Monika Zgustova, CounterPunch.com, 1 junio 2022
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Monika Zgustova, nació en Praga y estudió literatura comparada en Estados Unidos. En los años ochenta fijó su residencia en Barcelona, donde colabora regularmente con El País, La Vanguardia y otros periódicos, así como con distintas revistas culturales, españolas y extranjeras. Ha traducido más de cuarenta libros del checo y del ruso al castellano y catalán. Su libro más reciente es Dressed for a Dance in the Snow: Women’s Voices from the Gulag (Other Press 2020).
Enero de 1914. El Orient Express va a toda velocidad de Odessa a París. La niña de diez años mira a lo largo del pasillo del tren y ve a su madre alejarse hacia el vagón restaurante escoltada por un apuesto joven. Entonces la niña, que viaja sola con su madre, entra en su compartimento, coge la enorme muñeca que le regalaron por Navidad sus padres y abuelos, que celebraban tanto las fiestas judías como las cristianas ortodoxas, y la lanza por la ventanilla del tren a la interminable superficie nevada. La muñeca tiene el pelo largo y rubio como su frívola y despiadada madre.
Esa niña ucraniana, llamada Irina Nemirovskaia, mira la blancura del paisaje y piensa en el elegante barrio de Kiev donde vive, a un paso de los palacios imperiales. Desde su balcón, contemplaba los innumerables parques de la ciudad que descendían por la colina en sucesivas terrazas hasta llegar al río. En verano acompañaba a su querido padre en los cruceros por el Dniéper. De noche se dejaban mecer por las olas, de día visitaban los pueblos donde su padre tenía negocios con los terratenientes ucranianos.
A Irina, ese mundo rural le parecía descuidado y le recordaba las descripciones de paisajes y pueblos que leía en los libros de Gogol “Taras Bulba” y “Tardes en una granja cerca de Dikanka”. Gogol era su escritor ucraniano favorito. El resto del verano paseaba por su soleado Kiev barrido por el viento del Cáucaso: con su institutriz francesa subía por las empinadas calles, recorría los bulevares resguardados por hileras de tilos y castaños que protegían sus ojos del brillo de las cúpulas doradas de las iglesias.
Desde el Orient Express, la niña contempla la llanura invernal y recuerda la reciente celebración del Año Nuevo en Odessa. Su abuela preparó deliciosos zakuski de salmón, caviar, pasta y pepinillos, que todos regaron con champán, e incluso Irina probó algunos sorbos. En Odesa, todas las mañanas bajaba con su abuelo al bullicioso puerto por la enorme escalera helada que más tarde reconocería en la película de Serguéi Eisenstein “El acorazado Potemkin”.
El Orient Express lleva a Irina y a su madre de compras a París. Sin la muñeca se siente como si tuviera alas. Mira la nieve que lo cubre todo, como si lo hundiera todo en el olvido, y aún no sabe que pronto estallará una guerra mundial y que su familia huirá de Kiev y del ambiente de disturbios que más tarde desembocará en la revolución. Tras pasar un tiempo en San Petersburgo, donde residirán en la misma calle que el joven Nabokov, la familia decidirá huir de la revolución a Finlandia y de allí a París. En la capital francesa Irina se convertirá en Irène y vivirá allí el resto de su corta vida: dos décadas y media llenas de escritura y éxito literario, con dos hijas y un marido cariñoso que mecanografiaba sus manuscritos. Su madre cobrará vida en la mayoría de sus novelas como una mujer mundana, vacía y cruel.
Irène ignoró los intentos de su padre por convencerla de que se trasladara a Estados Unidos, donde el antisemitismo no había arraigado; la escritora tenía una fe ciega en la integridad ética de Francia. Solo se arrepintió de no haber escuchado a su padre cuando ya era demasiado tarde: tras la ocupación alemana, ella y toda su familia fueron perseguidos. En el verano de 1942 fue detenida y enviada a Auschwitz. Un mes después, Irène murió, a la edad de 39 años.
Foto de portada: Irène junto a su nodriza francesa