Ron Jacobs, CounterPunch, 16 septiembre 2022
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Ron Jacobs es el autor de Daydream Sunset: Sixties Counterculture in the Seventies, publicado por CounterPunch Books. Su última oferta es un panfleto titulado Capitalism: Is the problem. Vive en Vermont. Puede contactarse con él en: ronj1955@gmail.com
El ciempiés se arrastró desde el espacio donde la bolsa de arena húmeda descansaba sobre el hormigón. Al principio retrocedí, pero mi curiosidad por todas las cosas que se arrastraban se impuso. Miré a la criatura arrastrarse hasta que mi hermano la pisoteó. Estábamos con nuestro padre mientras él y otra media docena de hombres trasladaban los sacos de arena desde un camión y los apilaban a lo largo de las paredes exteriores del sótano de nuestra iglesia. Los sacos se apilaban como si fueran ladrillos de cuatro o cinco sacos de altura. El sótano de la iglesia que debían proteger era el lugar en el que nos refugiaríamos los alumnos de primaria en caso de que hubiera un ataque soviético. Era octubre de 1962. Vivíamos a unos treinta kilómetros de Washington, DC. Mi padre, como muchos de los hombres recién llegados a nuestra ciudad, trabajaba para la Agencia de Seguridad Nacional. Su temor a una guerra, aunque mucho menos a una guerra nuclear, con la Unión Soviética se veía atemperado e intensificado por los datos que obtenían de los miles de telegramas, llamadas telefónicas y otros mensajes que la agencia interceptaba cada semana. Yo había cumplido siete años unas semanas antes y ya estaba preocupado y aburrido de las oraciones adicionales que teníamos que rezar cada mañana en nuestra escuela católica, junto a la iglesia protegida con sacos terreros. Después de preguntarle a la monja que me enseñaba por qué nuestras oraciones solo se referían al pueblo estadounidense y no a los rusos, los cubanos o cualquier otro, me dijeron que me callara. La respuesta de mi padre a la pregunta fue similar. Me dijo que algún día lo entendería. Me preguntaba si llegaría a ese día.
A medida que surgían otros casos en mi vida que también planteaban esta cuestión de rezar por todo el mundo y no solo por una u otra nación, acabé por darme cuenta de que no se podía entender este tipo de locura. En la mayoría de los casos en los que la gente de una nación comparte una herencia cultural, el nacionalismo moderno es la militarización de esa cultura. En las naciones en las que la población se compone de personas de diferentes culturas (como Estados Unidos), ese armamento se convierte en la militarización de un supuesto conjunto de principios compartidos (libertad, etc.) Muy a menudo, en este último caso, la mezcla de culturas se convierte en su propio campo de batalla, ya que la cultura dominante trata de mantener su dominio. Esta última situación es ciertamente la historia de los Estados Unidos, donde los que se identifican con los colonos originales se consideran los verdaderos «estadounidenses». Sea cual sea el caso, la lealtad al Estado-nación no tiene sentido. Al igual que la religión organizada, la mayoría de nosotros no sacamos mucho provecho de este concepto. Hubo y hay luchas heroicas contra la ocupación, la opresión colonial y el imperialismo, pero la idea de luchar por una construcción artificial como una nación parecía tan ridícula como luchar por algún dios(es) que puede que no exista(n) y al que ciertamente no le importan las batallas de los humanos entre sí. Asimismo, cada vez tenía más claro que los únicos que se beneficiaban de las guerras por un dios y una nación no eran, en su mayoría, las personas que yo conocía.
Esto supuso un problema para mí cuando empecé a ponerme del lado de las fuerzas de liberación nacional en Vietnam, Angola y otros lugares del mundo. Después de todo, una buena parte de la propaganda en apoyo de estas luchas hablaba de una lucha nacional, una lucha por una nación. Aunque nunca enarbolé ni llevé una bandera de ninguna nación desde que era boy scout y una vez me alistaron para llevar la bandera de Estados Unidos el 4 de julio, no me sentí ofendido cuando marché junto a la bandera del FLN vietnamita o de otras luchas populares. Sin embargo, no podía apoyar al cien por cien esas banderas. Las conversaciones y las lecturas me ayudaron a comprender que las luchas revolucionarias por la liberación nacional no eran lo mismo que las luchas independentistas que no eran revolucionarias.
Aun así, tomando prestada una frase de los anarcocomunistas Stuart Christie y Albert Meltzer: «Sí, se dice que la liberación nacional es un buen desayuno, pero una pobre cena», esto significaba que debería haber un objetivo mayor que la sustitución de un gobierno colonial o de ocupación por un gobierno de las fuerzas populares. Según Christie y Meltzer, ese objetivo sería una auténtica revolución social. En su afirmación sobre el desayuno y la cena está implícito que tal revolución comienza con una lucha revolucionaria por la liberación nacional. Sin embargo, ese comienzo no garantiza la revolución social. De hecho, dado el papel esencial que desempeña la economía en la estructuración de la sociedad, resulta obvio que esta revolución social requiere el fin del sistema económico existente, precisamente porque creó e impuso ese sistema.
Hay quienes insisten en que el conflicto entre Ucrania y Rusia es una lucha ucraniana por la liberación nacional. No puedo estar de acuerdo. El pueblo ucraniano había logrado su independencia en 1991, cuando se desintegró la Unión Soviética. Mientras su gobierno luchaba por encontrar su camino como nación capitalista, alternaba entre el alineamiento con Moscú y con Occidente bajo la dirección de Washington. Con la subversión encubierta y abierta de ambas potencias, el gobierno se mantuvo tambaleante mientras la clase capitalista recién creada violaba y robaba la economía nacional, enviando su tributo a Moscú o a Occidente, dependiendo de las inclinaciones del gobierno en el poder. Las oportunidades de obtener aún más riqueza por parte de esta clase crecieron exponencialmente después de que un movimiento de protesta en 2014 fuera manipulado por Washington y alentara a elementos nacionalistas de extrema derecha en su sangrienta misión. Tras el fracaso de las negociaciones y la invasión de las fuerzas rusas, el ejército de Kiev luchó con fuerza mientras los ministerios empezaban a aceptar armas de Washington y sus cohortes en la alianza militar de la OTAN. En lo que Washington sigue facturando como un despliegue mundial, Kiev y la OTAN afirman que el mundo está de su lado. Sin embargo, prácticamente todas las naciones de fuera de Europa que han sido alguna vez colonia de una u otra nación europea se niegan a apoyar a ninguno de los dos bandos en este conflicto innecesario. Si alguien debiera saber lo que constituye una lucha de liberación nacional, serían estas naciones. Su silencio lo dice todo. La mayor parte del mundo quiere que el conflicto termine.
Relativamente pocos en el mundo ven este conflicto como una lucha de liberación nacional. Muchos lo consideran una guerra entre dos potencias imperiales (obviamente de diferente fuerza) en la que el pueblo de Ucrania ha pagado hasta ahora el precio más alto y las industrias energéticas y armamentísticas de las naciones implicadas han obtenido los mayores beneficios. A menos que este conflicto provoque la Tercera Guerra Mundial, terminará y el pueblo ucraniano seguirá siendo víctima de un gobierno capitalista corrupto que pretende privatizar los servicios públicos según las instrucciones del FMI y otros financieros. No habrá destrucción del sistema capitalista, ni liberación de los buitres que ya picotean la carne de Ucrania. El pueblo ruso, mientras tanto, seguirá viviendo bajo las circunstancias que actualmente representa el presidente Putin. A menos, por supuesto, que el gobierno ruso sea derrocado; un escenario tan probable como que el gobierno de Estados Unidos comparta un destino similar.
El nacionalismo de las naciones imperiales y de sus Estados clientes suele estar vinculado al militarismo agresivo. Esto en sí mismo debería ser suficiente para levantar sospechas sobre su verdadera intención. No hace falta mirar más allá del conflicto en Ucrania para comprobarlo. En lugar de tomarse más tiempo para llegar a un acuerdo que evitara la guerra, Kiev y sus partidarios presionaron aún más contra las resoluciones pacíficas hasta que a Moscú se le acabó la paciencia y atacó. Si alguno de los gobiernos se preocupara realmente por el destino del pueblo ucraniano o de las tropas de todas las naciones más allá de su uso como peones políticos, habrían evitado una respuesta militar al estancamiento de las negociaciones. El derramamiento de sangre, sin embargo, parece agitar el alma de quienes no tienen paciencia. Cuando se puede vender como algo noble a quienes no están necesariamente de acuerdo, el resultado es la guerra. Si se añaden los designios y los deseos del imperio, las cosas pueden torcerse de verdad. Después de todo, la madre, el niño, el agricultor y el trabajador seguirán sufriendo a manos de los poderosos. Sufrirán los costes de la victoria y de la derrota. La victoria nacional será realmente solo la victoria de aquellos cuya opresión padecen.