Chris Hedges, ScheerPost.com, 5 junio 2022
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Chris Hedges es un periodista ganador del Premio Pulitzer que fue corresponsal en el extranjero durante quince años para The New York Times, donde ejerció como jefe de la Oficina de Oriente Medio y de la Oficina de los Balcanes. Entre sus libros figuran: American Fascists: The Christian Right and the War on America, Death of the Liberal Class, War is a Force That Gives Us Meaning Days of Destruction, Days of Revolt una colaboración con el dibujante de cómics y periodista Joe Sacco. Anteriormente trabajó en el extranjero para The Dallas Morning News, The Christian Science Monitor y NPR. Es el presentador del programa On Contact, nominado a los premios Emmy.
Las armas fueron una parte omnipresente en mi infancia. Mi abuelo, que había sido sargento mayor del ejército, tenía un pequeño arsenal en su casa de Mechanic Falls, Maine. Me regaló un rifle Springfield de cerrojo 2020 cuando tenía 7 años, y cuando cumplí los 10, me gradué en un Winchester 30-30 de palanca. Fui ascendiendo en el programa de cualificación en tiro de la Asociación Nacional del Rifle (NRA, por sus siglas en inglés), ayudado por un campamento de verano en el que el tiro con rifle era obligatorio. Como muchos chicos de la América rural, me fascinaban las armas, aunque no me gustaba la caza. Sin embargo, dos décadas como reportero en zonas de guerra provocaron en mí una profunda aversión a las armas. Vi lo que hacían en los cuerpos humanos. Heredé las armas de mi abuelo y se las di a mi tío.
Las armas hacían que mi familia, gente de la clase trabajadora baja de Maine, se sintiera poderosa, incluso cuando no lo era. Si les quitaban las armas, ¿qué les quedaba? Pueblos pequeños en decadencia, fábricas textiles y de papel cerradas, trabajos sin futuro, bares de mala muerte donde los veteranos, casi todos los hombres de mi familia eran veteranos, se bebían sus traumas. Si quitas las armas, la fuerza bruta de la miseria, la decadencia y el abandono te golpean en la cara como un maremoto.
Sí, el lobby de las armas y los fabricantes de armas alimentan la violencia con armas de asalto fácilmente disponibles, cuyos cartuchos de pequeño calibre de 5,56 mm las hacen prácticamente inútiles para la caza. Sí, las laxas leyes de armas y los risibles controles de antecedentes tienen parte de la culpa. Pero Estados Unidos también fetichiza las armas. Este fetiche se ha intensificado entre los hombres blancos de clase trabajadora, que han visto cómo todo se les escapaba de las manos: la estabilidad económica, el sentido del lugar dentro de la sociedad, la esperanza en el futuro y el empoderamiento político. El miedo a perder el arma es el último golpe a la autoestima y la dignidad, una rendición a las fuerzas económicas y políticas que han destruido sus vidas. Se aferran al arma como idea, en la creencia de que con ella son fuertes, inatacables e independientes. Las arenas movedizas de la demografía, con la previsión de que los blancos se conviertan en una minoría en Estados Unidos para 2045, intensifican este deseo primario, ellos dirían que la necesidad, de poseer un arma.
Este año se han producido más de 200 tiroteos masivos. Hay casi 400 millones de armas en Estados Unidos, alrededor de 120 armas por cada 100 estadounidenses. La mitad de las armas de propiedad privada pertenecen al 3% de la población, según un estudio de 2016. Nuestro vecino de Maine tenía 23 armas. Las leyes restrictivas de armas, y las leyes de armas que se aplican de manera desigual, bloquean la propiedad de armas para muchos negros, especialmente en los barrios urbanos. La ley federal, por ejemplo, prohíbe la posesión de armas a la mayoría de las personas con condenas por delitos graves, lo que impide la posesión legal de armas a un tercio de los hombres negros. La prohibición de las armas para los negros forma parte de un largo proceso. A los negros se les negó el derecho a poseer armas bajo los Códigos de Esclavitud de antes de la guerra, los Códigos Negros de después de la guerra civil y las leyes Jim Crow.
Los blancos construyeron su supremacía en Estados Unidos y en el mundo con violencia. Masacraron a los nativos americanos y robaron sus tierras. Secuestraron a los africanos, los enviaron como carga a América y luego los esclavizaron, lincharon, encarcelaron y empobrecieron durante generaciones. Siempre han matado a tiros a los negros con impunidad, una realidad histórica solo perceptible recientemente para la mayoría de los blancos debido a los vídeos de asesinatos grabados con teléfonos móviles.
«El alma americana esencial es dura, aislada, estoica y asesina», escribe D.H. Lawrence. «Todavía no se ha ablandado nunca».
La sociedad blanca, a veces abiertamente y otras inconscientemente, teme profundamente el castigo de los negros por sus cuatro siglos de agresiones asesinas.
«Una vez más, digo que todos y cada uno de los negros, durante los últimos 300 años, poseen, a causa de esa herencia, una mayor carga de odio hacia Estados Unidos de lo que ellos mismos imaginan», señala Richard Wright en su diario. «Tal vez sea bueno que los negros traten de ser lo menos intelectuales posible, porque si alguna vez se pusieran a pensar realmente en lo que les pasó, se volverían locos. Y tal vez ese sea el secreto de los blancos que quieren creer que los negros no tienen realmente memoria; porque si pensaran que los negros recuerdan, empezarían a dispararles a todos en pura defensa propia.»
La Segunda Enmienda, como escribe la historiadora Roxanne Dunbar-Ortiz en Loaded: A Disarming History of the Second Amendment, fue diseñada para consolidar los derechos, a menudo exigidos por las leyes estatales, de los blancos a portar armas. Los hombres blancos del Sur no solo estaban obligados a poseer armas, sino a servir en las patrullas contra los esclavos. Estas armas se utilizaron para exterminar a la población indígena, perseguir a los esclavizados que escapaban de la esclavitud y aplastar violentamente las revueltas de los esclavos, las huelgas y otros levantamientos de los grupos oprimidos. La violencia de los justicieros está grabada en nuestro ADN.
«La mayor parte de la violencia estadounidense -y esto también ilumina su relación con el poder del Estado- se ha iniciado con un sesgo ‘conservador'», escribe el historiador Richard Hofstadter. «Se ha desatado contra abolicionistas, católicos, radicales, trabajadores y sindicalistas, negros, orientales y otras minorías étnicas o raciales o ideológicas, y se ha utilizado ostensiblemente para proteger a los protestantes blancos sureños estadounidenses o, simplemente, la forma de vida y costumbres de la clase media blanca establecida. Así, una gran proporción de nuestras acciones violentas ha procedido de los jefazos. Tal ha sido el carácter de la mayoría de los movimientos mafiosos y justicieros. Esto puede ayudar a explicar por qué se ha utilizado tan poco contra la autoridad del Estado, y por qué, a su vez, se ha olvidado con tanta facilidad e indulgencia”.
Payton Gendron, el tirador blanco de 18 años de Buffalo que mató a diez personas negras e hirió a otras tres, una de ellas negra, en el Tops Friendly Markets de un barrio negro, plasmó en un manifiesto de 180 páginas este miedo blanco o «teoría del gran reemplazo». Gendron citó repetidamente a Brenton Tarrant, el tirador de masas de 28 años que en 2019 mató a 51 personas e hirió a otras 40 en dos mezquitas de Christchurch (Nueva Zelanda). Tarrant, al igual que Gendron, transmitió en vivo su ataque para, según él, ser vitoreado por una audiencia virtual. Robert Bowers, de 46 años, mató a 11 personas en la Sinagoga del Árbol de la Vida de Pittsburgh en 2018. Patrick Crusius, un joven de 21 años, en 2019 condujo más de once horas para atacar a los hispanos, dejando 22 personas muertas y 26 heridas en un Walmart de El Paso. John Earnest, que se declaró culpable de asesinar a una persona y herir a otras tres en 2019 en una sinagoga de Poway (California), consideraba que la «raza blanca» había sido suplantada por otras razas. Dylann Roof en 2015 disparó 77 veces con su pistola Glock calibre 45 contra los feligreses que asistían a un estudio bíblico en la iglesia negra Emanuel AME de Charleston (Carolina del Sur). Asesinó a nueve de ellos. «Vosotros, los negros, estáis matando a los blancos en las calles todos los días y violando a las mujeres blancas todos los días», gritó a sus víctimas mientras disparaba, según un diario que llevaba en la cárcel.
El arma imponía la supremacía blanca. No debería sorprender que se adopte como el instrumento que impedirá que los blancos sean destronados.
El espectro del colapso social, cada vez menos una teoría de la conspiración a medida que nos acercamos al colapso climático, refuerza el fetiche de las armas. Los cultos de supervivencia, impregnados de supremacía blanca, pintan el escenario de bandas de merodeadores negros y marrones en medio del caos de ciudades sin ley y asolando el campo. Estas hordas de negros y pardos, según los supervivientes, solo podrán ser mantenidas a raya con armas de fuego, especialmente con armas de asalto. Esto no está muy lejos de pedir su exterminio.
El historiador Richard Slotkin llama a nuestra lujuria nacional por el sacrificio de sangre la «metáfora estructuradora de la experiencia estadounidense», una creencia en la «regeneración a través de la violencia». El sacrificio de sangre, escribe en su trilogía Regeneration Through Violence: The Mythology of the American Frontier, The Fatal Environment: The Myth of the Frontier in the Age of Industrialization y Gunfighter Nation: The Myth of the Frontier in Twentieth-Century America, se celebra como la forma más elevada del bien. A veces requiere la sangre de los héroes, pero la mayoría de las veces requiere la sangre de los enemigos.
Este sacrificio de sangre, ya sea en casa o en guerras extranjeras, está racializado. Estados Unidos ha masacrado a millones de habitantes del planeta, incluidos mujeres y niños, en Corea, Vietnam, Afganistán, Somalia, Iraq, Siria y Libia, así como en numerosas guerras por delegación, la última en Ucrania, donde la administración Biden enviará otros 700 millones de dólares en armas para complementar 54.000 millones de dólares en ayuda militar y humanitaria.
Cuando la mitología nacional inculca a una población que tiene el derecho divino de matar a otros para purgar la tierra del mal, ¿cómo puede esta mitología no ser ingerida por individuos ingenuos y alienados? Matadlos en el extranjero. Matadlos en casa. Cuanto más se deteriora el imperio, más crece el impulso de matar. La violencia, en la desesperación, se convierte en la única vía de salvación.
«Un pueblo que no es consciente de sus mitos es probable que siga viviendo según ellos, aunque el mundo que le rodea cambie y exija cambios en su psicología, su visión del mundo, su ética y sus instituciones», escribe Slotkin.
El fetichismo por las armas y la cultura de la violencia de los justicieros hace que Estados Unidos sea muy diferente de otras naciones industrializadas. Esta es la razón por la que nunca habrá un control serio de las armas. No importa cuántos tiroteos masivos se produzcan, cuántos niños sean masacrados en sus aulas o cuán alta sea la tasa de homicidios.
Cuanto más tiempo permanezcamos en un estado de parálisis política, dominado por una oligarquía corporativa que se niega a responder a la creciente miseria de la mitad inferior de la población, más se expresará la rabia de la clase baja a través de la violencia. Las personas negras, musulmanas, asiáticas, judías y LGBTQ, junto con los indocumentados, los liberales, las feministas y los intelectuales, que ya han sido tachados de contaminantes, serán ejecutados. La violencia engendrará más violencia.
«La gente paga por lo que hace y, aún más, por aquello en lo que se han permitido convertirse», escribe James Baldwin sobre el Sur de Estados Unidos. «Lo crucial, aquí, es que la suma de estas abdicaciones individuales amenaza la vida en todo el mundo. Porque, en general, como entidades sociales y morales y políticas y sexuales, los estadounidenses blancos son probablemente las personas más enfermas y ciertamente las más peligrosas, de cualquier color, que se pueden encontrar en el mundo actual». Añadió que «no le impresionó su maldad, porque esa maldad no es más que el espíritu y la historia de Estados Unidos. Lo que me impactó fue la increíble dimensión de su dolor. Me sentí como si hubiera entrado en el infierno».
No se puede llegar a los que se aferran a la mitología de la supremacía blanca mediante una discusión racional. La mitología es lo único que les queda. Cuando esta mitología se ve amenazada, desencadena una feroz reacción, porque sin el mito hay un vacío, un vacío emocional, una desesperación aplastante. Estados Unidos tiene dos opciones. Puede reintegrar a los desposeídos en la sociedad a través de reformas radicales tipo New Deal, o puede dejar que su clase baja se revuelque en las toxinas de la pobreza, el odio y el resentimiento, alimentando los sacrificios de sangre que nos afligen. Esta elección, me temo, ya se ha hecho. La oligarquía gobernante no toma el metro ni vuela en aviones comerciales. Está protegida por el FBI, la Seguridad Nacional, escoltas policiales y guardaespaldas. Sus hijos asisten a escuelas privadas. Vive en comunidades cerradas con elaborados sistemas de vigilancia. Nosotros no importamos.
Imagen de portada: «Luz blanca/calor blanco» – por Mr. Fish