Robin Wright, The New Yorker, 9 octubre 2022
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Robin Wright, escritora y columnista, escribe para The New Yorker desde 1988. Su primer artículo sobre Irán ganó el National Magazine Award al mejor reportaje. Ha sido corresponsal del Washington Post, CBS News, Los Angeles Times y el Sunday Times de Londres, y ha informado desde más de ciento cuarenta países. También es miembro distinguido del Woodrow Wilson International Center for Scholars. Ha sido becaria de la Brookings Institution y de la Carnegie Endowment for International Peace, así como de Yale, Duke, Dartmouth y la Universidad de California en Santa Bárbara.
Las chicas y las mujeres de Irán son muy valientes y desafían a su líder supremo en una de las revoluciones más importantes de la historia moderna. Día tras día, en calles abiertas y en colegios cerrados, en una avalancha de tuits y vídeos descarados, han ridiculizado a una teocracia que se considera el gobierno de Dios. La edad media de las manifestantes detenidas es de solo quince años, según afirmó la semana pasada el subcomandante de la Guardia Revolucionaria. En el proceso, han capturado la imaginación del mundo; se han celebrado concentraciones de simpatía desde Londres a Los Ángeles, desde Sydney a Seúl, y desde Tokio a Túnez.
Las protestas de Irán pueden ser la primera vez en la historia que las mujeres han sido tanto la chispa como el motor de un intento de contrarrevolución. «El papel desempeñado por las mujeres iraníes en este momento parece no tener precedentes», me dijo Daniel Edelstein, politólogo de Stanford y experto en revoluciones. Uno de los pocos paralelos posibles fue el papel de las poissonières parisinas, o trabajadoras del mercado, que asaltaron Versalles para evitar que el rey se volviera contra la Asamblea Nacional y aplastara la naciente Revolución Francesa, dijo. En ese caso, sin embargo, «las mujeres trataban de impedir la contrarrevolución, no de contribuir a ella». Durante la Revolución Rusa, las revueltas por el pan protagonizadas por mujeres en Petrogrado desempeñaron un papel fundamental en el colapso del imperio zarista, me dijo Anne O’Donnell, historiadora especializada en Rusia en la Universidad de Nueva York. Pero las protestas de Irán han sido únicas porque, dijo, «no se trata sólo de una agitación que involucra a las mujeres, es una agitación sobre las mujeres y la libertad de las mujeres, y eso la hace muy especial».
A pesar de los peligros de detención y muerte, las mujeres iraníes de etnias dispares se han unido de forma imaginativa. La chispa fue la abrupta muerte de Mahsa Amini, una kurda de veintidós años, tras ser enviada a un centro de reeducación por «vestimenta inapropiada» -demasiado pelo sobresaliendo de un pañuelo en la cabeza- en Teherán. Acabó en coma con un respirador artificial y murió tres días después, el 16 de septiembre. Los gritos de protesta por su muerte se convirtieron rápidamente en llamamientos para derrocar al régimen: «Muerte al dictador», «Nuestra desgracia es nuestro incompetente líder» y «No queremos República Islámica». El lema -y el hashtag– de las protestas se convirtió en #WomanLifeFreedom.
El miércoles, un vídeo ampliamente compartido en las redes sociales captó a unas colegialas de Teherán riéndose de su audacia mientras pisoteaban una foto enmarcada de los dos Líderes Supremos -Ayatolá Ruholá Jomeini y su sucesor, el ayatolá Alí Jamenei- que han gobernado desde la Revolución de 1979 contra el Sha. Rompieron la foto y lanzaron alegremente los trozos al aire. De espaldas a la cámara, las chicas formaron una fila y se quitaron los pañuelos de la cabeza. «No dejéis que entre el miedo en vosotras, estamos unidas», gritaban. En varios tuits, otras niñas fueron fotografiadas -de espaldas para ocultar sus identidades- levantando el dedo corazón ante las fotos de los dos Líderes Supremos. En un vídeo grabado la semana pasada en Karaj, las alumnas se reunieron frente a un funcionario, se arrancaron el hiyab y gritaron, al unísono «¡Piérdete!». Le lanzaron botellas de agua vacías mientras huía por las puertas de la escuela. La semana pasada, en la histórica Isfahan, tres jóvenes desplegaron una pancarta del tamaño de una manta sobre un puente de la autopista. En ella aparecía una pintura de una mujer con pelo largo y negro; advertía: «Una de nosotras será la siguiente». Las chicas se quitaron el pañuelo de la cabeza y se fueron corriendo; la pancarta permaneció. En el noroeste de Sanandaj y en el sur de Shiraz, las jóvenes marcharon por las calles -cantando eslóganes contra el gobierno y quitándose el pañuelo- y pidieron a los conductores que se unieran a ellas. Se podía oír a muchos coches tocando el claxon en señal de apoyo.
Otras chicas y mujeres han sido asesinadas o detenidas durante las más de tres semanas de protestas. La última vez que se supo de Nika Shakarami, una joven estudiante de arte, fue el 20 de septiembre, cuando llamó a una amiga para decirle que las fuerzas de seguridad la perseguían por la calle. Diez días después, su familia fue convocada para recuperar su cuerpo en un centro de detención de Teherán. Su tía declaró a la BBC que la cabeza de Shakarami aparecía golpeada. El gobierno afirmó que había muerto al caer de un tejado. Fue enterrada -en secreto, para evitar un nuevo foco de protestas- en su decimoséptimo cumpleaños.
Los funerales han sido durante mucho tiempo fundamentales para la movilización política en Irán. En el islam chií, las muertes se conmemoran de nuevo cuarenta días después, lo que a menudo desencadena emotivas procesiones que se convierten en nuevas protestas y en nuevos enfrentamientos con las fuerzas de seguridad, seguidos de más muertes y un prolongado ciclo de manifestaciones. Los funerales generaron el ritmo de la revolución iraní de 1978 que provocó la huida del Sha en 1979.
Cinco días después de la muerte de Mahsa Amini, Hadis Najafi, una veinteañera aficionada a TikTok, grabó un mensaje de vídeo durante una protesta. «Espero que, dentro de unos años, cuando mire hacia atrás, me alegre de que todo haya cambiado para mejor», al parecer dijo. Horas después recibía un disparo en la cabeza. Sarina Esmailzadeh, una videobloguera de dieciséis años, publicó recientemente: «Siempre pienso: ¿Por qué tuve que nacer en Irán?». Al parecer, fue golpeada hasta la muerte durante una manifestación en Karaj; el gobierno afirmó que ella también había saltado desde un tejado. Las nuevas muertes han desencadenado más furia y más funerales. Para contener las manifestaciones, las autoridades han atacado incluso a mujeres que en su día fueron incondicionales de la Revolución, como Faezeh Hashemi, exdiputada e hija del expresidente Hashemi Rafsanjani, que fue detenida por «incitar disturbios».
Las mujeres y las niñas también se están cortando sus largos mechones -y publicando vídeos de ello en las redes sociales- como actos de rebeldía. «Las mujeres que se cortan el pelo es una antigua tradición persa que también se encuentra en el ‘Shahnameh’», tuiteó la ensayista de origen iraní Shara Atashi, refiriéndose a una obra maestra de la literatura escrita hace un milenio por el poeta persa Ferdowsi. «Ha llegado el momento que esperábamos. La política alimentada por la poesía». Las actrices Marion Cotillard y Juliette Binoche publicaron fotos cortándose el pelo en apoyo a las mujeres de Irán. En Instagram, Angelina Jolie instó a las mujeres de Irán a seguir adelante. «Respeto a las valientes, desafiantes e intrépidas mujeres de Irán», escribió. «A todas las que han sobrevivido y resistido durante décadas, a las que salen a la calle hoy, y a Masha Amini y a todas las jóvenes iraníes como ella». La casa de moda Balenciaga tuiteó: «Estamos con todas las mujeres iraníes, en memoria de Mahsa» sobre una imagen en blanco y negro que decía «Woman Life Freedom» en inglés y farsi.
Los revolucionarios iraníes sembraron las semillas de su propia desintegración. Después de la Revolución, la educación superior se disparó porque las familias conservadoras pensaban que un sistema islámico protegía la moralidad de las niñas de la exposición a las costumbres occidentales o modernizadoras. La alfabetización femenina se disparó, pasando de menos del 30% en 1976 al 80% cuatro décadas después. Desde hace más de una década, la mayoría de los estudiantes universitarios de Irán son mujeres, aunque siguen representando menos del 20% de la población activa.
«Estamos siendo testigos de una generación más joven de mujeres educadas y conectadas con el mundo», me dijo Haleh Esfandiari, estadounidense de origen iraní y antigua directora del programa de Oriente Medio del Wilson Center. Las mujeres son también más prominentes y más activas políticamente, ocupando la vicepresidencia y varios escaños en el parlamento. Shirin Ebadi ganó el Premio Nobel de la Paz, en 2003, por defender a activistas de derechos humanos en los tribunales, mientras que Samira Makhmalbaf fue la directora más joven (a los diecisiete años) en ser seleccionada para el Festival de Cine de Cannes. En 2016 hablé con la nieta de Jomeini, Zahra Eshraghi, una activista de los derechos de la mujer casada con el hermano del expresidente reformista Mohammad Khatami. Al impedirle presentarse al parlamento por sus opiniones reformistas, se quejó de que el gobierno sufría de ilusiones de poder crear un pensamiento uniforme y eliminar a los desafiantes. Esfandiari reflexionó: «Las mujeres iraníes han estado esperando durante cuatro décadas este momento en el que podrían tomar el asunto en sus manos.» En 2017, las jóvenes lanzaron un movimiento de pañuelos blancos. Aparecían en las calles -a menudo individualmente-, se quitaban los pañuelos y los ataban a palos, que agitaban en público. Varias fueron juzgadas y condenadas hasta a quince años de prisión. También lo fueron sus abogadas, entre ellas Nasrin Sotoudeh.
Las protestas desafían dos temas centrales de la Revolución de 1979: que el hiyab refleja su ideología y código moral, y la negativa a reconocer a Estados Unidos ha sido una piedra angular de la política exterior de la República Islámica. Abandonar cualquiera de las dos fuentes de identidad reflejaría el fracaso de la Revolución. Las protestas estallaron en un momento de transición inminente. Jamenei, que cumplió ochenta y tres años este verano, fue operado de cáncer de próstata en 2014. La semana pasada, un alto diplomático europeo me dijo que Jamenei está luchando de nuevo contra el cáncer. Así que, lo que está en juego -en un momento frágil para el futuro de la Revolución-, es enorme.
Hasta ahora, el régimen ha reaccionado de forma convulsa. El presidente de línea dura, Ebrahim Raisi, llamó a la familia de Amini para expresar sus condolencias y, la semana pasada, admitió públicamente las «debilidades y deficiencias» de la República Islámica. Pero apeló a la unidad «para dejar sin esperanza a nuestro enemigo». El régimen desplegó también fuerzas de seguridad en los campus universitarios y movilizó sus propias contramanifestaciones de mujeres envueltas en chadores negros. Pero hasta ahora nada ha frenado la indignación popular. El sábado, Raisi fue abucheado por las estudiantes durante un discurso en la Universidad femenina de Alzahra, en Teherán. «No queremos un establishment corrupto», corearon. «No queremos a un asesino como invitado… ¡Lárgate!». (Raisi formó parte de una comisión de la muerte de cuatro hombres que condenó a muerte a unos cinco mil presos políticos en 1988). El sábado, los piratas informáticos también interrumpieron un discurso de Jamenei en la televisión estatal con llamamientos a su muerte e imágenes de mujeres jóvenes asesinadas en las protestas. Se escuchaba de fondo el cántico «mujer, vida, libertad».
Las anteriores protestas en Irán se diluyeron con el tiempo. El histórico Movimiento Verde, en el que millones de personas se manifestaron en las treinta y una provincias para condenar las elecciones presidenciales fraudulentas de 2009, se derrumbó tras siete meses. Cientos de personas fueron condenadas en juicios masivos de corte estalinista. Puede que el régimen siga teniendo suficientes herramientas crueles y tropas de asalto para contener las protestas. Pero las ideologías utópicas tienden a derrumbarse cuando se produce una confluencia de factores: alienación política, problemas económicos, furia social y desastres naturales. En 2021, la mayoría de los iraníes no se molestó en votar en las elecciones presidenciales que pusieron a Raisi en el poder. Las sanciones de Estados Unidos han hundido la moneda de Teherán y han limitado las exportaciones de petróleo, aunque no lo suficiente, hasta ahora, para paralizar el régimen. Irán también fue un epicentro temprano de la pandemia. En el primer año, murieron casi sesenta mil personas. Y ahora las chicas (respaldadas también por muchos hombres) han encontrado su voz, y la están utilizando. Puede que no se impongan, pero las revolucionarias primigenias se enfrentan a una amenaza existencial. Para Irán, #WomanLifeFreedom es un punto de inflexión.
Ilustración de portada: Durante semanas, las mujeres de Irán han protestado valientemente en las calles bajo el lema «Libertad para la vida de la mujer» (Roshi Rouzbehani).