Deambulando por las rutas de los contrabandistas

nick turse, The intercept, 13 febrero 2022
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Nick Turse es un redactor de The Intercept que informa sobre cuestiones de seguridad nacional y política exterior. Acaba de publicar “Next Time They'll Come to Count the Dead: War and Survival in South Sudan” y, con anterioridad, “Tomorrow's Battlefield: U.S. Proxy Wars and Secret Ops in Africa” y “Kill Anything That Moves: The Real American War in Vietnam”. Ha escrito para el New York Times, Los Angeles Times, San Francisco Chronicle, The Nation y Village Voice, entre otras publicaciones. Ha recibido el premio Ridenhour de periodismo de investigación, el premio James Aronson de periodismo sobre justicia social y una beca Guggenheim. Turse es miembro del Nation Institute y director de TomDispatch.com.

Nick Turse es un redactor de The Intercept que informa sobre cuestiones de seguridad nacional y política exterior. Acaba de publicar “Next Time They’ll Come to Count the Dead: War and Survival in South Sudan” y, con anterioridad, “Tomorrow’s Battlefield: U.S. Proxy Wars and Secret Ops in Africa” y “Kill Anything That Moves: The Real American War in Vietnam”. Ha escrito para el New York Times, Los Angeles Times, San Francisco Chronicle, The Nation y Village Voice, entre otras publicaciones. Ha recibido el premio Ridenhour de periodismo de investigación, el premio James Aronson de periodismo sobre justicia social y una beca Guggenheim. Turse es miembro del Nation Institute y director de TomDispatch.com.

Un veterano reportero de guerra viaja de incógnito para documentar un mundo en el que el movimiento de los seres humanos está vigilado, restringido y criminalizado.

Siempre supe que Matthieu Aikins debía ser un valiente. Se infiltró en la policía fronteriza afgana dedicada al tráfico de drogas, sacó a la luz una posible masacre cometida por un alto mando afgano y escarbó en las denuncias de asesinatos cometidos por un equipo especial de las fuerzas estadounidenses.

Algunos reporteros no pueden evitar contarte su última historia de proezas: “Yo estuve allí. Y era un infierno”. De vez en cuando me encontraba con Aikins en algún lugar, pero el periodista canadiense nunca decía mucho sobre lo que acababa de hacer o a dónde se dirigía. Luego me llegaba mi siguiente número de Harper’s y veía encima de su nombre: “En primera línea en la megalópolis más mortífera del mundo”.

Pero no supe realmente lo valiente que era Aikins hasta que, cuando llevaba un tercio de su primer libro, lo admite: “Corría el riesgo de que se me fuera la olla”. Yo sentí lo mismo. Parecía que su libro “The Naked don’t Fear the Water” (Los desnudos no temen al agua, título tomado de un proverbio dari) podía ser un fracaso.

Durante años, Aikins -escritor colaborador del New York Times Magazine y editor colaborador de Rolling Stone– había trabajado junto a su amigo “Omar” (un seudónimo), antiguo intérprete de las fuerzas especiales estadounidenses en Afganistán. Al igual que otros millones de afganos, aplastados por la guerra y la necesidad, Omar decide finalmente emprender el largo y peligroso viaje a Europa. Era una historia prefabricada. “Si Omar iba a viajar de esa manera, yo quería ir con él y escribir sobre todo ello”, nos dice Aikins. “Dado el riesgo existente de acabar detenido, tendría que disfrazarme de otro emigrante afgano… Así podría experimentar la clandestinidad de los refugiados desde dentro”.

La portada de "The Naked Don't Fear the Water", de Matthieu Aikins (Imagen: Cortesía de la editorial HarperCollins)
La portada de «The Naked Don’t Fear the Water», de Matthieu Aikins.
(Imagen: Cortesía de la editorial HarperCollins)

Ven de qué va esto, ¿verdad? Una especie de “On the Road” moderno con “Down and Out in Paris and London”, pero una obra de no ficción con un ángulo de guerra y crisis de refugiados. (Si hay alguien en el mundo editorial que se acuerde de Kerouac y Orwell, hubiera descrito probablemente así la propuesta de “The Naked don’t Fear the Water”). Y yo estaba listo para lanzarme sobre la primera página del libro. Pero entonces Omar no sale de Kabul -o Laila, la mujer con la que quiere casarse pero que apenas conoce- durante casi un año.  Y cuando Aikins (que viaja de incógnito como “Habib”) y Omar finalmente emprenden camino por la ruta del contrabando hacia Europa, todo son falsos comienzos y planes que nacen muertos. Van a volar a Estambul. No, esperen, van a bordear el Dasht-e Margo (“Desierto de la Muerte”) y viajar a través de Baluchistán -en las traicioneras tierras fronterizas de Afganistán, Irán y Pakistán- en camión.  Pero ahora Omar tiene miedo de tomar la ruta pakistaní hacia Irán. Un centenar de páginas después, Aikins y Omar están en un autobús de vuelta a Kabul. “Este viaje con Omar se había complicado tanto que ya no entendía lo que estaba haciendo”, admite Aikins. ¿Debo decirles que, a medida que el libro llega a su fin, Aikins se cuestiona su elección de Omar como protagonista?

Pero no debería haberme preocupado, y Vd. tampoco necesita hacerlo. El corazón de la historia se encuentra en esos planes fallidos y en el esfuerzo de Aikins por deshacerse de su identidad, despojarse de sus ropas y cruzar el río Rezovo para salir de Europa (Bulgaria) y entrar en un país (Turquía) que le acababa de prohibir la entrada debido a vagas sospechas sobre su pasaporte y sobre los periodistas en general. No se trata solo del relato de Aikins -un retrato íntimo y empático de la amistad, el sacrificio compartido y los absurdos de las fronteras en un planeta arbitrariamente dividido-, sino de una de las mayores historias de nuestro tiempo: cómo la migración masiva de personas persiste en un mundo en el que los desplazamientos se vigilan, se restringen y se criminalizan; en el que los antiguos problemas de los mares agitados y el calor abrasador se han visto agravados por una tortuosa danza entre gobiernos indiferentes y sindicatos criminales que agrava los riesgos y transforma los viajes que antes podían ser simplemente difíciles en una empresa potencialmente letal.

Desde la invasión estadounidense de su país en 2001, Omar y casi 6 millones de afganos se han visto desplazados internamente o se han convertido en refugiados. Peor aún, entre 38 y 60 millones de personas en Iraq, Libia, Pakistán, Filipinas, Somalia, Siria y Yemen, además de Afganistán, se han visto obligadas a abandonar sus hogares, ya sea en el extranjero o dentro de sus propios países debido a la guerra de Estados Unidos contra el terrorismo, según el Costs of War Project de la Universidad Brown. Para ponerlo en perspectiva, incluso la estimación más baja supera a los desplazados por todos los conflictos desde 1900, con la excepción del cataclismo de la Segunda Guerra Mundial.

Durante años esta catástrofe en curso ha acaparado titulares de forma intermitente, para luego desaparecer inevitablemente de las portadas del mundo. La crisis alcanzó su mayor protagonismo hace siete años, cuando una foto del diminuto cuerpo sin vida de Alan Kurdi, de 2 años, boca abajo en una playa turca, conmocionó la conciencia del globo y, según el New York Times, “se convirtió en un símbolo mundial del sufrimiento causado por la guerra siria y la crisis de refugiados europea que desencadenó”. Dejando de lado que la “crisis europea de refugiados” hacía parecer que los refugiados eran europeos (no lo eran); como si Europa fuera la parte agraviada (no lo era); y como si el conflicto en Siria fuera la única guerra que obligaba a la gente a abandonar sus hogares (no lo era), Alan Kurdi era solo uno de la espantosa cifra de 65,3 millones de personas desplazadas a la fuerza en todo el mundo debido a la guerra, la persecución, la violencia generalizada o las violaciones de los derechos humanos en 2015.

Desde entonces, las cosas han empeorado mucho más. Entre la cobertura del año pasado de la covid-19, un buque de carga atascado en el Canal de Suez y los magnates ladrones que salieron lanzados hacia el espacio, es posible que hayan pasado por alto que el número de personas desplazadas por la fuerza se disparó a 84 millones, y que 2,6 millones de ellos, el tercer total más alto por país, eran afganos.

Resulta difícil comprender que 84 millones de personas, aproximadamente la población combinada de Texas, Florida, Nueva York y Pensilvania, equivalen a una de cada 95 personas del planeta. Si añadimos a los que se ven obligados a cruzar las fronteras por desesperación económica, las cifras se vuelven realmente astronómicas. Uno de cada 30 habitantes de la Tierra es un emigrante, lo que significa que más de mil millones de personas se desplazan actualmente por todo el mundo. Muchos se encuentran en los márgenes de la sociedad: en peligro, encarcelados, con sus vidas atascadas en un punto muerto, sus sueños destrozados y paralizados. Y a ellos se unen cada día más viajeros en lo que Bob Dylan llamó “el desarmado camino de huida”.

Migrantes y refugiados de Afganistán y Siria hacen cola en el puerto de Mytelene, en Grecia, antes de embarcar en un ferry hacia Atenas el 9 de marzo de 2016. 
(Foto: Alexander Koerner/Getty Images)
Migrantes y refugiados de Afganistán y Siria hacen cola en el puerto de Mytelene, en Grecia, antes de embarcar en un ferry hacia Atenas el 9 de marzo de 2016.
(Foto: Alexander Koerner/Getty Images)

En ese camino con Aikins y Omar, vemos a estas personas de cerca, los peligros a los que se enfrentan, los contratiempos que superan… o no. ¿Volverá Omar a ver a Laila? ¿Llegará a Europa el resto de la familia de Omar, que ha huido de Afganistán a Turquía? ¿Se quedará Aikins al cuidado de Raja, de 11 años, cuando el primo del niño, otro refugiado afgano, sea detenido al intentar huir de un campo de refugiados griego hacia la capital, Atenas?

Además de elaborar una historia fascinante y llena de suspense, Aikins demuestra tener un ojo agudo para los detalles y un don especial para retratar escenas vívidas, como su travesía de Turquía a Grecia en un bote sobrecargado. “Una niña iraquí de pelo rizado estaba sentada en el suelo con sus padres frente a mí. A medida que el oleaje se hacía más fuerte, su cabeza seguía chocando con mi rodilla, así que extendí la mano y acuné su cabeza”, escribe. “Estaba demasiado oscuro para ver con claridad los rostros de los demás pasajeros, pero al escuchar sus gemidos y quejidos, fui consciente del terror absoluto que me rodeaba”.

Es ese miedo omnipresente, las poderosas historias incluidas en la narración principal -las de la niña iraquí y las de todos los demás refugiados y migrantes, los traficantes de personas y la policía, los activistas y los trabajadores humanitarios-, las que forman los nervios de “The Naked don’t Fear the Water” y cuentan la historia más amplia de la guerra y la globalización, la crisis migratoria, el sufrimiento y la resistencia de decenas de millones de personas que son ignoradas en gran medida por los afortunados habitantes del Occidente próspero.

Aikins pudo realizar este viaje por algunas de las mismas razones por las que fue un reportero tan eficiente en Afganistán. Muchos corresponsales extranjeros intentan mezclarse con el fondo de los lugares que cubren, y no lo consiguen, pero el padre europeo-canadiense y la madre asiática-estadounidense de Aikins le dotaron de una rara ventaja para un reportero occidental en Afganistán: un aspecto que los afganos tomaron por el de un compatriota. Esa suerte genética, combinada con un formidable dominio del idioma, la perspicacia cultural, la vestimenta local y -otro requisito para un reportero- saber cuándo hay que callar, permitieron a Aikins no solo un acceso “encubierto” único a la historia, sino que le convirtieron en una parte central de la misma. Mientras navega por la clandestinidad de los refugiados, Aikins ofrece una visión caleidoscópica de familias fragmentadas y personas desposeídas que intentan y fracasan y planean y esperan y rezan para completar la siguiente etapa de su viaje; de refugiados en circunstancias desesperadas, que toman decisiones imposibles basándose en rumores y corazonadas y en consejos de personas que apenas conocen, y que asumen atroces riesgos porque no tienen otras opciones.

Sardar, que recurrió al mismo contrabandista que Aikins, pagó un suplemento por un pasaje en lancha rápida a Grecia solo para acabar frustrado y arrojado a un campo de detención. En su siguiente intento, él, junto con su mujer y su hermano pequeño, que acababan de completar el viaje por tierra desde Afganistán a Turquía, esperaban llegar a Italia en un contenedor. Yusef y otro sirio entregan 2.000 euros cada uno a un contrabandista pakistaní para que los guíe a través de los Balcanes, solo para ser abandonados en las gélidas montañas de Macedonia. Una patrulla de policía les salva la vida, pero la detención les hace pasar dos semanas en una celda mugrienta, tras lo cual las autoridades macedonias les dejan en un tramo desierto de la frontera serbia y les obligan a cruzar. Sin dinero y sin hogar, Yusef envía un mensaje a Omar: “Hagas lo que hagas, no vengas por aquí”. ¿Pero qué importa? “Este camino”, deja claro el libro de Aikins, es probablemente tan malo como aquel, a menos que tengas -además de muchas agallas y coraje- suficiente dinero y suerte para neutralizar el peligro.

Matthieu Aikins fotografiado en Kabul, Afganistán, en el verano de 2020.
(Foto: Kiana Hayeri)

“Al igual que la guerra”, explica Aikins, “la vida en el camino del que depende del contrabandista era sobre todo una espera salpicada de momentos de terror”. Aikins lo sabe bien. Lleva publicando grandes historias sobre las guerras de Estados Unidos desde la década de 2000, ninguna más grande que la investigación del año pasado para el Times sobre un ataque con drones en agosto en Kabul que mató a 10 civiles, siete de ellos niños. Ese reportaje ayudó a forzar al secretario de Defensa de Estados Unidos, Lloyd Austin, a reconocer que el ataque había sido un “error horrible”. Pero el Pentágono y el pueblo estadounidense no han asumido, y probablemente nunca lo harán, la responsabilidad de los 6 millones de afganos que, como Omar, huyeron de sus hogares durante la guerra estadounidense y de los millones más desplazados en todo el mundo por la guerra contra el terrorismo.

The Naked don’t Fear the Water” es un poderoso recordatorio de que, para muchos, los rigores de atravesar las fronteras implican mucho más que largas colas o quitarse los zapatos. “Imaginen”, escribe Aikins, “las ciudades del mundo conectadas por una red de caminos que no miden la distancia física sino el peligro: el riesgo de ser detenido, de verte atascado en el tránsito, estafado, secuestrado o asesinado”.

El destino de millones de personas en esos caminos estará determinado por las políticas punitivas, los caprichos de la mala suerte y el aburrimiento de los policías fronterizos. Único, apasionante y magníficamente escrito, “The Naked don’t Fear the Water” ofrece una visión íntima de estas peligrosas vías mundiales, de los intrépidos que las recorren y de los sueños por los que lo arriesgan todo.


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