John Pilger, CounterPunch.com, 10 marzo 2023
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

John Pilger es un periodista, escritor y documentalista de origen australiano. Ha sido merecedor de múltiples premios. Muy crítico con los medios dominantes. Es de destacar su apoyo a Assange a lo largo de su reclusión. Se le puede seguir en su web www.johnpilger.com
Conozco a Julian Assange desde que le entrevisté por primera vez en Londres en 2010. Me gustó inmediatamente su sentido del humor seco y oscuro, a menudo dispensado con una risita contagiosa. Es un outsider orgulloso: agudo y reflexivo. Nos hemos hecho amigos, y me he sentado en muchos juzgados escuchando a los tribunos del Estado intentar silenciarle a él y a su revolución moral en el periodismo.
Mi momento culminante fue cuando un juez de los Tribunales Reales de Justicia se inclinó sobre su estrado y me gruñó: «No es Vd. más que un australiano peripatético, como Assange». Mi nombre figuraba en una lista de voluntarios para pagar la fianza de Julian, y el juez me vio como la persona que había denunciado su papel en el famoso caso de los isleños expulsados de Chagos. Sin querer, me hizo un cumplido.
Vi a Julian en la cárcel de Belmarsh no hace mucho. Hablamos de libros y de la opresiva idiotez de la prisión: los eslóganes alegres en las paredes, los castigos insignificantes; todavía no le dejan usar el gimnasio. Tiene que hacer ejercicio solo en una zona parecida a una jaula donde hay un cartel que advierte de que no se debe pisar la hierba. Pero no hay césped. Nos reímos; por un breve momento, algunas cosas no parecen tan malas.
La risa es un escudo, por supuesto. Cuando los guardias de la prisión empezaron a hacer sonar sus llaves, como les gusta hacer, indicando que se nos había acabado el tiempo, se quedó callado. Cuando salí de la habitación, mantuvo el puño en alto y apretado, como hace siempre. Es la encarnación del coraje.
Entre él y la libertad se interponen aquellos que son la antítesis de Julian: todos esos en los que el valor brilla por su ausencia, junto con los principios y el honor. No me refiero al régimen mafioso de Washington, cuya persecución de un buen hombre pretende ser una advertencia para todos nosotros, sino más bien a aquellos que todavía pretenden dirigir una democracia justa en Australia.
Anthony Albanese pronunciaba su tópico favorito, «ya basta», mucho antes de ser elegido primer ministro de Australia el año pasado. Nos dio a muchos de nosotros una esperanza preciosa, incluida la familia de Julian. Pero, como primer ministro, añadió palabras de «no simpatizar» con lo que Julian había hecho. Al parecer, teníamos que entender su necesidad de proteger su trasero de forma apropiada en caso de que Washington le llamara al orden.
Sabíamos que Albanese necesitaría un valor político, cuando no moral, excepcional para levantarse en el Parlamento australiano -el mismo Parlamento que se presentará ante Joe Biden en mayo- y decir: «Como primer ministro, mi gobierno tiene la responsabilidad de traer a casa a un ciudadano australiano que es claramente víctima de una gran injusticia vengativa:
“Como primer ministro, es responsabilidad de mi gobierno traer a casa a un ciudadano australiano que es claramente víctima de una gran injusticia vengativa: un hombre que ha sido perseguido por el tipo de periodismo que es un verdadero servicio público, un hombre que no ha mentido, ni engañado -como tantos de sus homólogos en los medios de comunicación- sino que ha dicho a la gente la verdad sobre cómo se maneja el mundo.”
“Hago un llamamiento a los Estados Unidos”, podría decir un primer ministro Albanese valiente y moral, “para que retiren su solicitud de extradición: para que pongan fin a la farsa maligna que ha manchado a los otrora admirados tribunales de justicia británicos y para que permitan la liberación de Julian Assange incondicionalmente a su familia. Que Julian permanezca en su celda de Belmarsh es un acto de tortura, como lo ha calificado el relator de las Naciones Unidas. Así es como se comporta una dictadura».
Por desgracia, mi sueño de que Australia haga lo correcto por Julian ha llegado a su límite. La burla de esperanza de Albanese se acerca ahora a una traición por la que la memoria histórica no le olvidará, y muchos no le perdonarán. ¿A qué espera entonces?
Recordemos que Julian recibió asilo político del gobierno ecuatoriano en 2013 en gran parte porque su propio gobierno lo había abandonado. Eso por sí solo debería avergonzar a los responsables: a saber, el Gobierno laborista de Julia Gillard.
Tan ansiosa estaba Gillard por colaborar con los estadounidenses en el cierre de WikiLeaks por contar la verdad, que quiso que la Policía Federal Australiana (PFA) detuviera a Assange y le retirara el pasaporte por lo que llamó su publicación «ilegal». La PFA señaló que no tenía tales poderes: Assange no había cometido ningún delito.
Es como si se pudiera medir la extraordinaria cesión de soberanía de Australia por la forma en que trata a Julian Assange. La pantomima de Gillard arrastrándose ante ambas cámaras del Congreso de EE. UU. es un teatro espeluznante en YouTube. Australia, repitió, era la «gran amiga» de Estados Unidos. ¿O sólo era una «pequeña amiga»?
Su ministro de Asuntos Exteriores era Bob Carr, otro político de la maquinaria laborista a quien WikiLeaks desenmascaró como informante estadounidense, uno de los chicos útiles de Washington en Australia. En sus diarios publicados, Carr se jactaba de conocer a Henry Kissinger; de hecho, el Gran Agresor invitó al ministro de Asuntos Exteriores a acampar en los bosques de California, según nos enteramos.
Los gobiernos australianos han afirmado en repetidas ocasiones que Julian ha recibido todo el apoyo consular, que es su derecho. Cuando su abogado Gareth Peirce y yo nos reunimos con el cónsul general de Australia en Londres, Ken Pascoe, le pregunté: «¿Qué sabe del caso Assange?”.
“Sólo lo que he leído en los periódicos», respondió riendo.
Hoy, el primer ministro Albanese está preparando a este país para una ridícula guerra contra China dirigida por Estados Unidos. Se van a gastar miles de millones de dólares en una máquina de guerra de submarinos, aviones de combate y misiles que pueden llegar a China. El salivante belicismo de los «expertos» del periódico más antiguo del país, el Sydney Morning Herald, y del Melbourne Age es una vergüenza nacional, o debería serlo. Australia es un país sin enemigos y China es su mayor socio comercial.
Este desquiciado servilismo a la agresión se expone en un extraordinario documento llamado Acuerdo de Postura de Fuerzas entre Estados Unidos y Australia. En él se establece que las tropas estadounidenses tienen «control exclusivo sobre el acceso [y] uso de» armamento y material que pueda utilizarse en Australia en una guerra de agresión.
Esto incluye casi con toda seguridad las armas nucleares. La ministra de Asuntos Exteriores de Albanese, Penny Wong, «respeta» el ambivalente silencio de Estados Unidos al respecto, pero es evidente que no respeta el derecho de los australianos a saber.
Esta obcecación siempre ha existido -no es impropia de una nación de colonos que aún no ha hecho las paces con sus orígenes indígenas-, pero ahora es peligrosa.
China, como el Peligro Amarillo, encaja como un guante en la historia de racismo de Australia. Sin embargo, hay otro enemigo del que no hablan. Somos nosotros, los ciudadanos. Es nuestro derecho a saber. Y nuestro derecho a decir no.
Desde 2001, se han promulgado en Australia unas 82 leyes para eliminar los tenues derechos de expresión y disidencia y proteger la paranoia de la guerra fría de un Estado cada vez más secreto, en el que el jefe de la principal agencia de inteligencia, ASIO, sermonea a los disidentes sobre la necesidad patriótica de las disciplinas de los «valores australianos». Hay tribunales secretos y pruebas secretas y errores judiciales secretos. Se dice que Australia es una inspiración para el amo al otro lado del Pacífico.
Bernard Collaery, David McBride y Julian Assange -hombres profundamente morales que dijeron la verdad- son los enemigos y las víctimas de esta paranoia. Ellos, y no los soldados eduardianos que marcharon por el Rey, son nuestros verdaderos héroes nacionales.
En cuanto a Julian Assange, el primer ministro tiene dos caras. Una cara se burla de nosotros con la esperanza de su intervención con Biden que conducirá a la libertad de Julian. La otra cara se congracia con ‘POTUS’ [acrónimo de President of the United States] y permite a los estadounidenses hacer lo que quieran con su vasallo: fijar objetivos que podrían resultar catastróficos para todos nosotros.
¿Apoyará Albanese a Australia o a Washington en el caso de Julian Assange? Si es «sincero», como dicen los partidarios más obcecados del Partido Laborista, ¿a qué espera? Si no consigue la liberación de Julian, Australia dejará de ser soberana. Seremos pequeños estadounidenses. De forma oficial.
No se trata de la supervivencia de una prensa libre. Ya no hay prensa libre. Hay refugios en el samizdat, como este sitio. La cuestión primordial es la justicia y nuestro derecho humano más preciado: ser libres.
[Esta es una versión abreviada de un discurso pronunciado por John Pilger en Sídney el 10 de marzo con motivo de la presentación en Australia de la escultura de Davide Dormino de Julian Assange, Chelsea Manning y Edward Snowden “Monumento al valor». La obra del escultor italiano Davide Dormino es un proyecto artístico de movilización ciudadana que consiste en tres esculturas de bronce, cada una sobre una silla, dejando una cuarta libre con el fin de despertar la conciencia del espectador sobre el tema de la libertad de expresión.]