Murtaza Hussain, The Intercept, 26 marzo 2023
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Murtaza Hussain es reportero de The Intercept especializado en temas de seguridad nacional y política exterior. Sus trabajos se publican en CNN, BBC, MSNBC y otros medios de comunicación.
Periodistas y soldados estadounidenses han publicado innumerables memorias sobre sus experiencias en la guerra de Iraq. Pero un nuevo libro de Ghaith Abdul-Ahad ofrece una perspectiva radicalmente distinta: la de un iraquí corriente que fue testigo directo de la destrucción de su país.

«La ocupación estaba destinada al colapso y al fracaso», escribe Abdul-Ahad sobre la invasión estadounidense en sus notables memorias A Stranger in your own city: Travels in the Middle Easts long war [«Un extraño en mi propia ciudad: Viajes en la larga guerra de Oriente Medio»]. Como sigue explicando Abdul-Ahad: «No se puede bombardear, humillar y sancionar a una nación, bombardearla de nuevo y luego decirle que se convierta en una democracia».
Abdul-Ahad forma parte de una generación de escritores y periodistas iraquíes que vivieron el conflicto y, dos décadas después, por fin se les escucha. Lo que tiene que decir no sólo se enfrenta a los relatos interesados de los partidarios y revisionistas de la guerra, sino que también se enfrenta amargamente a cómo el pueblo iraquí fue utilizado como peón en una guerra que se lanzó en su nombre.
«¿Por qué las únicas opciones para nosotros como nación y como pueblo eran elegir entre una invasión extranjera y un régimen nocivo dirigido por un dictador brutal? A nadie le importaba lo que pensáramos», escribe Abdul-Ahad. «Todos éramos meros daños colaterales potenciales en una guerra entre el dictador y los neoconservadores estadounidenses empeñados en que el mundo debía moldearse a su imagen».
Abdul-Ahad creció bajo el gobierno de Saddam Hussein, un hombre cuyo poder era tan omnipresente que de joven Abdul-Ahad imaginaba al dictador como «Dios o Jesús, o tal vez ambos». Antes de la invasión, Abdul-Ahad se ganaba la vida a duras penas como arquitecto mientras Iraq se tambaleaba por las sanciones económicas. Fue testigo de la invasión del país por las primeras tropas estadounidenses en marzo de 2003 en su ciudad natal, la capital, Bagdad.
Como la mayoría de los iraquíes, Abdul-Ahad estaba en contra de la guerra y temía sus consecuencias, pero, al mismo tiempo, muchos consideraban un pacto fáustico en el que la destitución de Sadam por parte de Estados Unidos podría aceptarse si transformaba Iraq para mejor. Como le insistió un anciano en un callejón decrépito de Bagdad aquel mes de mayo, antes de que la guerra se torciera: «Los estadounidenses que habían traído todos esos tanques y aviones lo arreglarían todo en cuestión de semanas». Los cautelosos esperanzados pronto se verían brutalmente decepcionados.
“El prudente optimismo inicial de los iraquíes -a quienes se prometió liberación, prosperidad y libertad con la eliminación de Sadam- se hizo añicos con el primer coche bomba», escribe Abdul-Ahad. «Se hizo evidente que la tan esperada paz no iba a llegar, y que la ocupación había desencadenado algo mucho peor».
En lugar de liberar a Iraq de la previsible tiranía de Sadam, la invasión estadounidense trajo consigo una violenta anarquía: ejecuciones extrajudiciales, torturas, detenciones sin orden judicial y la destrucción de las infraestructuras básicas del país. Tras un encuentro fortuito con un reportero británico que cubría la invasión, Abdul-Ahad se convirtió él mismo en periodista, siendo testigo de la destrucción total de su país.
Gran parte de este caos fue catalizado por soldados y mercenarios extranjeros, escribe Abdul-Ahad, que a menudo eran abiertamente racistas hacia la gente que decían estar liberando. Sin nadie al mando, salvo un ocupante extranjero de gatillo fácil sin ningún plan para restablecer los servicios básicos, Iraq se sumió poco a poco en un caos al estilo de «Mad Max».
Abdul-Ahad describe cómo la guerra sectarizó el orden social iraquí con consecuencias devastadoras. La religión, antes un detalle menor de la identidad iraquí, se convirtió de repente en la afiliación más crucial para navegar por el nuevo Iraq, ya que la nueva política del país se organizó en torno a las sectas. Abdul-Ahad escribe que, cuando era niño, no conocía el origen religioso de ninguno de sus amigos del colegio. Tras la invasión, se convirtió en el detalle más importante que uno necesitaba saber sobre los demás, ya fuera como reportero o como persona corriente que simplemente intentaba sobrevivir.
Del vacío de seguridad creado por la guerra surgieron oleadas de violencia atroz. Bandas y milicias rivales llevaron a cabo secuestros, asesinatos por encargo y matanzas masivas que destrozaron el tejido social del país. Los secuestros, en su mayoría de miembros inocentes de otras sectas, se convirtieron en un lucrativo negocio de los gánsteres de las milicias. «Pedimos dinero por el rescate a las familias de los terroristas y, cuando lo pagan, los matamos de todos modos», explicaba a Abdul-Ahad un líder de la milicia, y un comandante emprendedor obtiene por cada rehén entre 5.000 y 20.000 dólares.
A diferencia de los estadounidenses, que tienden a dividir la guerra de Iraq en periodos distintos, separando, por ejemplo, la invasión de 2003 de la posterior guerra contra el grupo del Dáesh, para iraquíes como Abdul-Ahad el conflicto se ha vivido como algo largo e implacable, desde la guerra económica estadounidense de los años noventa hasta la actualidad.
Más de 2.500 soldados estadounidenses permanecen en Iraq, en su mayoría para luchar contra los restos del Dáesh, un grupo terrorista que la violencia nihilista de la guerra ayudó a producir. Con millones de iraquíes muertos o desplazados y ciudades enteras en ruinas, Iraq hoy, escribe Abdul-Ahad, «un país rico y exportador de petróleo, cuyos ciudadanos viven en la pobreza, sin empleo, sin un sistema sanitario adecuado, sin electricidad ni agua potable».
En su análisis del legado de la guerra, observa un resultado perverso entre los iraquíes: un sentimiento de nostalgia por la política autoritaria. Muchos de los que sufrieron los horrores del Iraq posterior a Sadam han llegado a anhelar la llegada de un nuevo hombre fuerte que simplemente restablezca el orden. La guerra también socavó la democracia en toda la región, escribe Abdul-Ahad, dando a los dictadores vecinos un ejemplo con el que atemorizar a su propio pueblo para que no exigiera un cambio político. Por muy mala que sea una dictadura, dice el argumento, poca gente querría sufrir el destino de los iraquíes.
En los primeros años de la invasión, las voces iraquíes eran escasas en el discurso público estadounidense, salvo las de figuras elegidas a dedo y cercanas al establishment estadounidense, como el famoso disidente exiliado Ahmad Chalabi. Aunque algunos relatos recientes han tratado de rehabilitar la imagen de la guerra y de sus defensores, el libro de Abdul-Ahad se mantiene firme en las realidades de este horrible conflicto y en el futuro permanentemente alterado de los iraquíes.
«El Iraq de esta nueva generación es una amalgama de contradicciones, nacida de una ocupación ilegal, dos décadas de guerras civiles, militancia salvaje, coches bomba, decapitaciones y torturas», escribe. «Los hombres -y sólo eran hombres- dieron forma a esta nueva metamorfosis de un país basándose en sus propias imágenes y según los caprichos y deseos de sus amos, sin tener en cuenta lo que realmente pudiera haber sido bueno para su pueblo».
Foto de portada: Niños iraquíes lloran después de que sus padres murieran asesinados cuando soldados estadounidenses del 1er Batallón, 5º Equipo de Combate de la Brigada Stryker de Infantería de la 25ª División de Infantería de Ft. Lewis, Washington, dispararon contra su coche cuando éste no se detuvo y se acercó a los soldados a pesar de los disparos de advertencia durante una patrulla al anochecer el 18 de enero de 2005 en Tal Afar, Irak. En el coche viajaba una familia iraquí de la que murieron la madre y el padre. Según el ejército estadounidense, seis niños que viajaban en el coche sobrevivieron, uno de ellos con una herida superficial que no pone en peligro su vida. (Chris Hondros/Getty Images)