Laura Carlsen, CounterPunch.com, 13 enero 2023
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Laura Carlsen es directora del Programa de las Américas en Ciudad de México y asesora de Just Associates (JASS).
La militarización, ahora institucionalizada en la Constitución y en la práctica, que va a extenderse a los próximos seis años y muy posiblemente se instale para siempre, no es solo la última manzana de la discordia entre los partidos políticos. Es un tema que tiene profundas implicaciones para la sociedad mexicana, la democracia, la seguridad, la igualdad de género y los derechos humanos. Es en el marco de estas consideraciones donde debe analizarse, más allá de las falsas e hipócritas posiciones de los partidos políticos.
El 9 de septiembre el Senado aprobó la propuesta presidencial para que la Guardia Nacional deje de estar bajo el mando civil (nominalmente) de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, y entre a formar parte de la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA). La SEDENA es ahora responsable de sus misiones, administración, entrenamiento y despliegue en el territorio nacional. Ya fue publicado en el Diario Oficial de la Federación.
La segunda parte, la ampliación del mandato de las Fuerzas Armadas para participar en tareas de seguridad pública hasta el año 2028, se hará ley esta semana, una vez que el Senado apruebe la propuesta el martes y pase con modificaciones a la Cámara de Diputados.
¿Qué está en juego, más allá de quién ganó y quién perdió en la arena política?
Para analizarlo, primero hay que desechar la pura hipocresía de los panistas y priístas que iniciaron, y sostuvieron, este modelo de guerra durante más de una década sangrienta. También de las ONG en Estados Unidos como WOLA y Human Rights Watch que ahora critican el modelo y que, en su momento, avalaron la Iniciativa Mérida en el Congreso estadounidense, que es el soporte económico y geopolítico del modelo de la «guerra contra las drogas».
Hay varias razones fundamentales, y no solo oportunistas, para oponerse a las reformas:
1. Es un modelo que genera violencia y no garantiza la seguridad pública. Como ha dicho el propio presidente, la violencia contra la violencia genera más violencia. El entrenamiento militar sigue la lógica de la dominación, la eliminación del enemigo y la fuerza bruta, que puede funcionar en un campo de batalla, pero no en una comunidad o en una ciudad frente a compatriotas. La delincuencia no puede aniquilarse porque es expresión de las fisuras y perversiones inherentes a la propia sociedad. Se reproduce en la medida en que no se abordan sus causas profundas. Es una contradicción hablar de programas que reconozcan las causas y al mismo tiempo se dediquen los mayores recursos al enfrentamiento armado.
No es de extrañar que no funcione. La correlación entre el número de efectivos desplegados en territorio nacional y el número de homicidios dolosos es innegable. En este sexenio, los homicidios continúan en el mismo nivel, altísimo, que durante el sexenio de Peña Nieto y los feminicidios siguen en aumento. No hay evidencia de éxito con el uso de las fuerzas armadas y hay muchos casos de probable complicidad y corrupción, casos que muchas veces no se investigan ni se persiguen.
2. Da lugar a graves violaciones de los derechos humanos, que quedan impunes. La violación de los derechos humanos por parte de las Fuerzas Armadas no se detiene: ejecuciones extrajudiciales, las violaciones de Inés y Valentina, miles de desapariciones atribuibles a ellas, Tlatlaya, Petatlán, Chiapas, su actuación en la represión de migrantes subordinada a la política de EE. UU., las nuevas pruebas en el caso Ayotzinapa que salieron el mismo día de la propuesta presidencial y el más reciente caso de la muerte de la pequeña Heidi Pérez por balas de la Marina. Aunque el número de quejas ha disminuido bajo la sensata política de evitar confrontaciones, el problema es estructural. La falta de transparencia y rendición de cuentas de las Fuerzas Armadas dificulta el esclarecimiento de los crímenes que cometen en un país que ya tiene un índice de impunidad superior al 95 por ciento.
3. El abandono del propósito de transición de la seguridad militar a la seguridad pública civil: Una de las modificaciones para aprobar la presencia de las Fuerzas Armadas en las calles hasta 2028 fue aumentar la financiación de las policías estatales y municipales. Más que resolver la situación de abandono, la acentúa.
No hay planes reales para formar a la policía a pesar de que hay nuevos modelos de policía cercana y participación ciudadana que han demostrado su eficacia. Si confiamos en que podemos formar a la Guardia Nacional para realizar tareas policiales en pocos meses antes de que los despidan, ¿por qué no podemos formar a la policía? Los bajos salarios y las cadenas de mando corruptas son una invitación a la corrupción y, sin embargo, poco o nada se hace para remediar la situación.
Existe un consenso entre las organizaciones de derechos humanos para no utilizar a las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública. La Corte Interamericana de Derechos Humanos lo estableció ante el gobierno mexicano en el caso de Rosendo Radilla, desaparecido en 1974, y lo ha reiterado. Véanse las respuestas de las organizaciones de derechos humanos sobre los cambios actuales:
CIDH: «La justificación de estas modificaciones enfatiza que solo una estructura como la Sedena, con su despliegue territorial, estructura operativa y disciplina militar, es capaz de hacer frente al contexto de violencia. Tal fundamento es insuficiente por sí mismo ante los riesgos que la militarización conlleva para el respeto y garantía de los derechos humanos.»
Nada Al-Nashif, Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en funciones: «Es un retroceso para la seguridad pública basada en los derechos humanos… Las reformas dejan efectivamente a México sin una fuerza policial civil a nivel federal, cimentando aún más el ya prominente papel de las Fuerzas Armadas en la seguridad pública…»
Amnistía Internacional: «…un acto atroz que pone en riesgo la garantía de los derechos humanos en México».
4. Crea un poder desproporcionado de las Fuerzas Armadas: Llamó la atención cuando el secretario general, Luis Crescencio Sandoval, se refirió al «sector militar» como si se tratara de una fuerza autónoma con intereses propios en la sociedad mexicana. Con la GN, los militares activos en el país llegan a quinientos mil, lo que coloca a México en el noveno lugar mundial y el más grande de América Latina, según el informe Global Fire Power 2022. Además, cuenta con un presupuesto récord en la historia de México, y ha ampliado su poder económico con la gestión de megaproyectos de infraestructura (que no por casualidad enfrentan una fuerte oposición local y nacional), puertos y aeropuertos y ahora hablan de su propia aerolínea. (Y de turismo).
5. Desconoce las alternativas: La política de control militar margina otras estrategias mucho más eficaces. Atender las raíces del problema del crimen organizado en el país con apoyos para que los jóvenes estudien y encuentren sustento, etc. sigue siendo importante, sin embargo, es insuficiente. Se deben destinar más recursos y esfuerzos para atacar las estructuras financieras del crimen, el control del tráfico de armas y de efectivo que ingresa al país no avanza a pesar de la retórica binacional, mientras las empresas armamentistas se enriquecen con el énfasis en la guerra.
6. Genera violencia contra la resistencia y los defensores de derechos humanos: El nuevo informe de Global Witness revela que México ocupa el segundo lugar mundial en asesinatos de defensores de derechos humanos. El uso de las Fuerzas Armadas contra los movimientos sociales y de defensa de la tierra y los territorios es notable después de la historia del país. Además, se profundizan las desigualdades y la discriminación, pues la represión se concentra en ciertas zonas y contra ciertas identidades -indígenas, afrodescendientes, mujeres, comunidad LGBT+ y migrantes-.
7. Refuerza el control patriarcal: La militarización va acompañada de la expansión del militarismo, una cultura de intimidación y violencia machista. Ésta impregna no solo las relaciones directas entre las Fuerzas Armadas y la sociedad civil, sino también las relaciones interpersonales y comunitarias. La ONG Intersecta informa de que antes de la guerra contra las drogas en México y la militarización, solo 2 de cada 10 feminicidios se cometían con el uso de armas. Ahora son mayoría: 6 de cada 10. Los feminicidios aumentan en el contexto de esta cultura militarista y de un mayor acceso a las armas (SEDENA, la única agencia autorizada para vender armas de fuego, «pierde» miles de armas al año, cifra que ha crecido exponencialmente con el aumento de la importación de armas en la guerra contra el crimen organizado).
La guerra es un modelo patriarcal ejemplar: promulga la idea de la protección por la fuerza, en lugar de la corresponsabilidad y la protección colectiva. Exalta el papel del Estado-militar en lugar del de la comunidad. Refuerza la idea de una sociedad indefensa y de un ejército todopoderoso, al tiempo que erosiona aún más el dañado tejido social.
El crimen organizado hace lo mismo, con estructuras patriarcales similares: jerárquicas, violentas, sexistas y misóginas. Estar sometidas a uno u otro es un riesgo muy grande para la igualdad de género y la seguridad de las mujeres.
Oponerse a la militarización, con información y argumentos, no es abonar a una oposición que solo busca atacar al presidente y a su partido a cualquier precio. Tampoco es denigrar el legítimo papel de las Fuerzas Armadas y sus miembros (aunque el sueño sea una sociedad en la que puedan ganarse la vida pacíficamente), ni es sabotear la autoridad del presidente. Es el acto civil de defensa de la democracia, que se debilita en el contexto del poder desproporcionado de las Fuerzas Armadas.
Esta lucha en México, hoy más que nunca, es una obligación y parte de un sano proceso ciudadano para construir la paz y la sociedad que todos anhelamos.
Foto de portada: ProtoplasmaKid – CC BY-SA 4.0