Richard Falk, CounterPunch.com, 6 enero 2023
Traducido del inglés por Sinfo Fermández

Richard Falk es Catedrático Emérito de Derecho Internacional Albert G. Milbank de la Universidad de Princeton, Catedrático de Derecho Global de la Universidad Queen Mary de Londres e Investigador Asociado del Centro Orfalea de Estudios Globales de la UCSB.
«Estas son las líneas básicas del gobierno nacional encabezado por mí: El pueblo judío tiene un derecho exclusivo e incuestionable a todas las zonas de la Tierra de Israel. El gobierno promoverá y desarrollará los asentamientos en todas las partes de la Tierra de Israel: en Galilea, el Néguev, el Golán, Judea y Samaria.»
– Benjamin Netanyahu, 30 de diciembre de 2022
Cualquiera con un ojo medio abierto durante las últimas décadas debería darse cuenta a estas alturas de que el largo juego sionista no revelado precedió al establecimiento de Israel en 1948, y tiene como objetivo extender la soberanía israelí a toda la Palestina ocupada, con la posible excepción de Gaza. La importancia de la afirmación pública de Netanyahu de este juego a largo plazo anteriormente secreto es que puede estar llegando a su fase final y que la coalición gobernante de extrema derecha está preparada para perseguir su cierre.
La afirmación de Netanyahu de la supremacía exclusiva de Israel en nombre del pueblo judío sobre la totalidad de la tierra prometida supone un desafío directo al derecho internacional. Además, la declaración de Netanyahu choca frontalmente con la obstinada insistencia de Biden, por descabellada que sea, en reafirmar su apoyo a la solución de los dos Estados. Este enfoque zombi para resolver la lucha entre Israel y Palestina ha dominado la diplomacia internacional durante años, permitiendo útilmente a la ONU y a sus miembros occidentales mantener su apoyo a Israel sin que parezca que tiran al pueblo palestino debajo del autobús.
La descarada declaración de Netanyahu sobre el expansionismo unilateral israelí renuncia a las anteriores farsas diplomáticas. Desafía a la ONU, a la Autoridad Palestina, a los gobiernos de todo el mundo y a la sociedad civil transnacional a abrir por fin ambos ojos y admitir finalmente que la solución de los dos Estados está muerta.
Para ser justos, es cierto que este juego largo sionista solo se ha hecho evidente recientemente para todos, excepto para los observadores más cercanos de la lucha. A lo largo del siglo XX, este proceso de expansionismo progresivo se ocultó a la opinión pública mediante una combinación de dominio israelí de la narrativa pública y complicidad estadounidense, que engañó especialmente a los sionistas de la diáspora al suponer que Israel estaba abierto a un compromiso político y que eran los palestinos quienes se resistían a un resultado diplomático. Tal interpretación del estancamiento siempre fue engañosa. El proyecto sionista, desde sus comienzos, hace más de un siglo, procedió por etapas para aceptar lo que fuera políticamente alcanzable en un momento dado, y luego pasar a la siguiente etapa en su plan de colonización más completo.
Este patrón de prioridades expansionistas se hizo especialmente evidente en los periodos posteriores a la Declaración Balfour de 1917 y después de la Segunda Guerra Mundial. La infame Declaración colonial había prometido el apoyo británico a «un hogar nacional para el pueblo judío» en Palestina, hecho creíble al dar cabida a la creciente inmigración judía durante el período de administración obligatoria británica que duró desde 1923 hasta 1948. Luego vino la resolución de partición de la ONU (Res. 181 de la AGNU), que no solo ignoró los derechos de autodeterminación de los palestinos al dividir su país sin un referéndum previo, sino que cambió el estatus de la presencia judía de «hogar nacional» dentro del Estado de Palestina a un Estado judío soberano en la mitad de Palestina. Tales imposiciones fueron acogidas positivamente por los sionistas, pero rechazadas por los representantes del pueblo palestino y por los gobiernos árabes vecinos, lo que condujo directamente a la guerra de 1948, que provocó la catastrófica desposesión de unos 750.000 palestinos, conocida por sus víctimas como la Nakba, y que terminó con un alto el fuego que amplió la cuota de Israel en Palestina del 55% al 78%.
Luego vino la Guerra de 1967, que expulsó a Jordania de Cisjordania y Jerusalén Este, desposeyó a otra oleada de palestinos autóctonos, conocidos entre los palestinos como los naksa. También dio lugar a la prolongada ocupación israelí, supuestamente temporal, pero el establecimiento de muchos asentamientos judíos ilegales que invadían lo que se había proyectado como un Estado palestino coexistente en Cisjordania y Jerusalén Este sugería claramente que, desde el principio, los dirigentes israelíes habían previsto acuerdos permanentes con un objetivo final que no incluía un Estado palestino viable. Otra fuerte gota que colmó el vaso en 1967 fue la inmediata declaración y promulgación por parte de Israel de una reivindicación soberana sobre la totalidad de una Jerusalén ampliada como «capital eterna» del Estado judío. Esta incorporación de Jerusalén fue rechazada repetidamente por abrumadoras votaciones en la Asamblea General, debidamente ignoradas por el gobierno israelí.
En los 55 años siguientes se produjeron muchas muestras menores de virtuoso corte en lonchas de los derechos y expectativas de los palestinos. La farsa diplomática de Oslo, que se prolongó durante 20 años tras el publicitado apretón de manos entre Rabin y Arafat en los jardines de la Casa Blanca, fue la maniobra más notable en este sentido. En retrospectiva, parece claro que en el imaginario estratégico israelí la «paz» nunca fue el objetivo de Oslo. La verdadera justificación israelí para Oslo, además de satisfacer la presión internacional a favor de una cierta apariencia de negociaciones, era ganar el tiempo necesario para que el movimiento de asentamientos fuera lo suficientemente grande y difuso como para convertirse en irreversible. Un ataque tan obvio al mantra de los dos Estados debería haber sido la sentencia de muerte de la duplicidad de los dos Estados, pero no lo fue porque su continua declaración internacional, hasta ahora, era mutuamente conveniente tanto para los dirigentes israelíes como para los gobiernos extranjeros amigos, e incluso para una ONU demasiado débil para insistir en el cumplimiento israelí del derecho internacional. La Ley Básica de Israel de 2018, que proclama la supremacía de los judíos en «la tierra prometida de Israel», incluida toda Cisjordania, dio un paso de gigante hacia la revelación de los objetivos integrales del Proyecto Sionista refrendado por Netanyahu coincidiendo con la jura de su cuarto intento de ser primer ministro.
Sin embargo, a pesar de estos éxitos manifiestos, este Largo Juego Sionista está, desde algunas perspectivas, más en duda que nunca, por extraño que pueda parecer desde una visión puramente materialista de la política. El pueblo palestino se ha mantenido firme en su compromiso con la autodeterminación a lo largo del siglo en que ha sido puesto a prueba por esta serie de invasiones de colonos israelíes, incluida la representación por parte del liderazgo cuasi-colaborativo ofrecido por la Autoridad Palestina. El espíritu de resistencia y lucha se ha sustentado en una profunda cultura palestina de firmeza de sumud. La resistencia, aunque esporádica, nunca ha desaparecido.
Además, el peso de la evolución de las circunstancias históricas ha permitido a los palestinos lograr importantes victorias en la Guerra de Legitimidad que libran ambos pueblos por el control de los espacios simbólicos y normativos en la lucha más amplia. A lo largo de la última década, el discurso político internacional ha ido aceptando cada vez más la narrativa palestina de Israel como «un Estado colonial de colonos», una valoración perjudicial en una época en la que el colonialismo en otros lugares estaba siendo desmantelado militarmente por el bando más débil, lo que sugiere la influencia no reconocida de la ley, la moral y la movilización nacionalista para superar a un adversario militarmente superior.
Más allá de esto, y de manera más formal, la acusación de apartheid dirigida al Estado israelí, antaño radical, ha sido validada a lo largo de los últimos seis años por informes cuidadosamente documentados de la ONU (ESCWA), Human Rights Watch, Amnistía Internacional e incluso la ONG israelí B’Tselem, ferozmente independiente. A medida que se desvanecía el recuerdo del Holocausto y resultaba más difícil ocultar las injusticias contra los derechos de los palestinos, la opinión pública mundial, especialmente en Occidente, se mostraba algo más comprensiva y convencida del relato palestino y, lo que es igualmente significativo, la relevancia del precedente sudafricano se hacía más difícil de ignorar.
Otras victorias simbólicas palestinas incluyeron el reconocimiento diplomático generalizado de la condición de Estado palestino por parte de muchos gobiernos del Sur Global, la pertenencia a la ONU sin derecho a voto, el acceso a la Corte Penal Internacional y su sentencia de 2021 autorizando la investigación de las acusaciones palestinas de crímenes internacionales en la Palestina ocupada después de 2014 y, a finales de 2022, la aprobación por un amplio margen de una Resolución de la Asamblea General solicitando una Opinión Consultiva de la Corte Mundial de La Haya sobre la prolongada ocupación ilegal de los territorios palestinos. El nombramiento en 2022 por el CDH de una Comisión de Investigación de alto nivel con un amplio mandato para investigar las irregularidades cometidas por Israel se produjo tras las frustraciones asociadas a décadas de incumplimiento israelí del derecho internacional humanitario en los Territorios Palestinos Ocupados.
Israel y sus ONG títeres, UN Watch y NGO Monitor, reconocieron la gravedad de estos acontecimientos, al igual que el gobierno israelí, siendo inteligentemente sensible al precedente sentado por el colapso del régimen del apartheid en Sudáfrica como resultado de una mezcla de resistencia, deslegitimación simbólica e iniciativas de solidaridad global. Israel y sus militantes contraatacaron, con el apoyo inquebrantable del gobierno estadounidense, pero no de forma sustantiva, reconociendo los riesgos de llamar más la atención sobre la esencia de las políticas, las prácticas y la ideología racista de Israel. En lugar de ello, atacaron a los críticos y a sus sedes institucionales, incluida incluso la ONU, como antisemitas, desprestigiando a expertos jurídicos concienzudos e incluso a funcionarios internacionales y a las propias instituciones. Esto ha creado una cortina de humo de distracción suficiente para permitir a Biden y a los altos burócratas de la UE mantener la fe en la perspectiva cada vez más vacía de «dos Estados para dos pueblos», cuando a estas alturas ya deben saber que esa política está moribunda incluso como táctica de relaciones públicas. Sobre todo ahora que un aparentemente engreído Netanyahu se lo ha dicho a la cara.
Dada esta línea de interpretación, contrariamente a los comentarios de los medios de comunicación, es probable que Netanyahu esté satisfecho de que su coalición de gobierno incluya al Sionismo Religioso (RZ) y al Bloque del Poder Judío. El RZ, liderado por Bezalel Smotrich e Itamar Ben-Gvar, parece un aliado útil, si no natural, del Likud en el lanzamiento de esta fase culminante del Proyecto Sionista, que implica la consolidación territorial sobre la totalidad de la tierra prometida y probables movimientos para infligir una mayor desposesión de los palestinos -una segunda Nakba– de sus tierras nativas. Visto de este modo, la declaración de Netanyahu equivale a una hoja de ruta virtual, con la esperanza de que RZ asuma la mayor parte de la culpa de su incendiaria y probablemente violenta aplicación.
Teniendo en cuenta estos antecedentes, el contexto actual debería entenderse de forma diferente al modo dominante de informar sobre el gobierno más derechista y extremista de la historia de Israel y la torpeza de confiar en una coalición que otorga una peligrosa influencia a RZ. Resulta instructivo observar que la mayoría de los lamentos expresados en Estados Unidos sobre el resultado de las elecciones israelíes de 2022 se refieren a su posible impacto negativo en el apoyo a Israel en las democracias liberales, especialmente entre las comunidades predominantemente seculares de la diáspora judía. Se expresa poca empatía o preocupación por la probabilidad de que se intensifique el sufrimiento soportado por los palestinos, cuya difícil situación ha sido objeto de borrones orientalistas a lo largo de la lucha.
En la muestra indudablemente inconsciente de Biden de tal insensibilidad orientalista hacia los derechos palestinos, y mucho menos hacia sus legítimas aspiraciones, la redacción de una declaración oficial felicitando a Netanyahu de Biden merece un escrutinio: «Estoy deseando trabajar con el primer ministro Netanyahu, que ha sido mi amigo durante décadas, para abordar conjuntamente los numerosos retos y oportunidades a los que se enfrentan Israel y la región de Oriente Próximo, incluidas las amenazas de Irán». En el mismo texto, el presidente estadounidense afirma que «Estados Unidos seguirá apoyando la solución de los dos Estados y oponiéndose a las políticas que pongan en peligro su viabilidad o contradigan nuestros intereses y valores mutuos».
La mayoría de los comentarios proisraelíes sobre el giro a la derecha del electorado israelí atribuyen el resultado extremista de las elecciones de noviembre a la ausencia de «un socio» en la búsqueda de la paz, a la respuesta al «terrorismo» palestino o a la creciente influencia de la derecha religiosa dentro de Israel, así como a los efectos envalentonadores de los acuerdos de normalización (los llamados Acuerdos de Abraham) alcanzados en 2020 durante los últimos meses de la presidencia de Trump. Sin duda, estos factores contextuales influyeron para persuadir a un mayor segmento de votantes israelíes a tragarse su aversión a una coalición de gobierno que otorgaba una fuerte influencia a RZ, aparentemente el anticipo de un fascismo teocrático judío ahora plausible, prefiriendo sus esperanzas de un escenario de «victoria» israelí impuesto unilateralmente a las hipócritas incertidumbres del statu quo diplomático desinteresado en negociar un compromiso político con su contraparte palestina.
Mis propios encuentros con sionistas liberales en Estados Unidos pusieron de relieve que la buena voluntad israelí con respecto a un acuerdo político con los palestinos se había topado con el muro de ladrillo de la oposición de línea dura palestina, una validación indirecta de la excusa de «no hay socio» o, en el mejor de los casos, la falsa simetría de culpar a ambas partes en una situación en la que una parte era el opresor y la otra el oprimido, una situación acentuada por la insistencia en que el aliado más cercano de Israel y fuente geopolítica de seguridad sirviera de intermediario. Nada mostraba más dramáticamente la debilidad palestina que su voluntad de confiar en un proceso diplomático tan defectuoso para la realización de su perspectiva de derechos tan básicos como la autodeterminación.
Aunque estos factores se han analizado sin cesar para componer un relato exotérico o público, la verdadera historia -las raíces profundas de estos acontecimientos- está aún por contar. Está ligada a una narrativa esotérica o secreta que antecede al establecimiento de Israel en 1948, y cuyo lento desarrollo supuso la adaptación pragmática del carácter utópico del proyecto sionista de recuperar Palestina durante un período en el que estos objetivos últimos parecían irremediablemente fuera de alcance.