Megan O’Toole, Middle East Eye, 19 abril 2023
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Megan O’Toole es una periodista y editora que informa principalmente sobre temas relativos a justicia, política, conflictos mundiales y derechos humanos. Ha cubierto reportajes en más de una docena de países, entre ellos Iraq, Irán, Israel/Palestina, Líbano y la región fronteriza entre Siria y Turquía.
En los últimos años se ha debatido mucho sobre la dependencia de los corresponsales extranjeros de los productores locales, llamados polémicamente «facilitadores (fixers en inglés)», a medida que se toma conciencia de lo inadecuado de este término.
La relación suele ser unidireccional. Los reporteros del hemisferio Norte viajan al hemisferio Sur y dependen en gran medida de colaboradores locales para hacer el trabajo pesado: encontrar entrevistados, conectar con fuentes oficiales, traducir citas y proporcionar transporte seguro a lugares peligrosos.
Sin esa ayuda, pocos periodistas occidentales podrían aportar algo de valor a esos desplazamientos. Y una vez que han extraído una serie de historias de un país asolado por el conflicto, muchos no se quedan; hacen las maletas cuando el ciclo de noticias sigue su curso, o cuando sus líderes políticos deciden hacer la guerra en otro lugar. Los colaboradores locales, que a menudo pasan desapercibidos y no reciben ningún reconocimiento público, se quedan solos ante las posibles consecuencias.
El autor Jeffrey Stern aborda de frente este desequilibrio de poder en su nuevo libro, The Mercenary, un apasionante relato del terror y el caos de la guerra de Afganistán hasta la mal planificada y desastrosa retirada estadounidense en agosto de 2021. Su historia es una historia con moraleja para todos los periodistas occidentales, especialmente para los que informan desde zonas de conflicto.

Stern entró en Afganistán como freelance con la esperanza de hacerse un nombre cubriendo uno de los principales atolladeros del siglo XXI. Viajó a Kabul sin apoyo institucional, sin garantías de que sus artículos fueran aceptados y con la perspectiva de recibir un sueldo escaso si llegaban a publicarse. Aceptó un trabajo en una universidad local para poder pagar las facturas.
Desde el principio de su libro, Stern reconoce la diferencia de percepción que existía en aquel momento entre él y Aimal, un taxista local que se convirtió rápidamente en su fuente de referencia cada vez que estallaba una bomba. Aimal encontraba historias para Stern, a la vez que le servía de chófer, traductor y protector. Concentrado en su trabajo, Stern parecía no darse cuenta del creciente trauma de Aimal, mientras ambos perseguían una interminable cascada de violencia y muerte.
«Sólo cuando yo estaba a salvo, él se ponía a buscar a alguien que nos contara lo sucedido», escribe Stern. «Yo le seguía por los lugares donde había bombas y tiroteos, intentando idear formas ingeniosas de describir cosas espantosas y trasmitirlas por mi teléfono».
Museo del dolor ajeno
A medida que Stern empieza a forjarse una carrera como periodista profesional, Aimal se ve arrastrado cada vez más hacia el conflicto que asola su patria. En una ocasión, mientras informaba sobre la explosión de un autobús, llevó al autor a un hospital y a un depósito de cadáveres. En retrospectiva, Stern admite: «Estaba explorando un museo del dolor ajeno, todo estaba expuesto para mí, y esperaba que me reconocieran el mérito de haberlo documentado».
Tras llegar a la morgue, Stern observa cómo Aimal sale de la habitación y recuerda que pensaba que su conductor estaba «acostumbrado» a los horrores de la guerra. Pero hacia la cuarta parte del libro, la narración cambia y empezamos a escuchar la perspectiva, la voz de Aimal.
Consumido por la necesidad de proteger a «su extranjero», que también se está convirtiendo en su amigo, Aimal no tiene más remedio que precipitarse a escenas de carnicería que no podrá olvidar fácilmente.
En el depósito de cadáveres, al ver un fragmento del cuerpo de una víctima, Aimal siente que la imagen «se aloja en su cerebro y le patea la espalda como una toxina que se extiende por su cuerpo». Sale de la habitación, aturdido y horrorizado, tratando de huir, pero sabe que debe quedarse hasta que el trabajo de Stern esté terminado.
En otro caso, mientras Stern está fuera del país, Aimal presencia cómo un francotirador dispara y mata a una reportera: «Ella se unió a los fantasmas que permanecieron ya para siempre con Aimal… La escena, el paisaje de aquel momento, se grabó en un rincón de su memoria donde podía permanecer y atormentarle».
Aunque Stern no lo comprendió del todo en aquel momento, Aimal estaba profundamente afectado por la violencia en su país. Con una inquebrantable conciencia de sí mismo, Stern desvela el trauma que él y otros han infligido inadvertidamente -a veces por ignorancia, o por la despiadada búsqueda de una historia- a personas que viven la guerra cada día y no pueden mirar hacia otro lado.
La catastrófica retirada de Estados Unidos
A medida que se desarrolla la narración de Stern, detalla la equivocada campaña estadounidense para la celebración de elecciones en Afganistán, seguida del colapso de las operaciones estadounidenses en el país. Mientras Aimal se enreda cada vez más con traficantes de armas y señores de la guerra, Stern, que a estas alturas ya ha regresado a Estados Unidos, sigue con su carrera de periodista y escritor.
Finalmente, Aimal huye a Canadá en busca de asilo. En la distancia, las vidas de los dos hombres vuelven a converger durante la catastrófica retirada estadounidense y el resurgimiento de los talibanes en Kabul. En medio de desgarradoras escenas de afganos desesperados que se aferran a los bajos de los aviones que parten, tanto Stern como Aimal reciben un flujo constante de mensajes de amigos y colegas desesperados atrapados en el país.
Aunque Stern cuenta con una amplia red de contactos en el gobierno, el ejército y las ONG, no ve un camino claro para sacar de Kabul a los afganos en peligro y refiere un estado de total desorganización: «La situación se había deteriorado tan rápidamente, estaba tan desorganizada, que el Departamento de Estado de EE. UU. y las diferentes ramas del ejército parecían tener todas ellas autoridad sobre algún rincón del recinto del aeropuerto, pero ninguno parecía saber dónde terminaba su propia autoridad y empezaba la de otra agencia».
Stern escribe sobre los muchos afganos a los que no pudo ayudar; también Aimal recibió un aluvión de peticiones. Pero de todas las personas que pedían a Stern que aprovechara sus contactos estadounidenses, Aimal -la única persona que durante mucho tiempo le había mantenido a salvo- guardó silencio. «Tendría que haberle tendido la mano y haberle ayudado en lo que hubiera podido, como él habría hecho conmigo», reflexiona el autor. Pero en su propio estado de ánimo, totalmente abrumado, Stern no intervino: «En lugar de eso, dejé que se hiciera el silencio».
Hacia el final del libro, mientras se enfrenta a la abyecta tragedia que se desarrolla en el Afganistán posterior a la ocupación, Stern reconoce los efectos secundarios no deseados de su trabajo y el hecho de que, a veces, incluso las buenas intenciones pueden engendrar tragedias. Su libro es una importante exploración de los privilegios occidentales, la responsabilidad periodística y la necesidad de que todos los medios de comunicación lo hagan mejor.
«Mi trabajo había afectado a las personas que se reunieron para ayudarme; había empujado sus rostros hacia un trauma que ellos, a diferencia de mí, no podían simplemente abandonar», escribe. «Sólo ahora, cuando un centenar de mensajes de nueva desesperación me salían al encuentro cada noche antes de intentar dormir, empezaba a pagar algún tipo de precio».
Foto de portada: Fuerzas talibanes montan guardia en el aeropuerto de Kabul el 31 de agosto de 2021 (AFP).