayor suministro de petróleo y gas de otros países para compensar la grave escasez de energía (y el aumento de los precios de los combustibles). Esa realidad, a su vez, ha impulsado a los posibles proveedores a invertir aún más fondos en el aumento de la producción de petróleo y gas, movimientos que probablemente se traduzcan en un mayor, y no menor, compromiso a largo plazo con la producción y el consumo de combustibles fósiles.
Esto es especialmente cierto en el caso de las importaciones europeas de gas. El gas natural, el menos intensivo en carbono de los combustibles fósiles, se ha hecho popular en Europa como sustituto del carbón en la generación de electricidad. Sin embargo, su uso genera importantes emisiones de carbono y su extracción suele provocar también importantes emisiones de metano, otro peligroso gas de efecto invernadero. Europa depende actualmente del gas natural para aproximadamente el 25% de su consumo energético neto y ahora, comprometida como está a eliminar el gas ruso para 2030, sus países están desesperados por encontrar proveedores alternativos. En la práctica, esto significará un aumento de las importaciones de gas natural licuado (GNL). Dado que muchos de los principales productores de gas -sobre todo Australia, Nigeria, Qatar y Estados Unidos- se encuentran demasiado lejos de Europa para suministrarlo por gasoductos, tendrán que enviarlo como GNL. Esto, a su vez, requerirá la construcción de nuevas y costosas instalaciones de exportación de GNL en el extranjero e instalaciones de importación en Europa, comprometiendo a ambas partes cada vez más firmemente a una dependencia a largo plazo de la producción de gas.
Gracias al acuerdo del 25 de marzo entre la UE y Estados Unidos, por ejemplo, este país suministrará 50.000 millones de metros cúbicos de GNL a Europa anualmente en 2030 (aproximadamente el doble de la cantidad enviada en 2020). Para ello, habrá que construir 10 o más instalaciones nuevas de exportación de GNL en Estados Unidos y un número similar de terminales de importación en Europa. Estos proyectos supondrán un coste acumulado de cientos de miles de millones de dólares, al tiempo que garantizarán que el gas natural siga desempeñando un papel destacado en el potencial consumo energético europeo (y en la extracción de energía de Estados Unidos), durante décadas.
Un beso de despedida a la Tierra
Todo esto -y es solo la punta del iceberg que se está derritiendo- lleva a una conclusión: las élites gobernantes del mundo han optado por poner sus rivalidades geopolíticas por encima de cualquier otra preocupación crítica, incluida la salvación del planeta. Como resultado, es muy probable que el calentamiento global supere los 2 grados centígrados en algún momento de este siglo. Es un hecho que se producirán calamidades casi inimaginables, como la inundación de grandes ciudades, monstruosos incendios forestales y el colapso de la agricultura en muchas partes del mundo.
Esto significa, por supuesto, que los que seguimos considerando el calentamiento global como la prioridad crucial nos enfrentamos al más difícil de los retos. Sí, podemos continuar con nuestras protestas y grupos de presión en apoyo de una acción enérgica contra el cambio climático, sabiendo que nuestros esfuerzos caerán en oídos sordos en Washington, Pekín, Moscú y las principales capitales europeas, o podemos empezar a impugnar la idea misma de que la competencia entre las grandes potencias deba tener tal prioridad en un planeta en peligro mortal. Sí, contrarrestar la agresión de Rusia en Ucrania es importante, como lo es disuadir de movimientos similares de China en la región del Indo-Pacífico o de nuestro propio país a nivel mundial. Sin embargo, si se quiere evitar el colapso planetario, no se puede permitir que estas consideraciones eclipsen el peligro final al que se enfrentan las potencias tanto grandes como pequeñas, así como el resto de nosotros. Para tener alguna posibilidad de éxito a la hora de limitar el calentamiento global a niveles tolerables, el movimiento de acción climática tendrá que derrocar de algún modo el consenso de las élites sobre la importancia de la competencia geopolítica… o, de lo contrario, ¡nos vamos a enterar! Ya podemos despedirnos del planeta Tierra.