María McFarland Sánchez-Moreno, Foreign Policy in Focus, 24 enero 2023
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

María es subdirectora en funciones del Programa para el año fiscal 2023 y asesora jurídica de Human Rights Watch. Es autora del libro narrativo de no ficción «There Are No Dead Here: A Story of Murder and Denial in Colombia» (Bold Type Books, febrero de 2018), que ganó el Premio de Libros de Derechos Humanos Juan E. Méndez 2018 de la Universidad de Duke; Planeta Colombia publicó una traducción al español. Fue secretaria en el Tribunal de Apelaciones de los Estados Unidos para el Quinto Circuito; llevó a cabo litigios soberanos como asociada en Cleary, Gottlieb, Steen & Hamilton; y es licenciada en Derecho, magna cum laude, por la Facultad de Derecho de la Universidad de Nueva York. Peruana-estadounidense, María creció en Lima, Perú, durante la guerra interna del país con Sendero Luminoso y la presidencia de Fujimori.
Con todas las miradas puestas en la lucha por un gobierno democrático en Brasil, con sus evidentes paralelismos con los acontecimientos en Estados Unidos, es fácil pasar por alto otra lucha igualmente alarmante en la región. Perú se ha visto sacudido por las protestas y la violencia desde que el Congreso peruano destituyó al presidente Pedro Castillo el 7 de diciembre tras su propio intento de cerrar el Congreso. Hasta la fecha, 55 personas han muerto en los disturbios, 18 de ellas en la ciudad de Juliaca solo el 9 de enero.
El agravamiento de la crisis es una advertencia sobre los riesgos que entraña la incapacidad de los gobiernos democráticos para cumplir con su deber y beneficiar a los ciudadanos de a pie.
Desde su independencia de España en 1821, Perú se ha visto asolado por graves desigualdades económicas y un racismo sistémico. Un tercio de la población vive en Lima, donde se concentra la mayor parte de los servicios públicos y la riqueza, mientras que las zonas rurales y las poblaciones indígenas en general presentan tasas significativamente más altas de pobreza extrema y exclusión social. La desigualdad, incluida la falta de acceso a los servicios de salud en muchas zonas rurales, contribuyó a que Perú registrara la tasa de mortalidad por COVID-19 más alta del mundo.
La pobreza se ha disparado en los últimos tres años, incluso en las zonas rurales, donde ya era más aguda. La inseguridad alimentaria se ha duplicado desde el inicio de la pandemia. La Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación informó en 2022 de que más de la mitad de los peruanos sufre inseguridad alimentaria, la tasa más alta de Sudamérica.
Mientras tanto, Perú ha experimentado una agitación política implacable. En parte, esto se debe a los escándalos de corrupción que han afectado a casi todos los presidentes de la última década. Pero también se debe a que muchos miembros del Congreso parecen más interesados en el regateo, los beneficios partidistas y la persecución de mezquinas agendas personales -como una impopular ley que debilita el sistema de acreditación universitaria- que en abordar los problemas del país.
Desde que Keiko Fujimori, la hija del autocrático y ahora encarcelado expresidente Alberto Fujimori, perdió las elecciones presidenciales de 2016, su partido y otros alineados con él en el Congreso han tratado repetidamente de socavar a quienquiera que ocupara la presidencia. En 2020, lograron destituir al presidente Martín Vizcarra por motivos legales cuestionables. Varios miembros del Congreso, así como Keiko Fujimori, están siendo investigados por diversos delitos. En una encuesta realizada en enero, el 88% de los peruanos desaprobaba la actuación del Congreso.
El depuesto presidente Castillo, maestro de escuela rural, tampoco gozó nunca de gran popularidad. Pero en algunas zonas rurales consiguió el apoyo de comunidades que se identificaban con él y creían en sus promesas de mayor inclusión.
Cuando Castillo asumió el cargo tras una victoria electoral sobre Keiko Fujimori en 2021, estaba claro por el comportamiento de algunos miembros del Congreso -incluidas las falsas acusaciones de fraude electoral- que intentarían destituirlo como hicieron con Vizcarra. Cuando el Congreso finalmente destituyó a Castillo por lo que en la práctica fue un intento de golpe de Estado y la vicepresidenta Dina Boluarte asumió la presidencia, para algunos peruanos esto se interpretó como un intento de arrebatarles el poder. En consecuencia, la principal exigencia inicial de los manifestantes era la celebración de nuevas elecciones a corto plazo.
Aunque miles de personas han protestado pacíficamente, los informes de violencia, incendios provocados, vandalismo y ataques a periodistas han sido habituales. Muchos agentes de policía han resultado heridos y uno muerto. Los manifestantes han bloqueado carreteras, en algunos casos interfiriendo con ambulancias y contribuyendo a las muertes. El gobierno tiene la responsabilidad de proporcionar seguridad y garantizar la rendición de cuentas por los actos violentos.
A petición de Boluarte, el Congreso votó el 20 de diciembre a favor de adelantar las elecciones de 2026 a 2024, pero esa decisión debe confirmarse en una segunda ronda de votaciones. Mientras tanto, la brutal respuesta del gobierno a las protestas no hace sino agravar la indignación que muchos sienten.
El presidente Boluarte no ha hecho un llamamiento inequívoco a las fuerzas de seguridad para que respeten los derechos de los manifestantes, ni siquiera ante las denuncias de uso excesivo de la fuerza y detenciones masivas. La ausencia generalizada de rendición de cuentas por la violencia policial y el hecho de que los sucesivos gobiernos no hayan reformado la policía para garantizar el respeto de los derechos humanos equivalen a un cheque en blanco para cometer abusos.
En cambio, los funcionarios de la administración han culpado a los manifestantes de provocar el «caos» o los han tachado -sin ofrecer pruebas- de estar bajo el control de «agitadores extranjeros» como el expresidente boliviano Evo Morales.
En un discurso pronunciado el 13 de enero, Boluarte se disculpó por la muerte de los manifestantes, pero indignó aún más a muchos al afirmar que los «verdaderos responsables» de la violencia debían rendir cuentas y sugerir que el «terrorismo» había desempeñado un papel. En Perú, la etiqueta de «terrorismo» se utiliza a menudo en referencia a la insurgencia maoísta de Sendero Luminoso, que mató a miles de personas en la década de 1980, para estigmatizar a manifestantes, activistas, indígenas o actores políticos de izquierdas.
Las protestas han seguido extendiéndose, afectando a más de una cuarta parte del país el 19 de enero, y muchos manifestantes viajaron a Lima. Se pide cada vez más la dimisión de Boluarte o la convocatoria de una asamblea constituyente para revisar la Constitución.
La democracia está en juego en Perú. La exigencia de nuevas elecciones por parte de los manifestantes es, en última instancia, democrática. Pero es probable que la represión y la negación generen más ira y desesperación, haciendo el juego a los aspirantes a autócratas de todo el espectro político.
Los líderes nacionales y regionales deben superar la política mezquina, la corrupción y los intereses personales que han empañado el sistema político peruano. La prioridad debe ser un diálogo amplio, genuino y constructivo que tenga en cuenta las necesidades y aspiraciones de la población, junto con resultados positivos garantizados a través de instituciones democráticas y medidas efectivas para proteger el derecho de reunión pacífica.
Perú no es ni mucho menos la única democracia en la que el sistema político está cada vez más alejado de los problemas de su población. Otras deberían tomar nota.
Foto de portada: Policías peruanos antidisturbios se enfrentan a los manifestantes en Lima, enero de 2023. (Shutterstock)