Keith Gessen, The New Yorker Magazine, 21 febrero 2023
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Keith Gessen es escritor y colaborador habitual de The New Yorker.
Hace un año, en enero, viajé a Moscú para informarme acerca de la guerra que se avecinaba, sobre todo para saber si se produciría. Hablé con periodistas, expertos y personas que parecían saber lo que tramaban las autoridades. Paseé por Moscú e hice algunas compras. Me quedé con mi tía cerca del jardín botánico. Había nieve blanca y fresca en el suelo, y los niños iban con sus madres a montar en trineo. Todo el mundo estaba seguro de que no habría guerra.
Yo había emigrado a Estados Unidos de niño, a principios de los ochenta. Desde mediados de los noventa, volvía a Moscú más o menos una vez al año. Durante ese tiempo, la ciudad se volvía cada vez más bonita y la situación política empeoraba. Era como si, en Rusia, más prosperidad significara menos libertad. En los años noventa, Moscú era caótica, abarrotada, sucia y pobre, pero en cada esquina podías comprar media docena de periódicos que denunciaban la guerra de Chechenia y pedían la dimisión de Boris Yeltsin. Nada era sagrado y todo estaba permitido. Veinticinco años después, Moscú era limpia, ordenada y rica; podías comprar pasteles frescos en cada esquina. También podían procesarte por algo que dijeras en Facebook. Uno de mis amigos había pasado recientemente diez días en la cárcel por protestar contra una nueva construcción en su barrio. Decía que allí había conocido a mucha gente interesante.
La prosperidad material parecía apuntar lejos de la guerra; la represión política, hacia ella. Fuera de Moscú, las cosas eran menos cómodas, y fuera de Rusia el Kremlin se había vuelto más agresivo en los últimos años. Se había anexionado Crimea, apoyado a una insurgencia en el este de Ucrania, apuntalado al régimen de Bashar al-Assad en Siria, interferido en las elecciones presidenciales de Estados Unidos. Pero internamente la situación estaba estancada: los mismos responsables, la misma retórica sobre Occidente, el mismo batiburrillo ideológico de nostalgia soviética, ortodoxia rusa y consumo conspicuo. En 2021, Vladimir Putin había cambiado la Constitución para poder permanecer en el poder, si quería, hasta 2036. La comparación más frecuente que se hacía era con los años de Brézhnev, lo que el propio Leonid Brézhnev había llamado la era del «socialismo desarrollado». Ésta era la era del putinismo desarrollado. La mayoría de la gente no esperaba movimientos bruscos.
Mis amigos de Moscú hacían todo lo posible por comprender las contradicciones. Alexander Baunov, periodista y analista político, trabajaba entonces en el think tank Carnegie Moscow Center. Nos reunimos en su acogedor apartamento, con vistas a un típico patio moscovita: un pequeño bosquecillo de árboles y coches aparcados, todo cubierto amorosamente por una capa de nieve recién caída. Baunov pensaba que era posible una guerra. En la élite rusa crecía la sensación de que había que revisar los resultados de la Guerra Fría. Occidente seguía tratando a Rusia como si hubiera perdido -ampliando la OTAN hasta sus fronteras y tratando a Rusia, en el contexto de cosas como la expansión de la UE, como si no fuera más importante o poderosa que los Estados bálticos o Ucrania-, pero era la Unión Soviética la que había perdido, no Rusia. Putin, en particular, se sintió injustamente tratado. «Gorbachov perdió la Guerra Fría», dijo Baunov. «Quizá Yeltsin perdió la Guerra Fría. Pero Putin no. Putin sólo ha ganado. Ganó en Chechenia, ganó en Georgia, ganó en Siria. Entonces, ¿por qué se le sigue tratando como a un perdedor?». Barack Obama se refirió a su país como una mera «potencia regional»; a pesar de organizar unos Juegos Olímpicos fabulosos, Rusia fue sancionada en 2014 por invadir Ucrania, y sancionada de nuevo, unos años después, por interferir en las elecciones presidenciales de Estados Unidos. Era el tipo de cosas de las que Estados Unidos se salía con la suya todo el tiempo. Pero Rusia fue castigada. Era insultante.
Al mismo tiempo, Baunov pensaba que una guerra real parecía improbable. Ucrania no sólo era supuestamente una parte orgánica de Rusia, sino también un elemento clave de la mitología del Estado ruso en torno a la Segunda Guerra Mundial. El régimen había invertido mucha energía en conmemorar la victoria sobre el fascismo; dar la vuelta y bombardear Kiev y Járkov, tal y como habían hecho los fascistas en su día, llevaría demasiado lejos los límites de la ironía. Y Putin, a pesar de todas sus bravatas, era en realidad bastante cauto. Nunca inició una lucha que no estuviera seguro de poder ganar. Iniciar una guerra con una Ucrania respaldada por la OTAN podría ser peligroso; podría tener consecuencias impredecibles. Podría conducir a la inestabilidad, y la estabilidad era lo único que Putin había proporcionado a los rusos en los últimos veinte años.
Para los liberales, era cada vez más un periodo de acomodación y consolidación. Otro amigo, al que llamaré Kolya, había dejado su trabajo de escribir artículos de estilo de vida para un sitio web independiente unos años antes, a medida que la política de medios de comunicación del Kremlin se volvió cada vez más entrometida. Kolya aceptó una oferta para escribir artículos sobre temas sociales para un medio gubernamental. Esto era mucho mejor, y más claro: sabía de qué temas mantenerse alejado, y la paga era buena.
Visité a Kolya en su casa, cerca de Patriarch’s Ponds. Se había casado en el seno de una familia que había formado parte de la nomenklatura soviética, y él y su mujer habían heredado un apartamento en un bonito edificio del Partido de los años sesenta en el centro de la ciudad. Desde el balcón de Kolya se veía el antiguo apartamento de Brézhnev. Se notaba que era el de Brézhnev porque las ventanas eran más grandes que las de alrededor. En cuanto al apartamento de Kolya, era más pequeño que los demás apartamentos de su edificio. La razón era que el apartamento contiguo había pertenecido a un héroe de guerra soviético, y éste, por supuesto, necesitaba el apartamento más grande del edificio, así que el suyo se había ampliado, hacía tiempo, a expensas del de Kolya. Aun así, era un apartamento muy bonito, con techos altísimos y mucha luz.
Kolya seguía de cerca la situación en torno a Alexey Navalny, que había regresado a Rusia y había sido encarcelado un año antes. Navalny estaba siendo torturado lentamente hasta la muerte en prisión y, sin embargo, su equipo de investigadores y activistas seguía publicando denuncias sobre la corrupción de los funcionarios rusos. En Rusia se seguía haciendo un trabajo periodístico real, aunque algunos medios, como el sitio de noticias Meduza, operaban principalmente desde el extranjero. Kolya se mostró preocupado por la censura, pero también por la autocensura. Me habló de periodistas que habían abandonado la profesión. Uno de ellos había pasado a trabajar en el departamento de comunicación de un gran banco. Otro trabajaba ahora en elecciones, «y no en el buen sentido». La soga se estaba tensando y, sin embargo, nadie pensaba que habría guerra.
¿Qué pensar, en retrospectiva, de lo que le ocurrió a Rusia entre diciembre de 1991, cuando su presidente, Boris Yeltsin, firmó un acuerdo con los líderes de Ucrania y Bielorrusia para disolver la URSS, y el 24 de febrero de 2022, cuando el sucesor elegido a dedo por Yeltsin, Vladimir Putin, ordenó a sus tropas, algunas de las cuales estaban estacionadas en Bielorrusia, invadir Ucrania desde el este, el sur y el norte? Hay muchas explicaciones que compiten entre sí. Algunos dicen que las reformas económicas y políticas prometidas en los años noventa nunca se llevaron a cabo; otros, que se hicieron demasiado deprisa. Algunos dicen que Rusia no estaba preparada para la democracia; otros, que Occidente no estaba preparado para una Rusia democrática. Algunos dicen que todo fue culpa de Putin, por destruir la vida política independiente; otros que fue culpa de Yeltsin, por no aprovechar el breve periodo de libertad de Rusia; otros dicen que fue culpa de Mijaíl Gorbachov, por destruir la URSS de forma tan descuidada e ingenua.
Cuando Gorbachov empezó a desmantelar el imperio, una de sus frases más resonantes había sido «No podemos seguir viviendo así». Con «así» se refería a la pobreza, la violencia y la mentira. Gorbachov también habló de intentar construir un «país normal y moderno», un país que no invadiera a sus vecinos (como había hecho la URSS con Afganistán) ni gastara grandes cantidades de su presupuesto en el ejército, sino que se dedicara al comercio e intentara dejar que la gente llevara su vida. Unos años más tarde, Yeltsin utilizó el mismo lenguaje de normalidad y quiso decir, más o menos, lo mismo.
La cuestión de si Rusia llegó a ser un país «normal» ha sido objeto de acalorados debates en ciencia política. Un famoso artículo de 2004 en Foreign Affairs, del economista Andrei Shleifer y el politólogo Daniel Treisman, se titulaba, simplemente, «Un país normal». Shleifer y Treisman, que escribieron en un momento de declive del interés estadounidense por Rusia, cuando Putin estaba consolidando su control del país, pero antes de que empezara a actuar de forma más agresiva con sus vecinos, argumentaban que lo que parecía un pobre rendimiento de Rusia como democracia no era más que la media para un país con su nivel de renta y desarrollo. Durante algún tiempo después de 2004, hubo razones para pensar que el aumento del nivel de vida, los viajes y los iPhones harían el trabajo que los sermones de los políticos occidentales no habían logrado hacer: que la modernidad por sí misma convertiría a Rusia en un lugar donde la gente se dedicara a sus negocios y criara a sus familias, y el gobierno no los enviara a morir en suelo extranjero sin una buena razón.
Eso no es lo que ha ocurrido. El auge del petróleo y el gas de las dos últimas décadas creó para muchos rusos un nivel de prosperidad que habría sido impensable en la época soviética. A pesar de ello, la violencia y las mentiras persistieron.
Alexander Baunov califica lo sucedido en febrero del año pasado de golpe de Estado: la toma del Estado por una camarilla empeñada en sus propios proyectos imperiales y de supervivencia. «El hecho de que las personas que lo llevaron a cabo sean las que están en el poder no hace que sea menos golpista», me dijo recientemente Baunov. «No había tal demanda en la sociedad rusa». Puede que muchos rusos hayan aceptado la guerra; hayan enviado a sus hijos y maridos a morir en ella; pero no era algo que la gente estuviera pidiendo a gritos. Se había celebrado la toma de Crimea, pero nadie, salvo los nacionalistas más marginales, pedía que ocurriera algo similar en Jerson o Zaporiyia, o incluso realmente en el Donbás. Como dijo Volodymyr Zelensky en su discurso al pueblo ruso en vísperas de la guerra, Donetsk y Luhansk para la mayoría de los rusos no eran más que palabras. Mientras que, para los ucranianos, añadió, «esta es nuestra tierra. Esta es nuestra historia». Era su hogar.
Aproximadamente la mitad de las personas con las que me reuní en Moscú el pasado enero ya no están allí: una está en Francia, otra en Letonia, mi tía está en Tel Aviv. Mi amigo Kolya, cuyo apartamento está enfrente del de Brezhnev, se ha quedado en Moscú. No sabe inglés, él y su mujer tienen entre los dos un niño pequeño y dos padres ancianos, y no está claro qué harían en el extranjero. Kolya dice que, en la medida de sus posibilidades, ha dejado de hablar con la gente del trabajo: «Son gente decente en general, pero ya no es una situación en la que sea posible hablar en medios tonos». Nadie le ha pedido que escriba sobre la guerra o en apoyo de ella, y sus superiores incluso le han dicho que si le movilizan intentarán sacarle de allí.
Cuando nos encontramos el pasado enero, Alexander Baunov no pensaba abandonar Rusia, aunque las cosas empeoraran. «El capital social no cruza fronteras», dijo Baunov. «Y es el único capital que tenemos». Pero, a los pocos días de empezar la guerra, Baunov y su compañero hicieron las maletas y algunos libros y volaron a Dubai, luego a Belgrado y después a Viena, donde Baunov tenía una beca. Desde entonces han estado revoloteando por el mundo, en una precaria situación de visados. (El mes pasado salió a la venta un libro en el que Baunov lleva trabajando varios años, sobre las dictaduras del siglo XX en Portugal, España y Grecia; se titula «El fin del régimen»).
Le pregunté por qué para él era posible vivir en Rusia antes de la invasión y por qué era imposible hacerlo después. Admitió que desde lejos podía parecer una distinción sin diferencia. «Si estás en el espacio informativo occidental y llevas veinte años leyendo que Putin es un dictador, quizá no tenga sentido», dijo Baunov. «Pero desde dentro la diferencia era muy clara». Putin había estado dirigiendo un tipo particular de dictadura, relativamente moderada. Había ciertos temas de los que había que mantenerse alejado y nombres que no se podían mencionar, y, si realmente lanzabas el guante, el régimen bien podía intentar matarte. Pero para la mayoría de la gente la vida era tolerable. Podías influir entre líneas, pedir reformas y un gobierno más sensato, y esperar días mejores. Tras la invasión, eso ya no fue posible. El gobierno aprobó leyes que amenazaban con penas de hasta quince años de prisión por expresiones que se consideraran difamatorias para las fuerzas armadas; el uso de la palabra «guerra» en lugar de «operación militar especial» entraba en esta categoría. Los restantes medios independientes -sobre todo la emisora de radio Ekho Moskvy y el periódico Novaya Gazeta– se vieron obligados a suspender sus actividades. Eso ocurrió rápidamente, en las primeras semanas de la guerra, y desde entonces las restricciones no han hecho más que aumentar; el Carnegie Moscow Center, que llevaba operando en Rusia desde 1994, se vio obligado a cerrar en abril.
Le pregunté a Baunov cuánto tiempo creía que pasaría antes de poder regresar a Rusia. Dijo que no lo sabía, pero que era posible que nunca regresara. No había vuelta atrás al 23 de febrero, ni para él, ni para Rusia, ni especialmente para el régimen de Putin. «El país ha sufrido una catástrofe moral», dijo Baunov. «Volver atrás, en el futuro, significaría vivir con personas que apoyaron esta catástrofe; que piensan que han participado en un gran proyecto; que están orgullosas de su participación en él».
Si alguna vez, en el Kremlin, hubo una discusión entre liberales ligeramente prooccidentales y conservadores decididamente antioccidentales, esa discusión ha terminado. Los liberales han perdido. Según Baunov, queda un pequeño grupo de tecnócratas que preferirían algo menos que una guerra total. «No es un partido de la paz, pero podría llamarse el Partido de la vida pacífica», dijo. «Es gente que quiere ir en autobuses eléctricos y vestir bien». Pero les van pisando los talones. Y aunque a Baunov le resultaba difícil imaginar que Rusia volviera a la era soviética, e incluso a la estalinista, el país iba ya camino de ello. Se buscaban enemigos internos, se elaboraban listas, se pedían públicamente medidas cada vez más severas. El día que hablamos, a finales de enero, el sitio de noticias Meduza fue calificado de «organización indeseable». Esto significaba que cualquiera que compartiera públicamente su trabajo podría, en teoría, ser objeto de acciones penales.
Baunov teme que las cosas puedan empeorar mucho más. Recuerda cómo el 22 de enero de 1905 -el Domingo Sangriento- las fuerzas del zar dispararon contra manifestantes pacíficos en San Petersburgo, precipitando una crisis revolucionaria. «Se disparó sobre unas decenas de personas y fue un acontecimiento importante», dijo. «Unos años después, se disparaba a miles de personas y ni siquiera resultaba notable». En los años intermedios, Rusia se había visto envuelta en una gran guerra europea, y la tolerancia de la sociedad hacia la violencia había aumentado drásticamente. «El margen para experimentar con una población es casi ilimitado», prosigue Baunov. «China vivió la Revolución Cultural y sobrevivió. Rusia pasó por los Gulags y sobrevivió. Las represiones disminuyen la voluntad de resistencia de la sociedad». Por eso los gobiernos las utilizan.
Durante años, tras el colapso soviético, a algunos les pareció que la era soviética había sido un mal sueño, una desviación. Los economistas escribieron estudios que trazaban el probable desarrollo de la economía rusa después de 1913 si no hubieran intervenido la guerra y la revolución. Parte del proyecto postsoviético, incluido el de Putin, consistía en restaurar algunos de los lazos culturales que los soviéticos habían cortado: resucitar iglesias que los bolcheviques habían convertido en estaciones de autobuses, reparar edificios antiguos que los soviéticos habían descuidado, rendir respeto a diversas figuras políticas del pasado (el zar Alejandro III, por ejemplo).
Pero ¿y si fuera el periodo postsoviético la excepción? «Ha pasado mucho tiempo desde el Reino de Nóvgorod«, en palabras del historiador Stephen Kotkin. Antes de la Revolución, el Imperio ruso también había sido uno de los regímenes más represivos de Europa. A los judíos se les mantenía en la Zona de Asentamiento. Se necesitaba el permiso del zar para viajar al extranjero. Gran parte de la población, a sólo un par de generaciones de la servidumbre, vivía en la más absoluta pobreza. Los soviéticos anularon algunas de estas leyes, pero añadieron otras. Aparte de breves estallidos de libertad aquí y allá, la historia de Rusia era la historia de una incesante destrucción gubernamental de la vida de la gente. Entonces, ¿cuál era la ilusión: la Rusia pacífica o la violenta, la Rusia que comercia y prospera lentamente, o la que sólo trae mentiras, amenazas y muerte? Rusia nos ha dado a Putin, pero también nos ha dado a todas las personas que se enfrentaron a Putin. El Partido de la vida pacífica, como lo llamó Baunov, no estaba ganando, pero al menos, hasta ahora, no ha perdido; todo el tiempo, la gente sigue siendo encarcelada por hablar en contra de la guerra. Me acordé de mi amigo Kolya: en las semanas posteriores al comienzo de la guerra, cuando se anunciaron las sanciones occidentales y los precios empezaron a subir, él fue uno de los miles de rusos que se apresuraron a hacer compras de última hora. Era una forma de tomar las riendas de su destino en un momento en que las cosas parecían peligrosamente fuera de control. Mientras el ejército ruso intentaba y fracasaba en su intento de tomar Kiev, Kolya y su esposa compraban algunas sillas.
Ilustración de portada de Doug Chayka.