Kathy Kelly, Common Dreams, 14 marzo 2023
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Kathy Kelly es activista por la paz y coordinadora en Voices for Creative Nonviolence. Ha trabajado estrechamente con la organización de Jóvenes Voluntarios Afganos por la Paz. Es autora de “Other Lands Have Dreams”, publicado por CounterPunch/AK Press. Puede contactarse con ella en Kathy@vcnv.org
El extraordinario anuncio del 10 de marzo de 2023 de que el principal diplomático chino, el Sr. Wang Yi, ayudó a mediar en un acercamiento entre Arabia Saudí e Irán sugiere que las grandes potencias pueden beneficiarse de creer que, como dijo una vez Albert Camus, «las palabras son más poderosas que las municiones».
Este concepto también fue reconocido por el General Mark Milley, jefe del Estado Mayor Conjunto de EE.UU., quien declaró el 20 de enero de 2023 que cree que la guerra de Rusia en Ucrania concluirá con negociaciones y no en el campo de batalla. En noviembre de 2022, preguntado sobre las perspectivas de la diplomacia en Ucrania, Milley señaló que la negativa temprana a negociar en la Primera Guerra Mundial agravó el sufrimiento humano y provocó millones de víctimas más.
«Así que cuando haya una oportunidad de negociar, cuando se pueda alcanzar la paz… aprovechen el momento», dijo Milley en el Club Económico de Nueva York.
Hace veinte años, en Bagdad, compartí habitación con iraquíes e internacionales en un pequeño hotel, el Al-Fanar, que había sido la base de numerosas delegaciones de Voices in the Wilderness que actuaban desafiando abiertamente las sanciones económicas contra Iraq. Funcionarios del gobierno estadounidense nos acusaron de criminales por entregar medicinas a los hospitales iraquíes. En respuesta, les dijimos que entendíamos las penas con las que nos amenazaban (doce años de prisión y una multa de un millón de dólares), pero que no podíamos regirnos por leyes injustas que castigan principalmente a los niños. E invitamos a los funcionarios del gobierno a que se unieran a nosotros. En cambio, constantemente se nos unían otros grupos pacifistas que anhelaban evitar una guerra inminente.
A finales de enero de 2003, aún confiaba en que se pudiera evitar la guerra. El informe del Organismo Internacional de la Energía Atómica era inminente. Si declaraba que Iraq no tenía armas de destrucción masiva (ADM), los aliados de Estados Unidos podrían abandonar los planes de ataque, a pesar de la masiva concentración militar que estábamos presenciando en la televisión nocturna. Entonces llegó la sesión informativa del secretario de Estado Colin Powell ante las Naciones Unidas, el 5 de febrero de 2003, en la que insistió en que Iraq poseía efectivamente armas de destrucción masiva. Finalmente se demostró que su presentación era fraudulenta en todos los aspectos, pero trágicamente dio a Estados Unidos la credibilidad suficiente para proceder a toda máquina con su campaña de bombardeos «Conmoción y Pavor».
A partir de mediados de marzo de 2003, los espantosos ataques aéreos golpearon Iraq día y noche. En nuestro hotel, padres y abuelos rezaban para sobrevivir a las explosiones y a los ruidos escalofriantes. Una alegre y simpática niña de nueve años perdió por completo el control de su vejiga. Los niños pequeños ideaban juegos para imitar los sonidos de las bombas y simulaban utilizar pequeñas linternas como si fueran armas.
Nuestro equipo visitó salas de hospital donde niños mutilados gemían mientras se recuperaban de operaciones. Recuerdo estar sentada en un banco fuera de una sala de urgencias. A mi lado, una mujer se convulsionaba entre sollozos preguntando: «¿Cómo se lo diré? ¿Qué le voy a decir?». Tenía que decirle a su sobrino, que estaba siendo operado de urgencia, que no sólo había perdido los dos brazos, sino que ella era ahora su único familiar vivo. Una bomba estadounidense había alcanzado a la familia de Ali Abbas mientras compartían un almuerzo fuera de su casa. Un cirujano informó más tarde de que ya le había dicho a Ali que le habían amputado los dos brazos. «Pero», le había preguntado Ali, «¿seré siempre así?”.
Esa noche regresé al hotel Al-Fanar abrumada por la rabia y la vergüenza. Sola en mi habitación, golpeé la almohada, murmurando entre lágrimas: «¿Seremos siempre así?».
A lo largo de las guerras eternas de las dos últimas décadas, las élites estadounidenses del complejo militar-industrial-Congreso-medios de comunicación han manifestado un apetito insaciable por la guerra. Rara vez prestan atención a los escombros que han dejado tras de sí después de «poner fin» a una guerra arbitraria.
Tras la guerra de «conmoción y pavor» de 2003 en Iraq, el novelista iraquí Sinan Antun creó un personaje principal, Yawad, en The Corpse Washer, que se sentía abrumado por el creciente número de cadáveres de los que debía ocuparse.
«Me sentía como si nos hubiera sacudido un terremoto que lo hubiera cambiado todo», reflexiona Yawad. «Durante décadas, tendríamos que andar a tientas entre los escombros que dejó tras de sí. Antes había corrientes entre suníes y chiíes, o entre este grupo y aquel, que se podían cruzar fácilmente o, a veces, eran invisibles. Ahora, tras el terremoto, la tierra tenía todas las fisuras del mundo y los arroyos se habían convertido en ríos. Los ríos se convirtieron en torrentes llenos de sangre, y quien intentaba cruzar se ahogaba. Las imágenes de los que estaban al otro lado del río se habían hinchado y desfigurado… se levantaban muros de hormigón para sellar la tragedia».
«La guerra es peor que un terremoto», me dijo un cirujano, Said Abuhassan, durante el bombardeo israelí de Gaza en 2008-2009 denominado Operación Plomo Fundido. Señaló que, tras un terremoto, acuden socorristas de todo el mundo, pero cuando hay guerras, los gobiernos sólo envían más municiones, prolongando la agonía.
Explicó los efectos de las armas que habían mutilado a pacientes sometidos a cirugía en el Hospital Al-Shifa de Gaza mientras las bombas seguían cayendo. Los densos explosivos de metal inerte arrancan extremidades que los cirujanos no pueden reparar. Los fragmentos de bombas de fósforo blanco, incrustados subcutáneamente en la carne humana, siguen ardiendo cuando se exponen al oxígeno, asfixiando a los cirujanos que intentan extraer el siniestro material.
«Lo más importante que puedes decirle a la gente de tu país es que el pueblo estadounidense pagó muchas de las armas utilizadas para matar a la gente en Gaza», dijo Abuhassan. «Y por eso también es peor que un terremoto».
Mientras el mundo se adentra en el segundo año de guerra entre Ucrania y Rusia, algunos dicen que es inconcebible que los activistas por la paz clamen por un alto el fuego y negociaciones inmediatas. ¿Es más honorable asistir a la acumulación de bolsas para cadáveres, los funerales, la excavación de tumbas, las ciudades que se vuelven inhabitables y la escalada que podría conducir a una guerra mundial o incluso a una guerra nuclear?
Los principales medios de comunicación estadounidenses rara vez confraternizan con el profesor Noam Chomsky, cuyo sabio y pragmático análisis se basa en hechos indiscutibles. En junio de 2022, a los cuatro meses de la guerra entre Rusia y Ucrania, Chomsky habló de dos opciones, una de las cuales era una solución diplomática negociada. «La otra», dijo, «es simplemente alargarla y ver cuánto sufrirá todo el mundo, cuántos ucranianos morirán, cuánto sufrirá Rusia, cuántos millones de personas morirán de hambre en Asia y África, cuánto avanzaremos hacia el calentamiento del medio ambiente hasta el punto en que no habrá posibilidad de una existencia humana habitable.»
UNICEF informa de cómo los meses de creciente devastación y desplazamiento afectan a los niños ucranianos: «Los niños siguen siendo asesinados, heridos y profundamente traumatizados por la violencia que ha provocado desplazamientos a una escala y velocidad no vistas desde la Segunda Guerra Mundial. Escuelas, hospitales y otras infraestructuras civiles de las que dependen siguen siendo dañadas o destruidas. Las familias han quedado separadas y sus vidas destrozadas».
Las estimaciones de bajas militares rusas y ucranianas varían, pero algunos han sugerido que más de 200.000 soldados de ambos bandos han muerto o resultado heridos.
En preparación de una gran ofensiva antes del deshielo primaveral, el gobierno de Rusia anunció que pagaría una prima a las tropas que destruyan armas utilizadas por soldados ucranianos que hayan sido enviadas desde el extranjero. La prima de dinero manchado de sangre es escalofriante, pero a un nivel exponencialmente mayor, los principales fabricantes de armas han acumulado una bonanza constante de «primas» desde que comenzó la guerra.
Sólo en el último año, Estados Unidos envió 27.500 millones de dólares en ayuda militar a Ucrania, proporcionando «vehículos blindados, incluidos los de transporte de tropas Stryker, vehículos de combate de infantería Bradley, vehículos protegidos contra emboscadas resistentes a las minas y vehículos de ruedas multiuso de alta movilidad». El paquete también incluía apoyo de defensa aérea para Ucrania, dispositivos de visión nocturna y munición para armas ligeras.
Poco después de que los países occidentales accedieran a enviar sofisticados tanques Abrams y Leopard a Ucrania, un asesor del Ministerio de Defensa ucraniano, Yuriy Sak, habló con confianza sobre la posibilidad de recibir aviones de combate F-16 a continuación. «No querían darnos artillería pesada, pero lo hicieron. No querían darnos sistemas Himars, pero lo hicieron. No querían darnos tanques, ahora nos dan tanques. Aparte de las armas nucleares, no queda nada que no vayamos a conseguir», declaró a Reuters.
No es probable que Ucrania consiga armas nucleares, pero el peligro de una guerra nuclear quedó claro en una declaración del Boletín de los Científicos Atómicos del 24 de enero, que puso el Reloj del Juicio Final para 2023 a noventa segundos de la metafórica «medianoche». Los científicos advirtieron de que los efectos de la guerra entre Rusia y Ucrania no se limitan a un alarmante aumento del peligro nuclear, sino que también socavan los esfuerzos mundiales para combatir el cambio climático. «Los países que dependen del petróleo y el gas rusos han tratado de diversificar sus suministros y proveedores», señala el informe, «lo que ha llevado a un aumento de la inversión en gas natural precisamente cuando esa inversión debería haberse reducido».
Mary Robinson, ex Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, afirma que el Reloj del Juicio Final hace sonar una alarma para toda la humanidad. «Estamos al borde del precipicio», afirmó. «Pero nuestros dirigentes no están actuando a la velocidad ni a la escala suficientes para garantizar un planeta pacífico y habitable. Sabemos lo que hay que hacer, desde reducir las emisiones de carbono hasta reforzar los tratados de control de armas e invertir en la preparación ante pandemias. La ciencia se muestra clara, pero falta voluntad política. Esto debe cambiar en 2023 si queremos evitar una catástrofe. Nos enfrentamos a múltiples crisis existenciales. Los líderes necesitan una mentalidad de crisis».
Como todos nosotros. El Reloj del Juicio Final indica que vivimos un tiempo prestado. No tenemos por qué «ser siempre así».
Durante la última década, tuve la suerte de ser recibido en docenas de viajes a Kabul, Afganistán, por jóvenes afganos que creían fervientemente que las palabras podían ser más fuertes que las armas. Defendían un proverbio sencillo y pragmático: «La sangre no lava la sangre».
Debemos a las generaciones futuras todos los esfuerzos posibles para renunciar a toda guerra y proteger el planeta.
Foto de portada: Una mujer iraquí grita «¡No disparen!» mientras soldados estadounidenses de la Compañía Alfa, Regimiento de Infantería 1/38, detienen a su hijo y a su marido a 8 km al sur de Baquba, 5 de octubre de 2007. (Foto de Alexander Nemenov/AFP vía Getty Images)