John Feffer, Foreign Policy in Focus, 26 abril 2023
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

John Feffer, colaborador habitual de TomDispatch, es autor de la novela distópica Splinterlands, y Frostlands (Dispatch Books) es el segundo volumen de la serie; la última novela de la trilogía es Songlands. También ha escrito Right Across the World: The Global Networking of the Far-Right and the Left Response. Es asimismo el director de Foreign Policy In Focus en el Institute for Policy Studies.
«Después de mí, el diluvio», dijo Luis XV en 1757.
«Tened cuidado con lo que deseáis», parecía decir el rey francés, «porque una vez que me haya ido, el país se irá al garete, y francamente no me importa».
El comentario de Luis tuvo un contexto muy específico: un intento de asesinato en 1757, una derrota militar francesa a manos de los prusianos ese mismo año y predicciones de inundaciones tras el paso del cometa Halley. A lo largo de los siglos, sin embargo, la frase ha quedado indeleblemente ligada –avant la lettre– a la Revolución Francesa que desalojó del poder a su hijo Luis XVI y dio paso a los horrores de la guillotina y al despotismo de Napoleón.
Las ejecuciones y la guerra no son la secuela inevitable de un levantamiento popular. La revolución americana tuvo una secuela relativamente pacífica. La Revolución de Terciopelo en Checoslovaquia en 1989 fue, como su nombre indica, bastante suave y tranquila. Pero en ambos casos, los efectos adversos llegaron con retraso, guerra civil medio siglo después para Estados Unidos y la separación de la República Checa de Eslovaquia apenas cuatro años después de los cambios de 1989.
La transformación política de Sudán, por su parte, no ha sido nada fácil. Cuatro años después de que una revuelta popular ayudara a derrocar a un déspota que gobernaba el país desde hacía mucho tiempo, éste vuelve a sumirse en una aterradora guerra civil.
¿Hay alguna forma de minimizar el impacto de este diluvio de violencia y aprovechar la notable base de compromiso político que los activistas no violentos construyeron hace cuatro años?
Derrocar a un dictador
En junio de 1989, justo cuando Europa del Este iniciaba su transición pacífica para abandonar el comunismo, Omar al-Bashir se hizo con el poder en Sudán mediante un golpe militar. El razonamiento de Bashir fue, efectivamente, «antes de mí, el diluvio». El nuevo líder argumentó que sólo él podía desplegar la fuerza necesaria para unificar el país.
En 1989, el entonces mayor país de África llevaba seis años inmerso en una segunda guerra civil entre el norte y el sur. La primera guerra civil, de 1955 a 1972, no consiguió resolver los agravios del sur no árabe, que se remontaban a la época colonial. A pesar de la intención de Bashir de poner fin a la segunda guerra civil, ésta duró otros 16 años bajo su reinado. En Darfur surgió un conflicto separado, en el que el régimen de Bashir se enfrentó a rebeldes no árabes. Junto con una milicia árabe llamada Janjaweed, Bashir fue acusado posteriormente de matar a cientos de miles de civiles en Darfur. En 2009, la Corte Penal Internacional (CPI) acusó al presidente sudanés de crímenes de guerra, a los que posteriormente añadió genocidio.
La paz siempre ha sido provisional en Sudán. El conflicto de Darfur terminó con un acuerdo de alto el fuego en 2010, pero el acuerdo de paz sigue pendiente. En el largo conflicto norte-sur, Sudán del Sur se convirtió en un país separado en 2011. Pero dos años después, Sudán del Sur inició su propia guerra civil, que duró hasta 2020, justo cuando la COVID empezaba a extenderse por todo el mundo.
Incluso mientras las guerras asolaban el país, Bashir consiguió gobernar durante casi tres décadas con una mezcla de astucia y brutalidad. Un año después de su golpe de Estado en 1989, ejecutó a 28 militares para consolidar su control sobre el ejército. Durante los 30 años siguientes, Bashir encarceló, torturó y asesinó a sus opositores. Ejerció un control absoluto sobre la sociedad sudanesa y creó tal clima de miedo que pocos se atrevían a plantarle cara.
Eso cambió en 2011 cuando, influidos por los levantamientos de la Primavera Árabe en los países vecinos, estallaron una serie de protestas en la capital, Jartum, y en varios otros lugares en respuesta a las medidas de austeridad impuestas por el gobierno. En 2013 Bashir aplastó a los disidentes con la brutalidad que le caracteriza matando a decenas de ellos y deteniendo a varios miles más.
En diciembre de 2018 los manifestantes volvieron a la calle, de nuevo furiosos por las subidas de precios. Bashir declaró el estado de emergencia y recurrió a sus ya familiares tácticas de represión. Esta vez, quizá intuyendo la fragilidad política del envejecido Bashir, los manifestantes no se echaron atrás. Marija Marovic y Zahra Hayder retoman el hilo de la historia:
Dirigida por la Asociación de Profesionales Sudaneses (APS) y la coalición opositora Fuerzas de Libertad y Cambio (FLC), esta campaña no violenta persistió durante meses a pesar de la represión, y culminó con una sentada masiva en el cuartel militar de Jartum. El 11 de abril el ejército sudanés abandonó a Bashir y detuvo al asediado dictador. Sin embargo, las manifestaciones pacíficas continuaron mientras la oposición rechazaba el liderazgo de la junta, conocida como Consejo Militar de Transición (CMT), que destituyó a Bashir. La oposición, impulsada por una oleada de protestas después de que las fuerzas de seguridad mataran a más de 100 manifestantes en la sentada del 3 de junio, negoció con éxito en agosto un acuerdo para una transición democrática de 39 meses, que estaría dirigida por un Consejo de Soberanía con el poder compartido entre civiles y militares.
Bashir llegó al poder mediante un golpe militar y, del mismo modo, lo desbancó un golpe militar aproximadamente 30 años después. En diciembre de 2019, tras un juicio, Bashir fue condenado a dos años de prisión por cargos de corrupción. En febrero de 2020, el gobierno sudanés aceptó entregar a Bashir a la CPI para que le juzgara por cargos de crímenes contra la humanidad. Cuando se produjo el último estallido de violencia este mes, el exlíder, de 79 años, seguía en la prisión de Kober, el mismo lugar donde había encarcelado a muchos de sus críticos.
En octubre de 2021, cuando habían transcurrido aproximadamente 26 meses de la «transición democrática» de 39 meses en Sudán, los militares tomaron el control total del país. Fue el sexto golpe con éxito desde 1956, además de una docena de intentos fallidos. Al igual que Bashir y los reyes franceses, los golpistas declararon que el país corría un grave riesgo de inestabilidad si no se aplicaba mano dura. Un golpe militar, sugerían, funcionaba como un dique para contener las aguas de la inundación.
Vuelve la guerra civil
La guerra que ahora ocupa los titulares es esencialmente un enfrentamiento entre pícaros. El presidente, Abdel Fattah al-Burhan, dirige el ejército del país; su antiguo vicepresidente, Mohamed Hamdan Dagalo (también conocido como Hemedti), está al mando de las Fuerzas de Apoyo Rápido, un cuerpo paramilitar. Fueron aliados en los dos últimos golpes de Estado, que desplazaron primero a Bashir y luego a los elementos civiles del gobierno de transición. Luego empezaron a discutir sobre cómo integrar las Fuerzas de Apoyo Rápido en las fuerzas armadas del país. En realidad, se están peleando por quién va a ser el jefe.
Es difícil decidir cuál de estos hombres fuertes tiene una historia más comprometida. Dagalo fue jefe de los Janjaweed, responsables de crímenes horribles durante la guerra de Darfur. Burhan estuvo al mando de las fuerzas sudanesas que lucharon en la guerra liderada por Arabia Saudí en Yemen (donde Dagalo también comandó un batallón). Ambos tienen las manos manchadas de sangre por su estrecha asociación con Bashir.
Y ahora sus manos están aún más manchadas de sangre. Hasta ahora, cientos de personas han muerto durante los enfrentamientos entre estos dos rivales, y los países se apresuran a evacuar a sus ciudadanos.
La geopolítica de la guerra es turbia. Rusia es aliada del régimen sudanés desde hace tiempo, pero al parecer no ha decidido aún si apoyar al gobierno o al rival paramilitar. Egipto apoya a Burhan; los EAU a Dagalo. Otros países han adoptado la postura rusa de esperar y ver.
Estados Unidos ha conseguido, trabajando entre bastidores, un alto el fuego de tres días en un esfuerzo por negociar un compromiso entre las facciones enfrentadas. Sin embargo, este enfoque diplomático es parte del problema.
Al centrarse en los hombres fuertes, la comunidad internacional ha dado a estas facciones armadas una legitimidad aún mayor.
Como explica Jacqueline Burns, exasesora del enviado especial de Estados Unidos para Sudán y Sudán del Sur, en sus reflexiones sobre las negociaciones pasadas: «Estábamos tan centrados en obtener concesiones y repartir el poder entre los grupos armados para alcanzar un acuerdo de paz firmado que, a pesar de hablar de boquilla sobre la necesidad de una inclusividad y paz sostenible, perdimos de vista este objetivo a más largo plazo».
A las mismas personas que se jugaron la vida por la democracia cuando se manifestaron contra Bashir no se les dio un lugar en la mesa de negociaciones. Burns continúa:
A pesar de su papel protagonista en el levantamiento que acabó con la destitución de al-Bashir, las mujeres no fueron incluidas de forma sustancial en el gobierno de transición, y sólo de forma marginal en las negociaciones políticas y de paz. En cambio, otro acuerdo de paz facilitado por un tercero sentó a la mesa a los movimientos rebeldes armados y los incorporó al gobierno de transición.
Si son tipos con armas quienes controlan las negociaciones de «paz», no es de extrañar que luego saquen las armas para preservar esa misma «paz».
¿Qué le espera a Sudán?
No es que los dos rivales militares de Sudán se estén disputando enormes riquezas. Sudán es un país muy pobre. Aunque no es el país más pobre del mundo en términos de PIB per cápita, casi la mitad de la población sudanesa vive por debajo del umbral de la pobreza (y muchos expertos creen que esa cifra está mucho más cerca del 80%). La mayoría de los sudaneses se las arreglan con una agricultura de subsistencia, pero la peor sequía de los últimos 40 años ha sumido a dos tercios de la población en una grave inseguridad alimentaria, los niveles más altos jamás alcanzados en el país. La guerra ha provocado la suspensión de las operaciones de ayuda humanitaria, lo que no ha hecho sino empeorar la situación.
El desenlace no está claro para Sudán en cuanto a qué fuerza militar acabará en la cima. El eterno desafío para el país es romper el ciclo de violencia y golpes militares. No es tarea fácil. Tailandia, un país mucho más rico y estable, también ha sufrido varios golpes de Estado, el más reciente en 2014, y los militares siguen al mando. En comparación, ¿qué esperanza puede tener Sudán, pobre en agua y rico en guerreros?
Sudán tiene una sociedad civil resiliente. Los abogados han liderado la ofensiva para exigir responsabilidades a los dirigentes, los médicos han publicado información sobre los muertos y heridos en las protestas, los periodistas han formado su propio sindicato, la coalición de mujeres MANSAM ha presionado en favor de la igualdad de género y las agricultoras han estado a la vanguardia de la lucha contra el cambio climático, y los partidos políticos han participado en la transición para abandonar el régimen militar.
Sin embargo, los líderes militares tienen un as en la manga: la fuerza bruta. Justifican esa fuerza prediciendo que, tras ellos, el diluvio. Pero lo que sucede normalmente es que no contienen el diluvio. Son quienes provocan el diluvio.