Rozina Ali, The New Yorker Magazine, 24 agosto 2022
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Rozina Ali es miembro del Type Media Center y colaboradora de The New York Times Magazine. Sus reportajes y ensayos sobre Oriente Medio, la guerra contra el terrorismo y la islamofobia en Estados Unidos han aparecido en The New Yorker, The Nation, The Guardian, The New York Times, Al Jazeera America, Foreign Policy y Los Angeles Review of Books, entre otros. Formó parte de la redacción de The New Yorker de 2015 a 2019, y anteriormente fue editora principal en The Cairo Review of Global Affairs, con sede en El Cairo, Egipto.
La mañana del 15 de agosto de 2021, Samira estaba tumbada en la cama, dormitando a ratos, en una habitación que compartía con otras personas. Estaban en un refugio de Kabul gestionado por Women for Afghan Women (WAW), “Mujeres para las Mujeres Afganas”, una ONG con sede en Estados Unidos dedicada a proteger a las mujeres vulnerables de Afganistán. Samira y sus compañeras de habitación habían encontrado allí refugio de hermanos, padres y maridos abusivos. De repente, la voz de la directora del refugio la despertó dando órdenes urgentes: los talibanes habían tomado el control de Kabul y todas tenían que salir. Alrededor de Samira, las mujeres empezaron a llorar. El personal se apresuró a determinar quiénes podían ir a casa de sus familiares, y repartió formularios en los que se indicaba que las clientas abandonaban el refugio por voluntad propia.
A Samira le entró el pánico. Solo llevaba dos semanas allí y no podía volver con su familia. Su madrastra y sus hermanastros la golpeaban a menudo, y no necesitaban muchos motivos para hacerlo. Una vez la golpearon cuando preparó una comida que no les gustó. De hecho, ésta era su segunda estancia en WAW. Dos años antes había vivido allí durante casi siete meses. WAW había mediado entre Samira y los miembros de su familia, que acordaron poner fin a la violencia, y ella volvió a casa. Pero, según me contó Samira, las palizas empeoraron. A veces su familia se negaba a dejarla comer durante días. Recientemente, los hermanos -agricultores en apuros de la provincia de Laghman- le anunciaron que se casaría con un hombre mayor, que ofrecía una suma considerable. Samira se dio cuenta de que la estaban vendiendo. Se escabulló en medio de la noche y se acurrucó en una terminal de autobuses. Cuando amaneció, tomó un taxi hasta Kabul y finalmente llegó a WAW.
Cuando la directora del refugio ordenó a las mujeres que salieran, la ciudad se estaba ya transformando. Los combatientes talibanes habían entrado en la capital en camionetas y Humvees, blandiendo ametralladoras. La policía local abandonó sus puestos y las embajadas evacuaron a su personal. El presidente Ashraf Ghani y su esposa, Rula, partieron en un avión. Algunos afganos, recordando el gobierno talibán de los años noventa, tomaron medidas de precaución, tapando con pintura las fotos de mujeres en los anuncios. En la confusión, Samira tomó una decisión rápida. Firmó el formulario, recogió sus pocas pertenencias y salió por las puertas del refugio hacia el sol de media tarde.
Samira empezó a caminar hacia la parte norte de la ciudad. Los aviones militares estadounidenses sobrevolaban la ciudad y se oían disparos esporádicos en la distancia. Llegó a un cementerio donde se habían levantado tiendas de campaña de tela y cuerda. La zona había sido un lugar de encuentro de heroinómanos y, más recientemente, de los afganos que huían del conflicto en otras partes del país. Si Samira se quedaba en las calles principales, la gente le preguntaba quién era y qué hacía. Al menos en un cementerio, razonó, tendría la seguridad de la reclusión. Cayó la noche y llegó más gente. Samira encontró a dos mujeres que le permitieron dormir cerca de ellas a regañadientes y se instaló.
Como miles de otras mujeres afganas, Samira pensó que la WAW la salvaría de una vida de abusos. Sin embargo, poco después del sorprendente colapso del gobierno y de la caótica retirada de Estados Unidos, WAW, la mayor organización de mujeres del país, tomaría la decisión de cerrar sus refugios de forma permanente, lo que hizo que muchas de sus acogidas se sintieran abandonadas y dividió a los miembros del personal sobre cómo proceder. Varios de sus dirigentes huirían discretamente de Afganistán; sus fundadores dicen ahora que la institución traicionó su propia misión. Mientras el mundo se apresuraba a evacuar a decenas de miles de personas del país, una pregunta desalentadora flotaba en el aire: ¿Qué pasaría con los millones de personas que no podían salir?
WAW fue concebida a principios de 2001 por Sunita Viswanath, que entonces era una activista de derechos humanos de 34 años que trabajaba en la organización benéfica Sister Fund, con sede en Nueva York. Le había impactado lo que leía en los periódicos sobre el régimen talibán -personas apedreadas en los estadios de fútbol, música prohibida, mujeres vetadas en los espacios públicos- y la poca atención que se le prestaba. Ella y un grupo de mujeres, entre las que se encontraba Masuda Sultan, una empresaria afgana y activista de los derechos humanos, crearon WAW para intentar ayudar.
Al principio, sus programas atendían principalmente a las comunidades afganas que vivían en Estados Unidos, pero después de que la invasión estadounidense derrocara al gobierno talibán tras los atentados del 11 de septiembre, WAW centró su actividad en las mujeres de Afganistán. Gloria Steinem ayudó a planificar su primera conferencia, en Nueva York. En 2003 WAW reunió a mujeres de todo Afganistán en Kandahar, antiguo bastión de los talibanes. Las asistentes elaboraron una «Carta de Derechos de las Mujeres Afganas» que querían incluir en la nueva constitución del país: acceso a la atención sanitaria reproductiva, derecho al matrimonio y al divorcio, derechos de herencia. La constitución finalmente no incorporó ninguna de estas demandas, pero sí reconoció que hombres y mujeres tienen «los mismos derechos y deberes ante la ley».
Aun así, el nuevo gobierno, respaldado por Occidente, no consiguió llegar a algunas de las poblaciones más vulnerables. Cuando el personal de WAW visitó las cárceles de mujeres, comprobó que muchas detenidas languidecían allí tras huir de hogares abusivos. (Las mujeres eran encarceladas por «delitos morales», como fugarse o mantener relaciones sexuales extramatrimoniales, incluso en casos de violación). WAW puso en marcha un programa de acogida y construyó centros de apoyo que atendían a los niños que habían sido encarcelados junto a sus madres. En la sociedad afgana no es habitual que las mujeres vivan solas, y WAW dirigía las mediaciones para reunir a las clientas con sus familias. Si una mujer volvía a casa, el personal la visitaba sin previo aviso para confirmar su seguridad. Si no quería volver, WAW podía ayudarla a conseguir el divorcio y encontrar un nuevo marido, o un trabajo en la organización. Los abogados y asesores recibieron formación para enraizar el trabajo de WAW en la ley y las tradiciones islámicas.
Los programas y el presupuesto de WAW en Afganistán superaron a los de Estados Unidos. Llegó a operar en doce provincias y a atender a más de tres mil clientas al año. Pero, a medida que su trabajo se hacía más público, suscitó el escrutinio y las críticas. En 2010, la televisión Nurin de Kabul emitió una «serie de investigación» que acusaba falsamente a los refugios de ser fachadas para la prostitución. Ese mismo año, Manizha Naderi, entonces directora ejecutiva de WAW, llevó a Bibi Aisha, una joven de dieciocho años, a Estados Unidos para someterse a una cirugía reconstructiva. Bibi Aisha había huido de sus suegros; tras ser encontrada, su marido, un talibán, y su familia, le cortaron la nariz y las orejas. Time publicó su foto en su portada con el titular «¿Qué pasará cuando nos vayamos de Afganistán?». Algunos consideraron que WAW había utilizado a Bibi Aisha para justificar la ocupación estadounidense. (Viswanath recordó que un funcionario del Departamento de Estado expresó la preocupación contraria: pensaban que dar a conocer el caso de Bibi Aisha ponía de manifiesto la incapacidad de Estados Unidos para mantener la seguridad de los afganos).
En ocasiones, WAW también tuvo problemas con el gobierno afgano. En 2011 el presidente Hamid Karzai intentó tomar el control de todos los refugios para mujeres del país, nominalmente para acallar los rumores de corrupción y prostitución. (El plan fracasó.) Pero, tras la llegada al poder de Ghani, en 2014, WAW estrechó sus lazos con Kabul. Rula, la esposa de Ghani, se implicó especialmente en la organización, y en una ocasión comentó que pocos habían sido capaces de abordar los problemas de las mujeres «con la comprensión y la dedicación, la sabiduría y la paciencia» de WAW. Leslie Cunningham, miembro de la junta directiva y esposa de un antiguo embajador de Estados Unidos, era amiga de Rula, y a veces a Viswanath le parecía que WAW tenía que pedir permiso al gobierno para hacer su trabajo. En 2018 hubo nuevas preocupaciones. El gobierno, plagado de corrupción y dependiente de Estados Unidos, era incapaz de mantener el territorio -o el apoyo popular- en la periferia del país. Los talibanes estaban ganando terreno y Estados Unidos había empezado a entablar conversaciones de paz con el grupo. «Las cosas pintan muy mal», dijo Sultan a Viswanath.
En 2019 las dos se dirigieron a la junta directiva de WAW para que siguiera el ejemplo de Estados Unidos. Si los talibanes estaban capturando grandes franjas de territorio, razonaron, WAW tendría que trabajar con ellos. Con la ayuda de eruditos islámicos, Sultan y Viswanath elaboraron un documento en el que se exponían las justificaciones religiosas de los refugios para mujeres. Se reunieron con académicos, expertos y ONG que les aconsejaron cómo abrir líneas de comunicación con los líderes talibanes para que pudieran continuar con sus operaciones. WAW no detuvo estos esfuerzos, pero tampoco las apoyó. Viswanath y Sultan se sintieron marginadas por su propia organización.
Según Viswanath y Sultan, a varios miembros de la junta directiva, incluido Cunningham, les preocupaba legitimar a los talibanes. También parecía haber un fuerte deseo de mantener una relación con el gobierno de Ghani, que había quedado al margen de las negociaciones de paz entre Estados Unidos y los talibanes. Mientras tanto, Najia Nasim -la directora ejecutiva de WAW en Afganistán- y algunos otros miembros del personal simplemente creían que no se podía confiar en el grupo. Para los fundadores, el estancamiento por estas preocupaciones equivalía a una estrategia fallida.
El personal de WAW declinó mis solicitudes de entrevistas individuales; Annie Pforzheimer, miembro de la junta directiva que sirvió brevemente como subsecretaria de Estado en funciones para Afganistán, respondió en nombre de la organización. Confirmó que existía la preocupación de que los talibanes pudieran aprovechar una relación con WAW para presentarse bajo una luz más favorable. Sin embargo, dijo, WAW decidió finalmente no comprometerse con el grupo porque creía que hacerlo sería ineficaz y posiblemente ilegal. (Sultan me dijo que el Departamento de Estado sabía que estaba intentando reunirse con los talibanes y no manifestó ninguna preocupación legal).
El 14 de abril de 2021, la Administración Biden anunció que Estados Unidos retiraría sus tropas de Afganistán antes del 11 de septiembre, poniendo fin al conflicto militar más largo de la historia de Estados Unidos. Un equipo dentro de WAW -dirigido por Nasim, Sayeb Muheballah Haqiq, el director del país en ese momento, y Mohammad Shirzad, el jefe de seguridad- elaboró planes de contingencia. Si un distrito caía en manos de los talibanes, el personal destruiría la mayoría de los documentos y llevaría los necesarios a un lugar seguro. WAW también empezó a cerrar los refugios, a reunir a las clientas con sus familias y a trasladar a algunas mujeres a la capital.
Cuando cayó Kabul, cundió el pánico. Era el peor escenario que Sultan y Viswanath habían temido, y WAW no estaba preparada para afrontarlo. Nasim ordenó a los empleados que detuvieran por completo las operaciones de refugio y que enviaran al mayor número posible de mujeres con sus familiares. La abrupta decisión sorprendió a una de los donantes de WAW. «De repente, me llega la noticia de que se había devuelto a todo el mundo», me dijo Tooba Mayel, directora del Programa de Asuntos de Género del Plan Colombo. «Podríamos haber ayudado».
Nasim, la directora ejecutiva, habría sido la encargada de encontrar la forma de operar bajo el nuevo régimen; varios antiguos miembros del personal y de la junta directiva me contaron que, a mediados de agosto, pareció desaparecer durante semanas y no respondió a múltiples mensajes urgentes. (Según WAW, estuvo en contacto con algunas personas). En Nueva York, el personal trabajó incansablemente en las evacuaciones. En Afganistán, Haqiq y Shirzad tomaron las riendas, y se apresuraron a negociar con las milicias talibanes locales que habían entrado en las oficinas de WAW, confiscado el mobiliario y los coches, y en una ocasión detuvieron a algunos empleados. Zahra, la directora del refugio en Kabul, trasladó a cuarenta y cinco mujeres y sus hijos a una casa segura, y atendió las llamadas de otros empleados y clientes en busca de orientación. «Fueron días de locura», me dijo, luchando contra las lágrimas. Haqiq dirigió conversaciones con varios funcionarios talibanes para explicar el trabajo de WAW. No obtuvieron un permiso explícito para seguir operando los refugios, pero tampoco fueron atacados. Haqiq me dijo que ojalá las conversaciones hubieran tenido lugar antes del caos de agosto.
A pesar de estos esfuerzos, los dirigentes de Nueva York parecían decididos a no continuar. En una conversación privada sobre cómo trabajar en ese nuevo ambiente, de la que adquirí una grabación, Nasim dijo que mantener los refugios abiertos pondría al personal en peligro. Kevin Schumacher, el subdirector ejecutivo, calificó a los talibanes de «panda de animales». A principios de 2021, WAW había estado atendiendo a quinientas clientas, muchas de las cuales tenían pocas opciones aparte de volver a hogares abusivos o a la cárcel. Tras la toma de posesión, WAW cerró definitivamente sus servicios centrados en las mujeres, incluidos los refugios y los centros de reinserción social, y evacuó a muchos empleados de alto nivel, incluida Nasim, que acabó en Canadá. A finales de año, WAW había despedido a cientos de miembros del personal: abogadas defensoras que habían llevado casos de divorcio ante los tribunales, cocineras que habían trabajado en los centros de acogida, personal que había alojado a mujeres con gran riesgo personal. Al igual que las clientas, que habían dejado atrás. Pforzheimer subrayó que WAW tuvo que poner fin a sus programas para proteger al personal y a las clientas del peligro, pero Viswanath lo vio de otra manera. «El odio a los talibanes definía a la organización más que la protección de las mujeres y las niñas», me dijo.
Esta primavera viajé a Kabul y me reuní con antiguos clientes y empleados de WAW. Nos reunimos en un salón vacío dentro de un hotel en el centro de la ciudad, cuyas puertas están ahora vigiladas por los talibanes. Seis miembros del personal se apretujaban en un sofá y un par de sillones, mientras una docena de mujeres -antiguas clientas- se reunían a mi alrededor (algunos nombres han sido cambiados por su seguridad).
Marwa, que llevaba gafas con montura dorada, hablaba en voz baja y con rapidez. Como muchas de las clientas de WAW, se había trasladado a un centro de acogida desde la cárcel. Me mostró fotos de su rostro de aquel momento: cortes sangrientos en la mejilla y el labio superior y moretones alrededor del ojo izquierdo. «Mi hermano», me explicó. Sucedió después de que huyera de su marido maltratador. Llevaba dieciocho meses con WAW cuando los talibanes entraron en la capital. Marwa se trasladó a la casa de un miembro del personal, pero, pronto, la gente empezó a preguntar por las «mujeres extrañas» que vivían allí, sospechas que se transformaron, como a menudo, en acusaciones de prostitución. Marwa intentó apelar a su padre, que se negó a permitirle entrar en su casa; finalmente, el miembro del personal la ayudó a encontrar un marido. Era un hombre amable, me dijo Marwa, pero había formado parte del Ejército Nacional Afgano y ahora estaba desempleado.
Las mujeres querían darse tiempo para contar sus historias, pero cada vez que había una pausa en la conversación, hablaban por encima de las demás, excitadas. El personal parecía igualmente impaciente, interviniendo a menudo para reiterar cómo WAW las había abandonado. En un momento dado, la directora del refugio de Kabul, Zahra, que se había mostrado serena y severa, empezó a llorar. Había trabajado con la WAW durante diez años y estaba familiarizada con el peso que llevaban estas mujeres. «Lo más doloroso es que la dirección nos haya abandonado», dijo.
Mina, que llevaba un hiyab de flores blancas y negras ceñido al rostro, me contó que era una estudiante universitaria en la provincia de Kapisa cuando tuvo un hijo fuera del matrimonio. Estuvo encarcelada varios meses antes de ser trasladada a WAW, donde permaneció cinco años, trabajando en la guardería de una de las casas de acogida. A mediados de agosto, volvió a la casa de su padre. Cuando por fin la dejó entrar, empezó a golpearla y a negarle la comida. Su familia se burla de ella, me dijo, diciendo que deberían matar a su hijo. No tenía otro lugar donde ir.
Era el Ramadán y, con la puesta de sol a la vista, era casi la hora de romper el ayuno. Algunas mujeres se disculparon y se fueron. La mayoría, sin embargo, se quedó, queriendo asegurarse de que escuchara lo que había pasado. Rokhsana amamantaba a su hijo mientras me contaba que ella y algunas otras mujeres habían reunido los pagos únicos que les había dado la WAW (unos diez mil afganos, el equivalente a ciento veinticinco dólares, cada una) y, juntas, habían alquilado un apartamento. Con el tiempo, las otras mujeres se fueron. Rokhsana seguía viviendo allí; sin forma de pagar el alquiler, podía ser desalojada en cualquier momento. Razia, que tiene tres hijos, alquiló un apartamento similar en un rincón mísero de Kabul, y no había podido pagar el alquiler en varios meses. Su hija y sus dos hijos la ayudaban mendigando en la calle.
Samira no había recibido ningún dinero de WAW, y seguía sin tener un lugar fijo donde vivir. Después de permanecer en el cementerio durante tres noches, se había trasladado a un asentamiento en un parque. Se puso a llorar al recordar a una mujer que le entregó cien afganis, que utilizó para comprar pan, su primera comida de ese día. Pasó los meses siguientes en medio de un frío implacable, moviéndose de parque en parque, me dijo. La miraban de reojo y le hicieron proposiciones, y en un momento dado, desesperada, se hizo amiga de un grupo de mujeres que le dieron heroína.
Otras mujeres se habían desvanecido en rincones lejanos del país. Algunas habían desaparecido y otras habían dejado de responder a sus teléfonos tras enviar mensajes crípticos. Haqiq me habló de una mujer que se había reintegrado a toda prisa con sus padres. Un día, cuando había salido de casa para hacer unos recados, su marido se acercó y la apuñaló hasta la muerte. (WAW no quiso dar más detalles sobre el caso, pero me dijo que «estamos desolados por el hecho de que ya no tenemos las herramientas para proteger a la gente»).
Cuando Biden anunció la retirada de Afganistán, prometió que Estados Unidos «seguiría apoyando al pueblo afgano». El fin del conflicto militar ha sido un respiro para muchas familias, especialmente en las zonas rurales del país, pero, desde agosto, Estados Unidos y gran parte de la comunidad internacional han estado librando otro tipo de guerra contra Afganistán, a través del poderío económico. La Administración Biden congeló siete mil millones de dólares en activos afganos y en febrero destinó la mitad de esos fondos a las familias que perdieron a sus parientes en el 11-S. Según una estimación, alrededor de medio millón de empleados del gobierno afgano, incluidos profesores y trabajadores de la salud, dejaron de cobrar. Estados Unidos también ha impuesto sanciones al gobierno talibán, obstaculizando la capacidad de los grupos de ayuda y las organizaciones no gubernamentales para prestar servicios y, junto con la congelación de activos, provocando una grave crisis de liquidez. Antes de la retirada, los donantes extranjeros representaban tres cuartas partes del gasto público del país. Ese dinero se ha evaporado. En mayo Naciones Unidas advirtió que casi la mitad de la población corría el riesgo de morir de hambre. «Nunca habíamos visto los efectos de la pobreza y la desintegración de la sociedad a tal escala», dijo Anita Dullard, portavoz del Comité Internacional de la Cruz Roja. (El mes pasado, el Programa Mundial de Alimentos estimó que cuatro millones de niños están «gravemente desnutridos»).
En Kabul, que está más conectada al sistema bancario que el resto del país, y donde la población está abarrotada de desplazados internos, la crisis económica es visiblemente grave. Poco después de mi llegada, un hombre se quemó a lo bonzo en las calles, desesperado. En medio de la orquesta de bocinazos en el tráfico del centro, unas jóvenes golpeaban las ventanillas de los coches, pidiendo dinero. En un rincón tranquilo de la ciudad, las mujeres se reunían frente a una panadería al anochecer para esperar un trozo de pan. Una mujer me empujó a su hijo, levantando sus delgados brazos; su marido había muerto en la guerra, dijo, y ella había venido aquí para alimentar a su familia.
Tras la toma del poder por los talibanes, WAW recaudó casi once millones de dólares para ayudar a los afganos. Poco de ese dinero ha llegado realmente a Afganistán. Los miembros del personal en el país no recibieron sus cheques de pago hasta finales de 2021, y tuvieron poco apoyo financiero para ayudar a las mujeres que antes cuidaban. WAW me dijo que proporcionaba pequeños estipendios y alimentos a algunas clientas y al personal, utilizando recursos que ya estaban en el país, pero que no podía enviar más dinero porque le preocupaba violar las sanciones de Estados Unidos. Algunas organizaciones utilizan el sistema hawala -una red informal de transferencias de efectivo en la que intervienen intermediarios desconocidos-, que WAW considera «demasiado arriesgado desde el punto de vista legal». La organización insiste en que las clientas pueden seguir solicitando ayuda humanitaria. Más de una docena de mujeres y antiguos empleados con los que hablé dijeron que no habían recibido nada en meses.
Operar como organización de mujeres bajo el nuevo régimen está plagado de dificultades; por ejemplo, los talibanes disolvieron el Ministerio de Asuntos de la Mujer, que antes era el principal contacto de WAW con el gobierno. Para Viswanath, el hecho de que la mayor organización de mujeres afganas haya optado por centrarse en las evacuaciones y el reasentamiento de los refugiados, en lugar de hacer planes para los veinte millones de mujeres «que no tenían el lujo de irse», refleja un problema moral. «Necesitábamos soluciones no burocráticas y fuera de lo común para un momento de gran crisis», me dijo.
El personal de WAW y las clientas con las que hablé a menudo volvían a un punto persistente: la injusticia de la precipitada retirada de WAW. Un sábado de esta primavera, varias docenas de personas se reunieron frente a la oficina principal de Kabul para manifestarse contra la dirección. Una mujer sostenía un cartel que decía, en inglés, «Yo era personal de WAW. Ahora tengo hambre y no tengo trabajo». También presentaron una queja formal ante el Ministerio de Economía de los talibanes, alegando corrupción, abandono de las clientas, favoritismo en el proceso de evacuación y falta de desembolso del dinero donado a las clientas y al personal. En los últimos meses, después de que Estados Unidos suavizara algunas restricciones financieras, WAW ha devuelto los salarios al antiguo personal. Haqiq y Shirzad, por su parte, se han visto obligados a abandonar WAW, en represalia, según ellos, por haber denunciado la gestión de Nasim. (Pforzheimer me dijo que Haqiq no estaba cumpliendo con sus obligaciones. Shirzad me dijo que se sentía presionado para dimitir).
Los donantes y las activistas por los derechos de las mujeres no están seguros, y a veces están divididos, sobre cómo apoyar a las mujeres afganas bajo el régimen talibán, que ya ha revertido los avances de los últimos veinte años. A pesar de las promesas a la comunidad internacional, no se ha permitido que las niñas vuelvan a las escuelas secundarias. Los talibanes también han decretado que las mujeres deben permanecer en casa, obstaculizando su capacidad de trabajo. Si salen, deben ir cubiertas de la cabeza a los pies con ropa holgada. Si viajan largas distancias, deben ir en compañía de un familiar masculino. Las normas no se aplican de manera uniforme ni regular, pero la premisa legal pende como una nube. Destacadas activistas han sido acosadas y detenidas.
En julio, un informe de la Red de Analistas de Afganistán reveló que las organizaciones de ayuda han reducido sus actividades debido a la escasez de fondos, y que los donantes están preocupados por la apariencia de «trabajar con los talibanes». De hecho, ha surgido una división entre los funcionarios de alto nivel de Kabul, que quieren involucrar a la comunidad internacional y permitir que las niñas asistan a las escuelas secundarias, y el Líder Supremo, Haibatullah Akhundzada, en Kandahar, que ha adoptado un enfoque más duro. Algunos expertos sostienen que aislar aún más a Afganistán no hará más que debilitar a la facción moderada. Mayel, donante de WAW, me dijo que hay que dar prioridad a las necesidades humanitarias, independientemente de los dirigentes políticos, y que las organizaciones deben encontrar oportunidades donde puedan. «No podemos dejarlos morir», dijo.
Se me ocurrió que las mujeres con las que hablé, tanto clientas como antiguas empleadas, apenas mencionaron a los talibanes. Las preocupaciones de las que hablaban eran más inmediatas: encontrar refugio y su próxima comida, cómo evitar ser capturadas por familiares abusivos. Samira era especialmente vulnerable en las calles, joven y sola. Se ha recuperado de la adicción a la heroína y sigue mendigando durante el día; algunas noches, va a los hospitales y finge visitar a los pacientes para poder encontrar un lugar donde dormir. Cuando le pregunté si se enfrentaba al acoso de los talibanes, su voz desfalleció. «Los talibanes no son la única amenaza para las mujeres jóvenes», me dijo.
Las presiones económicas que se ciernen sobre el país probablemente provocarán más abusos en los hogares, exacerbando los problemas que organizaciones como WAW se habían propuesto resolver. Según una estimación de Save the Children, en los primeros ocho meses desde la toma del poder por parte de los talibanes, hasta ciento veinte mil niñas afganas pueden haber sido objeto de comercio o matrimonio forzado a cambio de un rescate económico por parte de familias desesperadas.
Los donantes y las organizaciones internacionales han limitado su apoyo a los programas humanitarios, en su mayoría ejecutados a través de la ONU. En los últimos meses, WAW ha empezado a colaborar estrechamente con la ONU en la educación de niños y niñas, pero ha optado por mantenerse al margen de los proyectos centrados en las mujeres. La mayoría de sus esfuerzos se han centrado en las mujeres afganas en EE.UU. «Con el tiempo, nos gustaría hacer más cosas que vuelvan al núcleo de lo que representa WAW», me dijo Pforzheimer. Le pregunté si creía que era posible bajo los talibanes. Se rio. «Si nos quedamos y hacemos un buen trabajo, y entendemos el paisaje, tal vez», dijo.
Sultan y Viswanath han abandonado WAW, frustradas por lo que describen como la falta de voluntad de la organización para encontrar soluciones que ayuden a las mujeres de Afganistán. A Viswanath le molestó, en particular, la poca cantidad de los once millones de dólares recaudados desde el colapso que se ha destinado a estos esfuerzos. (La mitad se ha destinado a atender a los afganos que vinieron a Estados Unidos; una cuarta parte se utilizará para ayudar a las evacuaciones continuas, el apoyo humanitario y los programas para niños; y otra cuarta parte se reservará para posibles operaciones futuras). Están poniendo en marcha una nueva ONG, llamada ABAAD: Afghan Women Forward, que proporcionará ayuda humanitaria y financiará programas económicos para mujeres. Entre sus primeras clientas estarán las que antes atendía WAW.
Durante décadas, Afganistán ha dependido de las ONG para la prestación de servicios, la ayuda humanitaria básica y los proyectos orientados a ayudar a los más marginados. Pero ser una «república de ONG», como la llamó un analista, conlleva sus propios problemas. En el fondo, una ONG está en deuda con los donantes y su tendencia ideológica, no con las comunidades a las que apoya. Como argumentó el académico Faisal Devji tras la retirada de Estados Unidos, «estas beneficiarias no poseen ni igualdad política ni poder democrático sobre sus benefactores, por mucho que se las consulte a la hora de repartir la ayuda o de poner en marcha los proyectos de desarrollo».
Las mujeres del país no tienen más remedio que hacerse un hueco como pueden. Hablé con una periodista que dirigía una red de medios de comunicación de mujeres en Kabul. La cerró, pero decidió quedarse en Afganistán como periodista independiente. El otoño pasado, un grupo de mujeres se reunió en la capital para dar una conferencia de prensa sobre el derecho a la educación y al empleo. Al igual que WAW ha hecho a lo largo de los años, las organizadoras recurrieron al Corán para justificar sus demandas, que se centraban en el derecho de la mujer a aprender y trabajar según la ley islámica. Utilizaron la historia islámica para señalar cómo las mujeres habían contribuido en los campos de la atención sanitaria, los negocios, el gobierno y la agricultura. Uno de los anfitriones me dijo recientemente que, aunque el clima político ha empeorado, el grupo sigue presionando al gobierno en temas como la educación.
Incluso en el contexto de los derechos de las mujeres, los centros de acogida son un tema especialmente delicado, ya que a menudo se les acusa de ser fachadas de burdeles. Algunos han optado por correr el riesgo. Una tarde viajé a uno de los únicos refugios del país, que ha logrado obtener el permiso de los talibanes para operar. Algunas de las antiguas clientas de WAW habían sido trasladadas allí, y el grupo había crecido hasta una treintena de mujeres y niños. Cuando las visité, estaban limpiando la casa para preparar el Eid. Una de las mujeres era mucho mayor que el resto: tenía el pelo gris y los ojos enmarcados por arrugas. Otra mujer, que estaba a unos metros de distancia y miraba en silencio, había llegado recientemente. Se había quedado sola en una mezquita; me dijeron que los talibanes no habían sabido qué hacer con ella y la llevaron al refugio.
La luz del sol entraba por las puertas abiertas en un extremo de la casa. Un grupo de cuatro adolescentes salió de la escalera, donde habían estado charlando, para ponerse al sol. Se rodearon con los brazos, susurrando con fuerza, como si compartieran un secreto. Y reían.
Ilustración de portada: Naï Zakharia