Andrew Bacevich, TomDispatch.com, 13 septiembre 2022
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Andrew Bacevich, colaborador habitual de TomDispatch, es presidente del Quincy Institute for Responsible Statecraft. Su último libro, coeditado con Danny Sjursen, es “Paths of Dissent: Soldiers Speak Out Against America’s Misguided Wars”. En Su nuevo libro: “On Shedding an Obsolete Past: Bidding Farewell to the American Century”, saldrá publicado en noviembre.
En Washington existe un amplio consenso en que la actuación del ejército ruso en la actual «operación militar especial» del Kremlin en Ucrania se sitúa entre lo pésimo y lo verdaderamente pésimo. La pregunta es: ¿por qué? La respuesta en los círculos políticos estadounidenses, tanto civiles como militares, parece casi evidente. La Rusia de Vladimir Putin ha insistido obstinadamente en ignorar los principios, prácticas y métodos identificados como necesarios para el éxito en la guerra y perfeccionados en este siglo por las fuerzas armadas de Estados Unidos. En pocas palabras, al negarse a hacer las cosas a la manera estadounidense, los rusos están fracasando estrepitosamente contra un enemigo mucho más débil.
Es cierto que los analistas estadounidenses -especialmente los oficiales militares retirados que opinan en los programas de noticias nacionales- admiten que otros factores han contribuido a la lamentable situación de Rusia. Sí, la heroica resistencia ucraniana, que recuerda a la Guerra de Invierno de 1939-1940, cuando Finlandia se defendió tenazmente contra el ejército más poderoso de la Unión Soviética, cogió a los rusos por sorpresa. Las expectativas de que los ucranianos se quedarían quietos mientras los invasores arrasaban su país resultaron ser totalmente erróneas. Además, las amplias sanciones económicas impuestas por Occidente en respuesta a la invasión han complicado el esfuerzo bélico ruso. Y no menos importante, la avalancha de armamento moderno proporcionado por Estados Unidos y sus aliados –Dios bendiga al complejo militar-industrial-congresual- ha mejorado sensiblemente el poder de combate ucraniano.
Sin embargo, en opinión de los militares estadounidenses, todos esos factores quedan en un segundo plano frente a la manifiesta incapacidad (o negativa) de Rusia para comprender los requisitos básicos de la guerra moderna. El hecho de que los observadores occidentales tengan un conocimiento limitado del funcionamiento de la cúpula militar de ese país facilita la emisión de esos juicios definitivos. Es como especular sobre las convicciones más íntimas de Donald Trump. Como nadie lo sabe realmente, cualquier opinión expresada con fuerza adquiere al menos una credibilidad pasajera.
La explicación estadounidense autorreferencial predominante sobre la ineptitud militar rusa hace hincapié en al menos cuatro puntos clave:
* En primer lugar, los rusos no entienden el concepto de la «actuación conjunta«, la doctrina militar que prevé la integración sin fisuras de las operaciones terrestres, aéreas y marítimas, no solo en el planeta Tierra sino también en el ciberespacio y el espacio exterior;
* En segundo lugar, las fuerzas terrestres rusas no se han adherido a los principios de la guerra de armas combinadas, perfeccionados por los alemanes en la Segunda Guerra Mundial, que hacen hincapié en la estrecha colaboración táctica de los tanques, la infantería y la artillería;
* En tercer lugar, la larga tradición rusa de liderazgo vertical inhibe la flexibilidad en el frente, dejando a los oficiales y suboficiales subalternos que transmitan las órdenes desde arriba sin poder demostrar ninguna capacidad o instinto para ejercer la iniciativa por sí mismos;
* Por último, los rusos parecen carecer de los conocimientos más rudimentarios sobre la logística del campo de batalla, es decir, los mecanismos que proporcionan un suministro constante y fiable de combustible, alimentos, municiones, apoyo médico y piezas de repuesto necesarios para mantener una campaña.
Esta crítica, expresada por autoproclamados expertos estadounidenses, lleva implícita la sugerencia de que si el ejército ruso hubiera prestado más atención a la forma en que las fuerzas estadounidenses se ocupan de estas cuestiones, les habría ido mejor en Ucrania. Que no lo hagan -y quizás no puedan hacerlo- es una buena noticia para los enemigos de Rusia, por supuesto. Implícitamente, la ineptitud militar rusa afirma de forma oblicua la maestría militar de Estados Unidos. Resulta que somos nosotros los que definimos el estándar de excelencia al que otros solo pueden aspirar.
Reducir la guerra a una fórmula
Todo ello plantea una cuestión más amplia que la clase dirigente de seguridad nacional sigue ignorando: Si la actuación conjunta, las tácticas de armas combinadas, el liderazgo flexible y la logística receptiva son las claves de la victoria, ¿por qué las fuerzas estadounidenses -que supuestamente poseen esas cualidades en abundancia- no han sido capaces de ganar sus propios equivalentes de la guerra de Ucrania? Después de todo, Rusia solo lleva atrapada en Ucrania seis meses, mientras que Estados Unidos estuvo atrapado en Afganistán durante 20 años y todavía tiene tropas en Iraq casi dos décadas después de su desastrosa invasión de ese país.
Por reformular la pregunta: ¿Por qué el bajo rendimiento ruso en Ucrania atrae tantos comentarios petulantes en este país, mientras se ignora el bajo rendimiento militar estadounidense?
Tal vez «ignorar» sea demasiado duro. Al fin y al cabo, cuando el ejército estadounidense no cumple las expectativas, siempre hay quien se apresura a señalar a los líderes civiles por haber metido la pata. Ciertamente, este fue el caso de la caótica retirada militar de Estados Unidos de Afganistán en agosto de 2021. Los críticos se apresuraron a culpar al presidente Biden de esa debacle, mientras que los comandantes que habían presidido la guerra allí durante esos 20 años salieron prácticamente indemnes. De hecho, algunos de esos excomandantes, como el general retirado y exdirector de la CIA David Petraeus, alias «Rey David«, fueron buscados ansiosamente por los medios de comunicación cuando cayó Kabul.
Así pues, si la actuación militar de Estados Unidos desde que se inició la Guerra Global contra el Terrorismo hace más de dos décadas se califica, por decirlo de forma educada, de decepcionante -y esa sería mi opinión-, podría ser tentador atribuir la responsabilidad a los cuatro presidentes, a los ocho secretarios de Defensa (incluidos dos exgenerales de cuatro estrellas) y a los diversos vicesecretarios, subsecretarios, subsecretarios y embajadores que diseñaron e implementaron la política estadounidense en esos años. En esencia, esto se convierte en un argumento a favor de la incompetencia generacional sostenida.
Sin embargo, este argumento tiene su reverso. Etiquetaría el desfile de generales que presidieron las guerras de Afganistán e Iraq (y conflictos menores como los de Libia, Somalia y Siria) como uniformemente no aptos para el trabajo; otro argumento para la incompetencia generacional. Los miembros del antaño dominante club de fans de Petraeus podrían citarlo como una notable excepción. Sin embargo, con el paso del tiempo, los logros del Rey David como general en jefe primero en Bagdad y luego en Kabul han perdido gran parte de su brillo. El difunto Norman Schwarzkopf, “el Tormentas”, y el general Tommy Franks, cuyas «victorias» se han visto mermadas por los acontecimientos posteriores, podrían sentir empatía.
Sin embargo, permítanme sugerir otra explicación para la brecha de rendimiento que aflige al estamento militar estadounidense del siglo XXI. El verdadero problema no son los civiles arrogantes y mal informados ni los generales que carecen del material adecuado o sufren de mala suerte. Es la forma en que los estadounidenses, especialmente los que ejercen influencia en los círculos de seguridad nacional, incluidos los periodistas, los expertos, los grupos de presión, los funcionarios corporativos del complejo militar-industrial y los miembros del Congreso, han llegado a pensar en la guerra como un medio atractivo y razonable para resolver problemas.
Los teóricos militares llevan mucho tiempo insistiendo en que, por su propia naturaleza, la guerra es fluida, escurridiza, caprichosa e impregnada de azar e incertidumbre. Los profesionales tienden a responder sugiriendo que estas descripciones, aunque sean ciertas, no son útiles. Prefieren concebir la guerra como algo esencialmente conocible, predecible y eminentemente útil: la navaja suiza de la política internacional.
De ahí la tendencia, entre los funcionarios civiles y militares de Washington, por no hablar de los periodistas e intelectuales de la política, a reducir la guerra a una frase o fórmula (o mejor aún, a un conjunto de siglas), de modo que todo el tema pueda resumirse en una hábil presentación de diapositivas de 30 minutos. Ese afán de simplificación -de reducir las cosas a su esencia- es cualquier cosa menos fortuito. En Washington, evitar la complejidad y la ambigüedad facilita el marketing (es decir, intimidar al Congreso para conseguir dinero).
Para citar un pequeño ejemplo de esto, consideren un reciente documento militar titulado: «Army Readiness and Modernization in 2022» (Preparación y Modernización del Ejército en 2022), elaborado por los propagandistas de la Asociación del Ejército de los Estados Unidos, pretende describir hacia dónde se dirige el Ejército de los Estados Unidos. Identifica «ocho equipos interfuncionales» destinados a centrarse en «seis prioridades». Si se les dota de los recursos adecuados y aquellas se persiguen con ahínco, estos equipos y prioridades garantizarán, según afirma, que «el ejército mantenga la superposición de todos los dominios contra todos los adversarios en futuros combates».
Dejemos a un lado el incómodo hecho de que, como quedó patente el año pasado en Kabul, las fuerzas norteamericanas demostraron cualquier cosa menos un dominio total. Sin embargo, lo que la dirección del Ejército pretende hacer de aquí a 2035 es crear «un ejército multidominio transformado» mediante el despliegue de una plétora de nuevos sistemas, descritos en una vorágine de acrónimos: ERCA, PrSM, LRHW, OMVF, MPF, RCV, AMPV, FVL, FLRAA, FARA, BLADE, CROWS, MMHEL, y así sucesivamente, más o menos ad infinitum.
Quizá no le sorprenda saber que el plan, o más bien la visión, del Ejército para su futuro evita la más mínima mención a los costes. Tampoco considera las posibles complicaciones -adversarios equipados con armas nucleares, por ejemplo- que podrían interferir con sus aspiraciones de superación en todos los dominios.
Sin embargo, el documento merece nuestra atención por ser un ejemplo exquisito del pensamiento del Pentágono. Proporciona la respuesta preferida del Ejército a una pregunta de importancia casi existencial: no «¿cómo puede el Ejército ayudar a mantener la seguridad de los estadounidenses?» sino «¿cómo puede el Ejército mantener, e idealmente aumentar, su presupuesto?»
Dentro de esa pregunta se esconde la suposición implícita de que mantener incluso la pretensión de mantener a los estadounidenses a salvo requiere un ejército de alcance mundial que mantenga una presencia global masiva. A la vista de los espectaculares hallazgos del telescopio James Webb, tal vez la palabra galáctica sustituya algún día a la palabra global en el léxico del Pentágono. Mientras tanto, aunque mantiene quizás 750 bases militares en todos los continentes excepto en la Antártida, ese ejército rechaza de plano la propuesta de que defender a los estadounidenses donde viven -es decir, dentro de los límites de los 50 estados que componen Estados Unidos- puede ser suficiente para definir su propósito general.
Y aquí llegamos al quid de la cuestión: el globalismo militarizado, el paradigma preferido del Pentágono para la política básica, se ha vuelto cada vez más inasequible. Con el paso del tiempo, también se ha convertido en algo secundario. Los estadounidenses sencillamente no tienen la cartera suficiente para satisfacer las pretensiones presupuestarias urdidas en el Pentágono, especialmente las que ignoran las preocupaciones más elementales a las que nos enfrentamos, como las enfermedades, la sequía, los incendios, las inundaciones y el aumento del nivel del mar, por no hablar de evitar el posible colapso de nuestro orden constitucional. La superposición de todos los dominios es de dudosa relevancia para tales amenazas.
Para garantizar la seguridad y el bienestar de nuestra república, no necesitamos más mejoras en la unión, las tácticas de armas combinadas, el liderazgo flexible y la logística de respuesta. En su lugar, necesitamos un enfoque totalmente diferente de la seguridad nacional.
Estados Unidos, ¡vuelve a casa antes de que sea demasiado tarde!
Dado el precario estado de la democracia estadounidense, descrito con acierto por el presidente Biden en su reciente discurso en Filadelfia, nuestra prioridad más urgente es reparar los daños causados a nuestro tejido político interno, no participar en otra ronda de «competición de grandes potencias» ideada por mentes calenturientas en Washington. En pocas palabras, la Constitución es más importante que el destino de Taiwán.
Pido disculpas: soy consciente de que he blasfemado. Pero los tiempos sugieren que sopesemos los pros y los contras de la blasfemia. Con personas serias advirtiendo públicamente sobre el posible advenimiento de una guerra civil y muchos de nuestros conciudadanos demasiado bien armados acogiendo la perspectiva, tal vez haya llegado el momento de reconsiderar las premisas dadas por sentadas que han sostenido la política de seguridad nacional de Estados Unidos desde el período inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial.
¡Más blasfemias! ¿Acabo de abogar por una política de aislacionismo?
¡Ni hablar! En cambio, me conformaría con un mínimo de modestia y prudencia, junto con un vivo respeto por la guerra (en lugar de encapricharse con ella).
Este es el problema no reconocido en el que se ha metido el Pentágono -y el resto de nosotros-: al prepararse para luchar (aunque sea de forma ineficaz) en cualquier lugar contra cualquier enemigo en cualquier tipo de conflicto, se encuentra preparado para no luchar en ningún lugar en particular. De ahí la necesidad de improvisar sobre la marcha, como ha sido la pauta en todos nuestros conflictos desde la guerra de Vietnam. En ocasiones, las cosas funcionan, como en la olvidada y esencialmente insignificante invasión de la isla caribeña de Granada en 1983. Pero la mayoría de las veces no es así, por mucho que nuestros generales y nuestras tropas apliquen los principios de actuación conjunta, armas combinadas, liderazgo y logística.
Los estadounidenses pasan mucho tiempo tratando de entender qué es lo que mueve a Vladimir Putin. No pretendo saberlo, tampoco me importa mucho. Sin embargo, diría esto: La agresión de Putin a Ucrania confirma que no ha aprendido nada de la locura de la política militar estadounidense posterior al 11-S.
¿Aprenderemos nosotros, a su vez, algo de la locura de Putin? No cuenten con ello.
Foto de portada: Un residente busca sus pertenencias entre las ruinas de un edificio de apartamentos destruido durante los combates entre las fuerzas ucranianas y rusas en Borodyanka, Ucrania (Vadim Ghirda/AP).